A LOS DESHARRAPADOS DEL MUNDO
Y A QUIENES,
DESCUBRIÉNDOSE EN ELLOS,
CON ELLOS SUFREN
Y CON ELLOS LUCHAN
Paulo Freire
Autoras/es: Paulo Freire
Invasión cultural
Finalmente, sorprendemos, en la teoría de la acción antidialógica, otra característica fundamental — la invasión cultural. Característica que, como las anteriores, sirve a la conquista.
Ignorando las potencialidades del ser que condiciona, la invasión cultural consiste en la penetración que hacen los invasores en el contexto cultural de los invadidos, imponiendo a éstos su visión del mundo, en la medida misma en que frenan su creatividad, inhibiendo su expansión.
En este sentido, la invasión cultural, indiscutiblemente enajenante, realizada discreta o abiertamente, es siempre una violencia en cuanto violenta al ser de la cultura invadida, que o se ve amenazada o definitivamente pierde su originalidad.
Por esto, en la invasión cultural, como en el resto de las modalidades de acción antidialógica, los invasores son sus sujetos, autores y actores del proceso; los invadidos, sus objetos. Los invasores aceptan su opción (o al menos esto es lo que de ellos se espera). Los invasores actúan; los invadidos tienen la ilusión de que anima, en la actuación de los invasores.
La invasión cultural tiene así una doble fase. Por un lado, es en si dominante, y por el otro es táctica de dominación.
En verdad, toda dominación implica una invasión que se manifiesta no sólo físicamente, en forma visible, sino a veces disfrazada y en la cual el invasor se presenta como si fuese el amigo que ayuda. En el fondo, la invasión es una forma de dominar económica y culturalmente al invadido.
Invasión que realiza una sociedad matriz, metropolitana, sobre una sociedad dependiente; o invasión implícita en la dominación de una clase sobre otra. en una misma sociedad.
Como manifestación de la conquista, la invasión cultural conduce a la inautenticidad del ser de los invadidos. Su programa responde al cuadro valorativo de sus actores, a sus patrones y finalidades.
De ahí que la invasión cultual, coherente con su matriz antidialógica e ideológica, jamás pueda llevarse a cabo mediante la problematización de la realidad y de los contenidos programáticos de los invadidos. De ahí que, para los invasores, en su anhelo por dominar, por encuadrar a los individuos en sus patrones y modos de vida, sólo les interese saber cómo piensan los invadidos su propio mundo con el objeto de dominarlos cada vez más.110 En la invasión cultural, es importante que los invadidos vean su realidad con la óptica de los invasores y no con la suya propia. Cuanto más mimetizados estén los invadidos, mayor será la estabilidad de los invasores.
Una condición básica para el éxito de la invasión cultural radica en que los invadidos se convenzan de su inferioridad intrínseca. Así, como no hay nada que no tenga su contrario, en la medida que los invadidos se van reconociendo como “inferiores”, irán reconociendo necesariamente la “superioridad” de los invasores. Los valores de éstos pasan a ser la pauta de los invadidos. Cuando más se acentúa la invasión, alienando el ser de la cultura de los invadidos, mayor es el deseo de éstos por parecerse a aquellos: andar como aquellos, vestir a su manera, hablar a su modo.
El yo social de los invadidos que, como todo yo social, se constituye en las relaciones socioculturales que se dan en la estructura, es tan dual como el ser de la cultura invadida.
Esta dualidad, a la cual nos hemos referido con anterioridad, es la que explica a los invadidos y dominados, en cierto momento de su experiencia existencial, como un yo casi adherido al TU opresor.
Al reconocerse críticamente en contradicción con aquél es necesario que el YO oprimido rompa esta casi “adherencia” al TU opresor, “separándose” de él para objetivarlo. Al hacerlo, “ad-mira” la estructura en la que viene siendo oprimido, como una realidad deshumanizante.
Este cambio cualitativo en la percepción del mundo, que no se realiza fuera de la praxis, jamás puede ser estimulado por los opresores, como un objetivo de su teoría de la acción.
Por el contrario, es el mantenimiento del statu quo lo que les interesa, en la medida en que el cambio de la percepción del mundo, que implica la inserción crítica en la realidad, los amenaza. De ahí que la invasión cultural aparece como una característica de la acción antidialógica.
Existe, sin embargo, un aspecto que nos parece importante subrayar en el análisis que estamos haciendo de la acción antidialógica. Es que ésta, en la medida en que es una modalidad de la acción cultural de carácter dominador, siendo por lo tanto dominación en sí, como subrayamos anteriormente, es por otro lado instrumento de ésta. Así, además de su aspecto deliberado, volitivo, programado, tiene también otro aspecto que la caracteriza como producto de la realidad opresora.
En efecto, en la medida en que una estructura social se denota como estructura rígida, de carácter dominador, las instituciones formadoras que en ella se constituyen estarán, necesariamente, marcadas por su clima, trasladando sus mitos y orientando su acción en el estilo propio de la estructura. Los hogares y las escuelas, primarias, medias y universitarias, que no existen en el aire, sino en el tiempo y en el espacio, no pueden escapar a las influencias de las condiciones estructurales objetivas. Funcionan, en gran medida, en las estructuras dominadoras, como agencias formadoras de futuros “invasores”. Las relaciones padres-hijos, en los hogares, reflejan de modo general las condiciones objetivo-culturales de la totalidad de que participan. Y si éstas son condiciones autoritarias, rígidas, dominadoras, penetran en los hogares que incrementan el clima de opresión.111 Mientras más se desarrollen estas relaciones de carácter autoritario entre padres e hijos, tanto más introyectan, los hijos, la autoridad paterna.
Discutiendo el problema de la necrofilia y de la biofilia, analiza Fromm, con la claridad que lo caracteriza, las condiciones objetivas que generan la una y la otra, sea esto en los hogares, en las relaciones padres-hijos, tanto en el clima desamoroso y opresor como en aquel amoroso y libre, o en el contexto socio-cultural. Niños deformados en un ambiente de desamor, opresivo, frustrados en su potencialidad, como diría Fromm, si no consiguen enderezarse en la juventud en el sentido de la auténtica rebelión, o se acomodan a una dimisión total de su querer, enajenados a la autoridad y a los mitos utilizados por la autoridad para “formarlos”, o podrán llegar a asumir formas de acción destructiva.
Esta influencia del hogar y la familia se prolonga en la experiencia de la escuela. En ella, los educandos descubren temprano que, como en el hogar, para conquistar ciertas satisfacciones deben adaptarse a los preceptos que se establecen en forma vertical. Y uno de estos preceptos es el de no pensar.
Introyectando la autoridad paterna a través de un tipo rígido de relaciones, que la escuela subraya, su tendencia, al transformarse en profesionales por el miedo a la libertad que en ellos se ha instaurado, es la de aceptar los patrones rígidos en que se deformaron.
Tal vez esto, asociado a su posición clasista, explique la adhesión de un gran número de profesionales a una acción antidialógica. 112
Ignorando las potencialidades del ser que condiciona, la invasión cultural consiste en la penetración que hacen los invasores en el contexto cultural de los invadidos, imponiendo a éstos su visión del mundo, en la medida misma en que frenan su creatividad, inhibiendo su expansión.
En este sentido, la invasión cultural, indiscutiblemente enajenante, realizada discreta o abiertamente, es siempre una violencia en cuanto violenta al ser de la cultura invadida, que o se ve amenazada o definitivamente pierde su originalidad.
Por esto, en la invasión cultural, como en el resto de las modalidades de acción antidialógica, los invasores son sus sujetos, autores y actores del proceso; los invadidos, sus objetos. Los invasores aceptan su opción (o al menos esto es lo que de ellos se espera). Los invasores actúan; los invadidos tienen la ilusión de que anima, en la actuación de los invasores.
La invasión cultural tiene así una doble fase. Por un lado, es en si dominante, y por el otro es táctica de dominación.
En verdad, toda dominación implica una invasión que se manifiesta no sólo físicamente, en forma visible, sino a veces disfrazada y en la cual el invasor se presenta como si fuese el amigo que ayuda. En el fondo, la invasión es una forma de dominar económica y culturalmente al invadido.
Invasión que realiza una sociedad matriz, metropolitana, sobre una sociedad dependiente; o invasión implícita en la dominación de una clase sobre otra. en una misma sociedad.
Como manifestación de la conquista, la invasión cultural conduce a la inautenticidad del ser de los invadidos. Su programa responde al cuadro valorativo de sus actores, a sus patrones y finalidades.
De ahí que la invasión cultual, coherente con su matriz antidialógica e ideológica, jamás pueda llevarse a cabo mediante la problematización de la realidad y de los contenidos programáticos de los invadidos. De ahí que, para los invasores, en su anhelo por dominar, por encuadrar a los individuos en sus patrones y modos de vida, sólo les interese saber cómo piensan los invadidos su propio mundo con el objeto de dominarlos cada vez más.110 En la invasión cultural, es importante que los invadidos vean su realidad con la óptica de los invasores y no con la suya propia. Cuanto más mimetizados estén los invadidos, mayor será la estabilidad de los invasores.
Una condición básica para el éxito de la invasión cultural radica en que los invadidos se convenzan de su inferioridad intrínseca. Así, como no hay nada que no tenga su contrario, en la medida que los invadidos se van reconociendo como “inferiores”, irán reconociendo necesariamente la “superioridad” de los invasores. Los valores de éstos pasan a ser la pauta de los invadidos. Cuando más se acentúa la invasión, alienando el ser de la cultura de los invadidos, mayor es el deseo de éstos por parecerse a aquellos: andar como aquellos, vestir a su manera, hablar a su modo.
El yo social de los invadidos que, como todo yo social, se constituye en las relaciones socioculturales que se dan en la estructura, es tan dual como el ser de la cultura invadida.
Esta dualidad, a la cual nos hemos referido con anterioridad, es la que explica a los invadidos y dominados, en cierto momento de su experiencia existencial, como un yo casi adherido al TU opresor.
Al reconocerse críticamente en contradicción con aquél es necesario que el YO oprimido rompa esta casi “adherencia” al TU opresor, “separándose” de él para objetivarlo. Al hacerlo, “ad-mira” la estructura en la que viene siendo oprimido, como una realidad deshumanizante.
Este cambio cualitativo en la percepción del mundo, que no se realiza fuera de la praxis, jamás puede ser estimulado por los opresores, como un objetivo de su teoría de la acción.
Por el contrario, es el mantenimiento del statu quo lo que les interesa, en la medida en que el cambio de la percepción del mundo, que implica la inserción crítica en la realidad, los amenaza. De ahí que la invasión cultural aparece como una característica de la acción antidialógica.
Existe, sin embargo, un aspecto que nos parece importante subrayar en el análisis que estamos haciendo de la acción antidialógica. Es que ésta, en la medida en que es una modalidad de la acción cultural de carácter dominador, siendo por lo tanto dominación en sí, como subrayamos anteriormente, es por otro lado instrumento de ésta. Así, además de su aspecto deliberado, volitivo, programado, tiene también otro aspecto que la caracteriza como producto de la realidad opresora.
En efecto, en la medida en que una estructura social se denota como estructura rígida, de carácter dominador, las instituciones formadoras que en ella se constituyen estarán, necesariamente, marcadas por su clima, trasladando sus mitos y orientando su acción en el estilo propio de la estructura. Los hogares y las escuelas, primarias, medias y universitarias, que no existen en el aire, sino en el tiempo y en el espacio, no pueden escapar a las influencias de las condiciones estructurales objetivas. Funcionan, en gran medida, en las estructuras dominadoras, como agencias formadoras de futuros “invasores”. Las relaciones padres-hijos, en los hogares, reflejan de modo general las condiciones objetivo-culturales de la totalidad de que participan. Y si éstas son condiciones autoritarias, rígidas, dominadoras, penetran en los hogares que incrementan el clima de opresión.111 Mientras más se desarrollen estas relaciones de carácter autoritario entre padres e hijos, tanto más introyectan, los hijos, la autoridad paterna.
Discutiendo el problema de la necrofilia y de la biofilia, analiza Fromm, con la claridad que lo caracteriza, las condiciones objetivas que generan la una y la otra, sea esto en los hogares, en las relaciones padres-hijos, tanto en el clima desamoroso y opresor como en aquel amoroso y libre, o en el contexto socio-cultural. Niños deformados en un ambiente de desamor, opresivo, frustrados en su potencialidad, como diría Fromm, si no consiguen enderezarse en la juventud en el sentido de la auténtica rebelión, o se acomodan a una dimisión total de su querer, enajenados a la autoridad y a los mitos utilizados por la autoridad para “formarlos”, o podrán llegar a asumir formas de acción destructiva.
Esta influencia del hogar y la familia se prolonga en la experiencia de la escuela. En ella, los educandos descubren temprano que, como en el hogar, para conquistar ciertas satisfacciones deben adaptarse a los preceptos que se establecen en forma vertical. Y uno de estos preceptos es el de no pensar.
Introyectando la autoridad paterna a través de un tipo rígido de relaciones, que la escuela subraya, su tendencia, al transformarse en profesionales por el miedo a la libertad que en ellos se ha instaurado, es la de aceptar los patrones rígidos en que se deformaron.
Tal vez esto, asociado a su posición clasista, explique la adhesión de un gran número de profesionales a una acción antidialógica. 112
Cualquiera que sea la especialidad que tengan y que los ponga en relación con el pueblo, su convicción inquebrantable es la de que les cabe “transferir”, “llevar” o “entregar al pueblo sus conocimientos, sus técnicas”.
Se ven a sí mismos como los promotores del pueblo. Los programas de su acción, como lo indicaría cualquier buen teórico de la acción opresora, entrañan sus finalidades, sus convicciones, sus anhelos.
No se debe escuchar al pueblo para nada, pues éste, “incapaz e inculto, necesita ser educado por ellos para salir de la indolencia provocada por el subdesarrollo”.
Para ellos, la “incultura del pueblo” es tal que les parece un “absurdo” hablar de la necesidad de respetar la “visión del mundo” que esté teniendo. La visión del mundo la tienen sólo los profesionales...
De la misma manera, les parece absurdo que sea indispensable escuchar al pueblo a fin de organizar el contenido programático de la acción educativa.
Para ellos, “la ignorancia absoluta” del pueblo no le permite otra cosa sino recibir sus enseñanzas.
Por otra parte, cuando los invadidos, en cierto momento de su experiencia existencial, empiezan de una forma u otra a rechazar la invasión a la que en otro momento se podrían haber adaptado, los invasores, a fin de justificar su fracaso, hablan de la “inferioridad” de los invadidos, refiriéndose a ellos como “enfermos”, “mal agradecidos” y llamándolos a veces también “mestizos”.
Los bien intencionados, vale decir, aquellos que utilizan la “invasión” no ya como ideología, sino a causa de las deformaciones a que hicimos referencia en páginas anteriores, terminan por descubrir, en sus experiencias, que ciertos fracasos de su acción no se deben a una inferioridad ontológica de los hombres simples del pueblo, sino a la violencia de su acto invasor. De modo general, éste es un momento difícil por el que atraviesan muchos de los que hacen tal descubrimiento.
A pesar de que sienten la necesidad de renunciar a la acción invasora, tienen en tal forma introyectados los patrones de la dominación que esta renuncia pasa a ser una especie de muerte paulatina.
Renunciar al acto invasor significa, en cierta forma, superar la dualidad en que se encuentran como dominados por un lado, como dominadores, por otro.
Significa renunciar a todos los mitos de que se nutre la acción invasora y dar existencia a una acción dialógica. Significa, por esto mismo, dejar de estar sobre o “dentro”, como “extranjeros”, para estar con ellos, como compañeros.
El “miedo a la libertad” se instaura entonces en ellos. Durante el desarrollo de este proceso traumático, su tendencia natural es la de racionalizar el miedo, a través de una serie de mecanismos de evasión.
Este “miedo a la libertad”, en técnicos que ni siquiera alcanzaron a descubrir el carácter de acción invasora, es aún mayor cuando se les habla del sentido deshumanizante de esta acción.
Frecuentemente, en los cursos de capacitación, sobre todo en el momento de descodificación de situaciones concretas realizadas por los participantes, llega un momento en que preguntan irritados al coordinador de la discusión: “¿A dónde nos quiere llevar usted finalmente?” La verdad es que el coordinador no los desea conducir, sino que desea inducir una acción. Ocurre, simplemente, que al problematizarles una situación concreta, ellos empiezan a percibir que al profundizar en el análisis de esta situación tendrán necesariamente que afirmar o descubrir sus mitos.
Descubrir sus mitos y renunciar a ello es, en el momento, un acto “violento” realizado por los sujetos en contra de sí mismos. Afirmarlos, por el contrario, es revelarse. La única salida, como mecanismo de defensa también, radica en transferir al coordinador lo propio de su práctica normal: conducir, conquistar, invadir, como manifestaciones de la teoría antidialógica de la acción.
Esta misma evasión se verifica, aunque en menor escala, entre los hombres del pueblo, en la medida en que la situación concreta de opresión los aplasta y la “asistencialización” los domestica.
Una de las educadoras del “Full Circle”, institución de Nueva York, que realiza un trabajo educativo de efectivo valor, nos relató el siguiente caso: “Al problematizar una situación codificada a uno de los grupos de las áreas pobres de Nuera York sobre una situación concreta que mostraba, en la esquina de una calle —la misma en que se hacía la reunión— una gran cantidad de basura, dijo inmediatamente uno de los participantes: —Veo una calle de África o de América Latina. —¿Y por qué no de Nueva York?, preguntó la educadora.
—Porque, afirmó, somos los Estados Unidos, y aquí no puede existir esto.” Indudablemente, este hombre y algunos de sus compañeros, concordantes con él con su indiscutible “juego de conciencia”, escapaban a una realidad que los ofendía y cuyo reconocimiento incluso los amenazaba.
Al participar, aunque precariamente, de una cultura del éxito y del ascenso personales, reconocerse en una situación objetiva desfavorable, para una conciencia enajenada, equivalía a frenar la propia posibilidad de éxito.
Sea en éste, sea en el caso de los profesionales, la fuerza determinante de la cultura en que se desarrollan los mitos introyectados por los hombres es perfectamente visible. En ambos casos, ésta es la manifestación de la cultura de la clase dominante que obstaculiza la afirmación de los hombres como seres de decisión.
En el fondo, ni los profesionales a que hicimos referencia, ni los participantes de la discusión citada en un barrio pobre de Nueva York están hablando y actuando por sí mismos, como actores del proceso histórico. Ni los unos ni los otros son teóricos o ideólogos de la dominación. Al contrario, son un producto de ella que como tal se transforma a la vez en su causa principal.
Este es uno de los problemas serios que debe enfrentar la revolución en el momento de su acceso al poder. Etapa en la cual, exigiendo de su liderazgo un máximo de sabiduría política, decisión y coraje, exige el equilibrio suficiente para no dejarse caer en posiciones irracionales sectarias.
Es que, indiscutiblemente, los profesionales, con o sin formación universitaria y cualquiera que sea su especialidad, son hombres que estuvieron bajo la “sobredeterminación de una cultura de dominación que los constituyó como seres duales. Podrían, incluso, haber surgido de las clases populares, y la deformación en el fondo sería la misma y quizá peor. Sin embargo estos profesionales son necesarios a la reorganización de la nueva sociedad. Y, dada que un gran número de ellos, aunque marcados por su “miedo a la libertad” y renuentes a adherirse a una acción liberadora, son personas que en gran medida están equivocadas, nos parece que no sólo podrían sino que deberían ser recuperados por la revolución.
Esto exige de la revolución en el poder que, prolongando lo que antes fue la acción cultural dialógica, instaure la “revolución cultural”. De esta manera, el poder revolucionario, concienciado y concienciador, no sólo es un poder sino un nuevo poder; un poder que no es sólo el freno necesario a los que pretenden continuar negando a los hombres, sino también la invitación valerosa a quienes quieran participar en la reconstrucción de la sociedad.
En este sentido, la “revolución cultural” es la continuación necesaria de la acción cultural dialógica que debe ser realizada en el proceso anterior del acceso al poder.
La “revolución cultural” asume a la sociedad en reconstrucción en su totalidad, en los múltiples quehaceres de los hombres, como campo de su acción formadora.
La reconstrucción de la sociedad, que no puede hacerse en forma mecanicista, tiene su instrumento fundamental en la cultura, y culturalmente se rehace a través de la revolución.
Tal como la entendemos, la “revolución cultural” es el esfuerzo máximo de concienciación que es posible desarrollar a través del poder revolucionario, buscando llegar a todos, sin importar las tareas especificas que éste tenga que cumplir.
Por esta razón, este esfuerzo no puede limitarse a una mera formación tecnicista de los técnicos, ni cientificista de los científicos necesarios a la nueva sociedad. Esta no puede distinguirse cualitativamente de la otra de manera repentina, como piensan los mecanicistas en su ingenuidad, a menos que ocurra en forma radicalmente global.
No es posible que la sociedad revolucionaria atribuya a la tecnología las mismas finalidades que le eran atribuidas por la sociedad anterior.
Consecuentemente, varía también la formación que de los hombres se haga.
En este sentido, la formación técnico-científica no es antagónica con la formación humanista de los hombres, desde el momento en que la ciencia y la tecnología, en la sociedad revolucionaria, deben estar al servicio de la liberación permanente, de la humanización del hombre.
Desde este punto de vista, la formación de los hombres, por darse en el tiempo y en el espacio, exige para cualquier quehacer: por un lado, la comprensión de la cultura como supraestructura capaz de mantener en la infraestructura, en proceso de transformación revolucionaria, “supervivencias” del pasado;113 y por otro, el quehacer mismo, como instrumento de transformación de la cultura.
En la medida en que la concienciación, en y por la “revolución cultural”, se va profundizando, en la praxis creadora de la sociedad nueva, los hombres van descubriendo las razones de la permanencia de las “supervivencias” míticas, que en el fondo no son sino las realidades forjadas en la vieja sociedad.
Así podrán, entonces, liberarse más rápidamente de estos espectros, que son siempre un serio problema para toda revolución en la medida en que obstaculizan la construcción de la nueva sociedad.
Por medio de estas “supervivencias”, la sociedad opresora continúa “invadiendo”, invadiendo ahora a la sociedad revolucionaria.
Lo paradójico de esta “invasión” es, sin embargo, que no la realiza la vieja élite dominadora reorganizada para tal efecto, sino que la lucen los hombres que tomaron parte en la revolución.
“Alojando” al opresor, se resisten, como si fueran el opresor mismo, de las medidas básicas que debe tomar el poder revolucionario.
Como seres duales, aceptan también, aunque en función de las supervivencias, el poder que se burocratiza, reprimiéndolos violentamente.
Este poder burocrático y violentamente represivo puede, a su vez, ser explicado a través de lo que Althusser114 denomina “reactivación de los elementos antiguos”, favorecidos ahora por circunstancias especiales, en la nueva sociedad.
Por estas razones, defendemos el proceso revolucionario como una acción cultural dialógica que se prolonga en una “revolución cultural”, conjuntamente con el acceso al poder. Asimismo, defendemos en ambas el esfuerzo serio y profundo de concienciación115 para que finalmente la revolución cultural, al desarrollar la práctica de la confrontación permanente entre el liderazgo y el pueblo, consolide la participación verdaderamente crítica de éste en el poder.
De este modo, en la medida en que ambos —liderazgo y pueblo— se van volviendo críticos, la revolución impide con mayor facilidad el correr riesgos de burocratización que implican nuevas formas de opresión y de “invasión”, que sólo son nuevas imágenes de la dominación.
La invasión cultural, que sirve a la conquista y mantenimiento de la opresión, implica siempre la visión focal de la realidad, la percepción de ésta como algo estático, la superposición de una visión del mundo sobre otra. Implica la “superioridad” del invasor, la “inferioridad” del invadido, la imposición de criterios, la posesión del invadido, el miedo de perderlo.
Aún más, la invasión cultural implica que el punto de decisión de la acción de los invadidos esté fuera de ellos, en los dominadores invasores.
Y, en tanto la decisión no radique en quien debe decidir, sino que esté fuera de él, el primero sólo tiene la ilusión de que decide.
Por esta razón no puede existir el desarrollo socioeconómico en ninguna sociedad dual, refleja, invadida.
Por el contrario, para que exista desarrollo es necesario que se verifique un movimiento de búsqueda, de acción creadora, que tenga su punto de decisión en el ser mismo que lo realiza. Es necesario, además, que este movimiento se dé no sólo en el espacio sino en el tiempo propio del ser, tiempo del cual tenga conciencia.
De ahí que, si bien todo desarrollo es transformación, no toda transformación es desarrollo.
La transformación que se realiza en el “ser en sí” de una semilla que, en condiciones favorables, germina y nace, no es desarrollo. Del mismo modo, la transformación del “ser en sí” de un animal no es desarrollo.
Ambos se transforman determinados por la especie a que pertenecen y en un tiempo que no les pertenece, puesto que es el tiempo de los hombres.
Estos, entre los seres inconclusos, son los únicos que se desarrollan.
Como seres históricos, como “seres para sí”, autobiográficos, su transformación, que es desarrollo, se da en un tiempo que es suyo y nunca se da al margen de él.
Esta es la razón por la cual, sometidos a condiciones concretas de opresión en las que se enajenan, transformados en “seres para otros” del falso “ser para sí” de quien dependen, los hombres tampoco se desarrollan auténticamente. Al prohibírseles el acto de decisión, que se encuentra en el ser dominador, éstos sólo se limitan a seguir sus prescripciones.
Los oprimidos sólo empiezan a desarrollarse cuando, al superar la contradicción en que se encuentran, se transforman en los “seres para sí”.
Si analizamos ahora una sociedad desde la perspectiva del ser, nos parece que ésta sólo puede desarrollarse como sociedad “ser para sí”, como sociedad libre. No es posible el desarrollo de sociedades duales, reflejas, invadidas, dependientes de la sociedad metropolitana, en tanto son sociedades enajenadas cuyo punto de decisión política, económica y cultural se encuentra fuera de ellas: en la sociedad metropolitana. En última instancia, es ésta quien decide los destinos de aquéllas, que sólo se transforman.
Precisamente entendidas como “seres para otro”, como sociedades oprimidas, su transformación interesa a la metrópoli.
Por estas razones, es necesario no confundir desarrollo con modernización. Ésta, que casi siempre se realiza en forma inducida, aunque alcance a ciertos sectores de la población de la “sociedad satélite”, en el fondo sólo interesa a la sociedad metropolitana. La sociedad simplemente modernizada, no desarrollada, continúa dependiente del centro externo, aun cuando asuma, por mera delegación, algunas áreas mínimas de decisión. Esto es lo que ocurre y ocurrirá con cualquier sociedad dependiente, en tanto se mantenga en su calidad de tal.
Estamos convencidos que a fin de comprobar si una sociedad se desarrolla o no debemos ultrapasar los criterios utilizados en el análisis de sus índices de ingreso per cápita que, estadísticamente mecanicistas, no alcanzan siquiera a expresar la verdad. Evitar, asimismo, los que se centran únicamente en el estudio de la renta bruta. Nos parece que el criterio básico, primordial, radica en saber si la sociedad es o no un “ser para sí”, vale decir, libre. Si no lo es, estos criterios indicarán sólo su modernización mas no su desarrollo.
La contradicción principal de las sociedades duales es, realmente, la de sus relaciones de dependencia que se establecen con la sociedad metropolitana. En tanto no superen esta contradicción, no son “seres para sí” y, al no serlo, no se desarrollan.
Superada la contradicción, lo que antes era mera transformación asistencializadora principalmente en beneficio de la metrópoli se vuelve verdadero desarrollo, en beneficio del “ser para sí”.
Por esto, las soluciones meramente reformistas que estas sociedades intentan poner en práctica, llegando algunas de ellas a asustar e incluso aterrorizar a los sectores más reaccionarios de sus élites, no alcanzan a resolver sus contradicciones.
Casi siempre, y quizás siempre, estas soluciones reformistas son inducidas por las mismas metrópolis como una respuesta renovada que les impone el propio proceso histórico con el fin de mantener su hegemonía.
Es como si la metrópoli dijera, y no es necesario decirlo: “Hagamos las reformas, antes que las sociedades dependientes hagan la revolución”.
Para lograrlo, la sociedad metropolitana no tiene otros caminos sino los de la conquista, la manipulación, la invasión económica y cultural (a veces militar) de la sociedad dependiente.
Invasión económica y cultural en que las élites dirigentes de la sociedad dominada son, en gran medida, verdaderas metástasis de las élites dirigentes de la sociedad metropolitana.
Después de este análisis en torno de la teoría de la acción antidialógica, al cual damos un carácter solamente aproximativo, podemos repetir lo que venimos afirmando a través de todo este ensayo: la imposibilidad de que el liderazgo revolucionario utilice los mismos procedimientos antidialógicos utilizados por los opresores para oprimir. Por el contrario, el camino del liderazgo revolucionario debe ser el del diálogo, el de la comunicación, el de la confrontación cuya teoría analizaremos a continuación.
Previamente, discutamos, sin embargo, un punto que nos parece de real importancia para lograr una mayor aclaración de nuestras posiciones.
Queremos hacer referencia al momento de la constitución del liderazgo revolucionario y a algunas de sus consecuencias básicas, de carácter histórico y sociológico, para el proceso revolucionario.
En forma general, este liderazgo es encarnado por hombres que de una forma u otra participaban de los estratos sociales de los dominadores.
En un momento determinado de su experiencia existencial, bajo ciertas condiciones históricas, éstos renuncian, en un acto de verdadera solidaridad (por lo menos así lo esperamos), a la clase a la cual pertenecen y adhieren a los oprimidos. Dicha adhesión, sea como resultante de un análisis científico de la realidad o no, cuando es verdadera implica un acto de amor y de real compromiso.116 Esta adhesión a los oprimidos implica un caminar hacia ellos. Una comunicación con ellos.
Las masas populares necesitan descubrirse en el liderazgo emergente y éste en las masas. En el momento en que el liderazgo emerge como tal, necesariamente se constituye como contradicción de las élites dominadoras.
Las masas oprimidas, que son también contradicción objetiva de estas élites, “comunican” esta contradicción al liderazgo emergente.
Esto no significa, sin embargo, que las masas hayan alcanzado un grado tal de percepción de su opresión, de la cual puede resultar el reconocerse críticamente en antagonismo con aquéllas.117 Pueden estar en una postura de “adherencia” al opresor, tal como señalamos con anterioridad.
También es posible que, en función de ciertas condiciones históricas objetivas, hayan alcanzado, si no una visualización clara de su opresión, una casi “claridad” de ésta.
Si, en el primer caso, su “adherencia” o casi “adherencia” al opresor no les posibilita localizarlo, repitiendo a Fanon, fuera de ellas, en el segundo, localizándolo, se reconocen, a un nivel crítico, en antagonismo con él.
En un primer momento, “alojado” en ellas el opresor, su ambigüedad las lleva a temer más y más a la libertad. Apelan a explicaciones mágicas o a una falsa visión de Dios —estimulada por los opresores— a quien fatalmente transfieren la responsabilidad de su estado de oprimidos.118 Sin creer en sí mismas, destruidas, desesperanzadas, estas masas difícilmente buscan su liberación, en cuyo acto de rebeldía incluso pueden ver una ruptura desobediente a la voluntad de Dios —una especie de enfrentamiento indebido con el destino. De ahí la necesidad, que tanto subrayamos, de problematizarlas con respecto a los mitos con que las nutre la opresión.
En el segundo caso, vale decir una vez alcanzada la claridad o casi claridad de la opresión, factor que las lleva a localizar el opresor fuera de ellas, aceptan la lucha para superar la contradicción en que están. En este momento superan la distancia mediadora entre las “necesidades de clase” objetivas y la “con-ciencia de clase”.
En la primera hipótesis, el liderazgo revolucionario se transforma, dolorosamente y sin quererlo, en contradicción de las masas.
En la segunda, al emerger el liderazgo, recibe la adhesión casi instantánea y simpática de las masas, que tiende a crecer durante el proceso de la acción revolucionaria.
De ahí que el camino que hace hasta ellas el liderazgo es espontáneamente dialógico. Existe una empatía casi inmediata entre las masas y el liderazgo revolucionario. El compromiso entre ellos se establece en forma casi repentina. Ambas se sienten cohermanadas en la misma representatividad, como contradicción de las elites dominadoras.
En este momento se instaura el diálogo entre ellas y difícilmente puede romperse. Diálogo que continúa con el acceso al poder, el cual las masas realmente saben suyo.
Esto no disminuye en nada el espíritu de lucha, el valor, la capacidad de amor, la valentía del liderazgo revolucionario.
El liderazgo de Fidel Castro y de sus compañeros, llamados en su época “aventureros irresponsables”, un liderazgo eminentemente dialógico, se identificó con las masas sometidas a una brutal violencia, la de la dictadura de Batista.
Con esto no queremos afirmar que esta adhesión se dio fácilmente. Exigió el testimonio valeroso, la valentía de amar al pueblo y de sacrificarse por él.
Exigió el testimonio de la esperanza permanente por reiniciar la tarea después de cada desastre, animados por la victoria que, forjada por ellos con el pueblo, no era sólo de ellos, sino de ellos y del pueblo o de ellos en tanto pueblo.
Fidel polarizó sistemáticamente la adhesión de las masas que, además de la situación objetiva de opresión en que estaban, hablan, de cierta forma, empezado a romper su “adherencia” con el opresor en función de su experiencia histórica.
Su “alejamiento del opresor las estaba llevando a “objetivarlo”, reconociéndose así como su contradicción antagónica. De ahí que Fidel jamás se haya hecho contradicción de ellas. Era de esperarse alguna deserción, o alguna traición como las registradas por Guevara en su Pasajes de la guerra revolucionaria, en el que hace referencia a las múltiples adhesiones del pueblo por la Revolución.
De esta manera, el camino que recorre el liderazgo revolucionario hasta las masas, en función de ciertas condiciones históricas, o se realiza horizontalmente, constituyendo ambas un solo cuerpo contradictorio del opresor o. verificándose triangularmente, lleva el liderazgo revolucionario a “habitar” el vértice del triángulo, contradiciendo también a las masas populares.
Esta condición, como ya hemos señalado, se les impone por el hecho de que las masas no han alcanzado aún la visión crítica o poco menos de la realidad opresora. Sin embargo, el liderazgo revolucionario casi nunca percibe que está siendo contradicción de las masas. Quizá por un mecanismo de defensa se resiste a visualizar dicha percepción que es realmente dolorosa.
No es fácil que el liderazgo, que emerge por un gesto de adhesión a las masas oprimidas, se reconozca como contradicción de éstas.
Esto nos parece un dato importante para analizar ciertas formas de comportamiento del liderazgo revolucionario, que aunque sin ser necesariamente una contradicción antagónica y sin desearlo se constituyen como contradicción de las masas populares.
El liderazgo revolucionario, indudablemente, necesita de la adhesión de las masas populares para llevar a cabo la revolución.
En la hipótesis en que la contradiga, al buscar esta adhesión y sorprender en ellas un cierto alejamiento, una cierta desconfianza, puede confundir esta desconfianza y aquel alejamiento como si fuesen índices de una natural incapacidad de ellas. Reduce, entonces, lo que es un momento histórico de la conciencia popular a una deficiencia intrínseca de las mismas. Y, al necesitar de su adhesión a la lucha, para llevar a cabo la revolución y desconfiar al mismo tiempo de las masas desconfiadas, se deja tentar por los mismos procedimientos que la élite dominadora utiliza para oprimir. Racionalizando su desconfianza, se refiere a la imposibilidad del diálogo con las masas populares antes del acceso al poder, inscribiendo de esta manera su acción en la matriz de la teoría antidialógica. De ahí que muchas veces, al igual que la élite dominadora, intente la conquista de las masas, se transforme en mesiánica, utilice la manipulación y realice la invasión cultural. Por estos caminos, caminos de opresión, el liderazgo o no hace la revolución o, si la hace, ésta no es verdadera.
El papel de liderazgo revolucionario, en cualquier circunstancia y aún más en ésta, radica en estudiar seriamente, en cuanto actúa, las razones de esta o de aquella actitud de desconfianza de las masas y buscar los verdaderos caminos por los cuales pueda llegar a la comunión con ellas. Comunión en el sentido de ayudarlas a que se ayuden en la visualización critica de la realidad opresora que las torna oprimidas.
La conciencia dominada existe, dual, ambigua, con sus temores y desconfianzas.119 En su diario sobre la lucha en Bolivia, el comandante Guevara se refiere, en varias oportunidades, a la falta de participación campesina, afirmando textualmente: “La movilización campesina es inexistente, salvo en las tareas de información que molestan algo, pero no son muy rápidos ni eficientes; los podremos anular”. Y en otro párrafo: “Falta completa de incorporación campesina aunque nos van perdiendo el miedo y se logra la admiración de los campesinos. Es una tarea lenta y paciente”.120 Explicando este miedo y la poca eficiencia de los campesinos, vamos a encontrar en ellos, como conciencias dominadas, al opresor introyectado. “...Son impenetrables como las piedras: cuando se les habla parece que en la profundidad de sus ojos 'se mofaran'.” Es que, por detrás de estos ojos desconfiados, de esta impenetrabilidad de los campesinos, estaban los ojos del opresor, introyectado en ellos.
Las mismas formas y comportamiento de los oprimidos, su manera de “estar siendo” resultante de la opresión y del alojo del opresor, exigen al revolucionario otra teoría de la acción radicalmente diferente de la que ilumina la práctica de la acción cultural que acabamos de analizar.
Lo que distingue al liderazgo revolucionario de la élite dominadora no son sólo los objetivos, sino su modo distinto de actuar. Si actúan en igual forma sus objetivos se identifican.
Por esta razón afirmamos con anterioridad que era paradójico que una élite dominadora problematizara las relaciones hombre-mundo a los oprimidos, como lo es el que el liderazgo revolucionario no lo haga.
Se ven a sí mismos como los promotores del pueblo. Los programas de su acción, como lo indicaría cualquier buen teórico de la acción opresora, entrañan sus finalidades, sus convicciones, sus anhelos.
No se debe escuchar al pueblo para nada, pues éste, “incapaz e inculto, necesita ser educado por ellos para salir de la indolencia provocada por el subdesarrollo”.
Para ellos, la “incultura del pueblo” es tal que les parece un “absurdo” hablar de la necesidad de respetar la “visión del mundo” que esté teniendo. La visión del mundo la tienen sólo los profesionales...
De la misma manera, les parece absurdo que sea indispensable escuchar al pueblo a fin de organizar el contenido programático de la acción educativa.
Para ellos, “la ignorancia absoluta” del pueblo no le permite otra cosa sino recibir sus enseñanzas.
Por otra parte, cuando los invadidos, en cierto momento de su experiencia existencial, empiezan de una forma u otra a rechazar la invasión a la que en otro momento se podrían haber adaptado, los invasores, a fin de justificar su fracaso, hablan de la “inferioridad” de los invadidos, refiriéndose a ellos como “enfermos”, “mal agradecidos” y llamándolos a veces también “mestizos”.
Los bien intencionados, vale decir, aquellos que utilizan la “invasión” no ya como ideología, sino a causa de las deformaciones a que hicimos referencia en páginas anteriores, terminan por descubrir, en sus experiencias, que ciertos fracasos de su acción no se deben a una inferioridad ontológica de los hombres simples del pueblo, sino a la violencia de su acto invasor. De modo general, éste es un momento difícil por el que atraviesan muchos de los que hacen tal descubrimiento.
A pesar de que sienten la necesidad de renunciar a la acción invasora, tienen en tal forma introyectados los patrones de la dominación que esta renuncia pasa a ser una especie de muerte paulatina.
Renunciar al acto invasor significa, en cierta forma, superar la dualidad en que se encuentran como dominados por un lado, como dominadores, por otro.
Significa renunciar a todos los mitos de que se nutre la acción invasora y dar existencia a una acción dialógica. Significa, por esto mismo, dejar de estar sobre o “dentro”, como “extranjeros”, para estar con ellos, como compañeros.
El “miedo a la libertad” se instaura entonces en ellos. Durante el desarrollo de este proceso traumático, su tendencia natural es la de racionalizar el miedo, a través de una serie de mecanismos de evasión.
Este “miedo a la libertad”, en técnicos que ni siquiera alcanzaron a descubrir el carácter de acción invasora, es aún mayor cuando se les habla del sentido deshumanizante de esta acción.
Frecuentemente, en los cursos de capacitación, sobre todo en el momento de descodificación de situaciones concretas realizadas por los participantes, llega un momento en que preguntan irritados al coordinador de la discusión: “¿A dónde nos quiere llevar usted finalmente?” La verdad es que el coordinador no los desea conducir, sino que desea inducir una acción. Ocurre, simplemente, que al problematizarles una situación concreta, ellos empiezan a percibir que al profundizar en el análisis de esta situación tendrán necesariamente que afirmar o descubrir sus mitos.
Descubrir sus mitos y renunciar a ello es, en el momento, un acto “violento” realizado por los sujetos en contra de sí mismos. Afirmarlos, por el contrario, es revelarse. La única salida, como mecanismo de defensa también, radica en transferir al coordinador lo propio de su práctica normal: conducir, conquistar, invadir, como manifestaciones de la teoría antidialógica de la acción.
Esta misma evasión se verifica, aunque en menor escala, entre los hombres del pueblo, en la medida en que la situación concreta de opresión los aplasta y la “asistencialización” los domestica.
Una de las educadoras del “Full Circle”, institución de Nueva York, que realiza un trabajo educativo de efectivo valor, nos relató el siguiente caso: “Al problematizar una situación codificada a uno de los grupos de las áreas pobres de Nuera York sobre una situación concreta que mostraba, en la esquina de una calle —la misma en que se hacía la reunión— una gran cantidad de basura, dijo inmediatamente uno de los participantes: —Veo una calle de África o de América Latina. —¿Y por qué no de Nueva York?, preguntó la educadora.
—Porque, afirmó, somos los Estados Unidos, y aquí no puede existir esto.” Indudablemente, este hombre y algunos de sus compañeros, concordantes con él con su indiscutible “juego de conciencia”, escapaban a una realidad que los ofendía y cuyo reconocimiento incluso los amenazaba.
Al participar, aunque precariamente, de una cultura del éxito y del ascenso personales, reconocerse en una situación objetiva desfavorable, para una conciencia enajenada, equivalía a frenar la propia posibilidad de éxito.
Sea en éste, sea en el caso de los profesionales, la fuerza determinante de la cultura en que se desarrollan los mitos introyectados por los hombres es perfectamente visible. En ambos casos, ésta es la manifestación de la cultura de la clase dominante que obstaculiza la afirmación de los hombres como seres de decisión.
En el fondo, ni los profesionales a que hicimos referencia, ni los participantes de la discusión citada en un barrio pobre de Nueva York están hablando y actuando por sí mismos, como actores del proceso histórico. Ni los unos ni los otros son teóricos o ideólogos de la dominación. Al contrario, son un producto de ella que como tal se transforma a la vez en su causa principal.
Este es uno de los problemas serios que debe enfrentar la revolución en el momento de su acceso al poder. Etapa en la cual, exigiendo de su liderazgo un máximo de sabiduría política, decisión y coraje, exige el equilibrio suficiente para no dejarse caer en posiciones irracionales sectarias.
Es que, indiscutiblemente, los profesionales, con o sin formación universitaria y cualquiera que sea su especialidad, son hombres que estuvieron bajo la “sobredeterminación de una cultura de dominación que los constituyó como seres duales. Podrían, incluso, haber surgido de las clases populares, y la deformación en el fondo sería la misma y quizá peor. Sin embargo estos profesionales son necesarios a la reorganización de la nueva sociedad. Y, dada que un gran número de ellos, aunque marcados por su “miedo a la libertad” y renuentes a adherirse a una acción liberadora, son personas que en gran medida están equivocadas, nos parece que no sólo podrían sino que deberían ser recuperados por la revolución.
Esto exige de la revolución en el poder que, prolongando lo que antes fue la acción cultural dialógica, instaure la “revolución cultural”. De esta manera, el poder revolucionario, concienciado y concienciador, no sólo es un poder sino un nuevo poder; un poder que no es sólo el freno necesario a los que pretenden continuar negando a los hombres, sino también la invitación valerosa a quienes quieran participar en la reconstrucción de la sociedad.
En este sentido, la “revolución cultural” es la continuación necesaria de la acción cultural dialógica que debe ser realizada en el proceso anterior del acceso al poder.
La “revolución cultural” asume a la sociedad en reconstrucción en su totalidad, en los múltiples quehaceres de los hombres, como campo de su acción formadora.
La reconstrucción de la sociedad, que no puede hacerse en forma mecanicista, tiene su instrumento fundamental en la cultura, y culturalmente se rehace a través de la revolución.
Tal como la entendemos, la “revolución cultural” es el esfuerzo máximo de concienciación que es posible desarrollar a través del poder revolucionario, buscando llegar a todos, sin importar las tareas especificas que éste tenga que cumplir.
Por esta razón, este esfuerzo no puede limitarse a una mera formación tecnicista de los técnicos, ni cientificista de los científicos necesarios a la nueva sociedad. Esta no puede distinguirse cualitativamente de la otra de manera repentina, como piensan los mecanicistas en su ingenuidad, a menos que ocurra en forma radicalmente global.
No es posible que la sociedad revolucionaria atribuya a la tecnología las mismas finalidades que le eran atribuidas por la sociedad anterior.
Consecuentemente, varía también la formación que de los hombres se haga.
En este sentido, la formación técnico-científica no es antagónica con la formación humanista de los hombres, desde el momento en que la ciencia y la tecnología, en la sociedad revolucionaria, deben estar al servicio de la liberación permanente, de la humanización del hombre.
Desde este punto de vista, la formación de los hombres, por darse en el tiempo y en el espacio, exige para cualquier quehacer: por un lado, la comprensión de la cultura como supraestructura capaz de mantener en la infraestructura, en proceso de transformación revolucionaria, “supervivencias” del pasado;113 y por otro, el quehacer mismo, como instrumento de transformación de la cultura.
En la medida en que la concienciación, en y por la “revolución cultural”, se va profundizando, en la praxis creadora de la sociedad nueva, los hombres van descubriendo las razones de la permanencia de las “supervivencias” míticas, que en el fondo no son sino las realidades forjadas en la vieja sociedad.
Así podrán, entonces, liberarse más rápidamente de estos espectros, que son siempre un serio problema para toda revolución en la medida en que obstaculizan la construcción de la nueva sociedad.
Por medio de estas “supervivencias”, la sociedad opresora continúa “invadiendo”, invadiendo ahora a la sociedad revolucionaria.
Lo paradójico de esta “invasión” es, sin embargo, que no la realiza la vieja élite dominadora reorganizada para tal efecto, sino que la lucen los hombres que tomaron parte en la revolución.
“Alojando” al opresor, se resisten, como si fueran el opresor mismo, de las medidas básicas que debe tomar el poder revolucionario.
Como seres duales, aceptan también, aunque en función de las supervivencias, el poder que se burocratiza, reprimiéndolos violentamente.
Este poder burocrático y violentamente represivo puede, a su vez, ser explicado a través de lo que Althusser114 denomina “reactivación de los elementos antiguos”, favorecidos ahora por circunstancias especiales, en la nueva sociedad.
Por estas razones, defendemos el proceso revolucionario como una acción cultural dialógica que se prolonga en una “revolución cultural”, conjuntamente con el acceso al poder. Asimismo, defendemos en ambas el esfuerzo serio y profundo de concienciación115 para que finalmente la revolución cultural, al desarrollar la práctica de la confrontación permanente entre el liderazgo y el pueblo, consolide la participación verdaderamente crítica de éste en el poder.
De este modo, en la medida en que ambos —liderazgo y pueblo— se van volviendo críticos, la revolución impide con mayor facilidad el correr riesgos de burocratización que implican nuevas formas de opresión y de “invasión”, que sólo son nuevas imágenes de la dominación.
La invasión cultural, que sirve a la conquista y mantenimiento de la opresión, implica siempre la visión focal de la realidad, la percepción de ésta como algo estático, la superposición de una visión del mundo sobre otra. Implica la “superioridad” del invasor, la “inferioridad” del invadido, la imposición de criterios, la posesión del invadido, el miedo de perderlo.
Aún más, la invasión cultural implica que el punto de decisión de la acción de los invadidos esté fuera de ellos, en los dominadores invasores.
Y, en tanto la decisión no radique en quien debe decidir, sino que esté fuera de él, el primero sólo tiene la ilusión de que decide.
Por esta razón no puede existir el desarrollo socioeconómico en ninguna sociedad dual, refleja, invadida.
Por el contrario, para que exista desarrollo es necesario que se verifique un movimiento de búsqueda, de acción creadora, que tenga su punto de decisión en el ser mismo que lo realiza. Es necesario, además, que este movimiento se dé no sólo en el espacio sino en el tiempo propio del ser, tiempo del cual tenga conciencia.
De ahí que, si bien todo desarrollo es transformación, no toda transformación es desarrollo.
La transformación que se realiza en el “ser en sí” de una semilla que, en condiciones favorables, germina y nace, no es desarrollo. Del mismo modo, la transformación del “ser en sí” de un animal no es desarrollo.
Ambos se transforman determinados por la especie a que pertenecen y en un tiempo que no les pertenece, puesto que es el tiempo de los hombres.
Estos, entre los seres inconclusos, son los únicos que se desarrollan.
Como seres históricos, como “seres para sí”, autobiográficos, su transformación, que es desarrollo, se da en un tiempo que es suyo y nunca se da al margen de él.
Esta es la razón por la cual, sometidos a condiciones concretas de opresión en las que se enajenan, transformados en “seres para otros” del falso “ser para sí” de quien dependen, los hombres tampoco se desarrollan auténticamente. Al prohibírseles el acto de decisión, que se encuentra en el ser dominador, éstos sólo se limitan a seguir sus prescripciones.
Los oprimidos sólo empiezan a desarrollarse cuando, al superar la contradicción en que se encuentran, se transforman en los “seres para sí”.
Si analizamos ahora una sociedad desde la perspectiva del ser, nos parece que ésta sólo puede desarrollarse como sociedad “ser para sí”, como sociedad libre. No es posible el desarrollo de sociedades duales, reflejas, invadidas, dependientes de la sociedad metropolitana, en tanto son sociedades enajenadas cuyo punto de decisión política, económica y cultural se encuentra fuera de ellas: en la sociedad metropolitana. En última instancia, es ésta quien decide los destinos de aquéllas, que sólo se transforman.
Precisamente entendidas como “seres para otro”, como sociedades oprimidas, su transformación interesa a la metrópoli.
Por estas razones, es necesario no confundir desarrollo con modernización. Ésta, que casi siempre se realiza en forma inducida, aunque alcance a ciertos sectores de la población de la “sociedad satélite”, en el fondo sólo interesa a la sociedad metropolitana. La sociedad simplemente modernizada, no desarrollada, continúa dependiente del centro externo, aun cuando asuma, por mera delegación, algunas áreas mínimas de decisión. Esto es lo que ocurre y ocurrirá con cualquier sociedad dependiente, en tanto se mantenga en su calidad de tal.
Estamos convencidos que a fin de comprobar si una sociedad se desarrolla o no debemos ultrapasar los criterios utilizados en el análisis de sus índices de ingreso per cápita que, estadísticamente mecanicistas, no alcanzan siquiera a expresar la verdad. Evitar, asimismo, los que se centran únicamente en el estudio de la renta bruta. Nos parece que el criterio básico, primordial, radica en saber si la sociedad es o no un “ser para sí”, vale decir, libre. Si no lo es, estos criterios indicarán sólo su modernización mas no su desarrollo.
La contradicción principal de las sociedades duales es, realmente, la de sus relaciones de dependencia que se establecen con la sociedad metropolitana. En tanto no superen esta contradicción, no son “seres para sí” y, al no serlo, no se desarrollan.
Superada la contradicción, lo que antes era mera transformación asistencializadora principalmente en beneficio de la metrópoli se vuelve verdadero desarrollo, en beneficio del “ser para sí”.
Por esto, las soluciones meramente reformistas que estas sociedades intentan poner en práctica, llegando algunas de ellas a asustar e incluso aterrorizar a los sectores más reaccionarios de sus élites, no alcanzan a resolver sus contradicciones.
Casi siempre, y quizás siempre, estas soluciones reformistas son inducidas por las mismas metrópolis como una respuesta renovada que les impone el propio proceso histórico con el fin de mantener su hegemonía.
Es como si la metrópoli dijera, y no es necesario decirlo: “Hagamos las reformas, antes que las sociedades dependientes hagan la revolución”.
Para lograrlo, la sociedad metropolitana no tiene otros caminos sino los de la conquista, la manipulación, la invasión económica y cultural (a veces militar) de la sociedad dependiente.
Invasión económica y cultural en que las élites dirigentes de la sociedad dominada son, en gran medida, verdaderas metástasis de las élites dirigentes de la sociedad metropolitana.
Después de este análisis en torno de la teoría de la acción antidialógica, al cual damos un carácter solamente aproximativo, podemos repetir lo que venimos afirmando a través de todo este ensayo: la imposibilidad de que el liderazgo revolucionario utilice los mismos procedimientos antidialógicos utilizados por los opresores para oprimir. Por el contrario, el camino del liderazgo revolucionario debe ser el del diálogo, el de la comunicación, el de la confrontación cuya teoría analizaremos a continuación.
Previamente, discutamos, sin embargo, un punto que nos parece de real importancia para lograr una mayor aclaración de nuestras posiciones.
Queremos hacer referencia al momento de la constitución del liderazgo revolucionario y a algunas de sus consecuencias básicas, de carácter histórico y sociológico, para el proceso revolucionario.
En forma general, este liderazgo es encarnado por hombres que de una forma u otra participaban de los estratos sociales de los dominadores.
En un momento determinado de su experiencia existencial, bajo ciertas condiciones históricas, éstos renuncian, en un acto de verdadera solidaridad (por lo menos así lo esperamos), a la clase a la cual pertenecen y adhieren a los oprimidos. Dicha adhesión, sea como resultante de un análisis científico de la realidad o no, cuando es verdadera implica un acto de amor y de real compromiso.116 Esta adhesión a los oprimidos implica un caminar hacia ellos. Una comunicación con ellos.
Las masas populares necesitan descubrirse en el liderazgo emergente y éste en las masas. En el momento en que el liderazgo emerge como tal, necesariamente se constituye como contradicción de las élites dominadoras.
Las masas oprimidas, que son también contradicción objetiva de estas élites, “comunican” esta contradicción al liderazgo emergente.
Esto no significa, sin embargo, que las masas hayan alcanzado un grado tal de percepción de su opresión, de la cual puede resultar el reconocerse críticamente en antagonismo con aquéllas.117 Pueden estar en una postura de “adherencia” al opresor, tal como señalamos con anterioridad.
También es posible que, en función de ciertas condiciones históricas objetivas, hayan alcanzado, si no una visualización clara de su opresión, una casi “claridad” de ésta.
Si, en el primer caso, su “adherencia” o casi “adherencia” al opresor no les posibilita localizarlo, repitiendo a Fanon, fuera de ellas, en el segundo, localizándolo, se reconocen, a un nivel crítico, en antagonismo con él.
En un primer momento, “alojado” en ellas el opresor, su ambigüedad las lleva a temer más y más a la libertad. Apelan a explicaciones mágicas o a una falsa visión de Dios —estimulada por los opresores— a quien fatalmente transfieren la responsabilidad de su estado de oprimidos.118 Sin creer en sí mismas, destruidas, desesperanzadas, estas masas difícilmente buscan su liberación, en cuyo acto de rebeldía incluso pueden ver una ruptura desobediente a la voluntad de Dios —una especie de enfrentamiento indebido con el destino. De ahí la necesidad, que tanto subrayamos, de problematizarlas con respecto a los mitos con que las nutre la opresión.
En el segundo caso, vale decir una vez alcanzada la claridad o casi claridad de la opresión, factor que las lleva a localizar el opresor fuera de ellas, aceptan la lucha para superar la contradicción en que están. En este momento superan la distancia mediadora entre las “necesidades de clase” objetivas y la “con-ciencia de clase”.
En la primera hipótesis, el liderazgo revolucionario se transforma, dolorosamente y sin quererlo, en contradicción de las masas.
En la segunda, al emerger el liderazgo, recibe la adhesión casi instantánea y simpática de las masas, que tiende a crecer durante el proceso de la acción revolucionaria.
De ahí que el camino que hace hasta ellas el liderazgo es espontáneamente dialógico. Existe una empatía casi inmediata entre las masas y el liderazgo revolucionario. El compromiso entre ellos se establece en forma casi repentina. Ambas se sienten cohermanadas en la misma representatividad, como contradicción de las elites dominadoras.
En este momento se instaura el diálogo entre ellas y difícilmente puede romperse. Diálogo que continúa con el acceso al poder, el cual las masas realmente saben suyo.
Esto no disminuye en nada el espíritu de lucha, el valor, la capacidad de amor, la valentía del liderazgo revolucionario.
El liderazgo de Fidel Castro y de sus compañeros, llamados en su época “aventureros irresponsables”, un liderazgo eminentemente dialógico, se identificó con las masas sometidas a una brutal violencia, la de la dictadura de Batista.
Con esto no queremos afirmar que esta adhesión se dio fácilmente. Exigió el testimonio valeroso, la valentía de amar al pueblo y de sacrificarse por él.
Exigió el testimonio de la esperanza permanente por reiniciar la tarea después de cada desastre, animados por la victoria que, forjada por ellos con el pueblo, no era sólo de ellos, sino de ellos y del pueblo o de ellos en tanto pueblo.
Fidel polarizó sistemáticamente la adhesión de las masas que, además de la situación objetiva de opresión en que estaban, hablan, de cierta forma, empezado a romper su “adherencia” con el opresor en función de su experiencia histórica.
Su “alejamiento del opresor las estaba llevando a “objetivarlo”, reconociéndose así como su contradicción antagónica. De ahí que Fidel jamás se haya hecho contradicción de ellas. Era de esperarse alguna deserción, o alguna traición como las registradas por Guevara en su Pasajes de la guerra revolucionaria, en el que hace referencia a las múltiples adhesiones del pueblo por la Revolución.
De esta manera, el camino que recorre el liderazgo revolucionario hasta las masas, en función de ciertas condiciones históricas, o se realiza horizontalmente, constituyendo ambas un solo cuerpo contradictorio del opresor o. verificándose triangularmente, lleva el liderazgo revolucionario a “habitar” el vértice del triángulo, contradiciendo también a las masas populares.
Esta condición, como ya hemos señalado, se les impone por el hecho de que las masas no han alcanzado aún la visión crítica o poco menos de la realidad opresora. Sin embargo, el liderazgo revolucionario casi nunca percibe que está siendo contradicción de las masas. Quizá por un mecanismo de defensa se resiste a visualizar dicha percepción que es realmente dolorosa.
No es fácil que el liderazgo, que emerge por un gesto de adhesión a las masas oprimidas, se reconozca como contradicción de éstas.
Esto nos parece un dato importante para analizar ciertas formas de comportamiento del liderazgo revolucionario, que aunque sin ser necesariamente una contradicción antagónica y sin desearlo se constituyen como contradicción de las masas populares.
El liderazgo revolucionario, indudablemente, necesita de la adhesión de las masas populares para llevar a cabo la revolución.
En la hipótesis en que la contradiga, al buscar esta adhesión y sorprender en ellas un cierto alejamiento, una cierta desconfianza, puede confundir esta desconfianza y aquel alejamiento como si fuesen índices de una natural incapacidad de ellas. Reduce, entonces, lo que es un momento histórico de la conciencia popular a una deficiencia intrínseca de las mismas. Y, al necesitar de su adhesión a la lucha, para llevar a cabo la revolución y desconfiar al mismo tiempo de las masas desconfiadas, se deja tentar por los mismos procedimientos que la élite dominadora utiliza para oprimir. Racionalizando su desconfianza, se refiere a la imposibilidad del diálogo con las masas populares antes del acceso al poder, inscribiendo de esta manera su acción en la matriz de la teoría antidialógica. De ahí que muchas veces, al igual que la élite dominadora, intente la conquista de las masas, se transforme en mesiánica, utilice la manipulación y realice la invasión cultural. Por estos caminos, caminos de opresión, el liderazgo o no hace la revolución o, si la hace, ésta no es verdadera.
El papel de liderazgo revolucionario, en cualquier circunstancia y aún más en ésta, radica en estudiar seriamente, en cuanto actúa, las razones de esta o de aquella actitud de desconfianza de las masas y buscar los verdaderos caminos por los cuales pueda llegar a la comunión con ellas. Comunión en el sentido de ayudarlas a que se ayuden en la visualización critica de la realidad opresora que las torna oprimidas.
La conciencia dominada existe, dual, ambigua, con sus temores y desconfianzas.119 En su diario sobre la lucha en Bolivia, el comandante Guevara se refiere, en varias oportunidades, a la falta de participación campesina, afirmando textualmente: “La movilización campesina es inexistente, salvo en las tareas de información que molestan algo, pero no son muy rápidos ni eficientes; los podremos anular”. Y en otro párrafo: “Falta completa de incorporación campesina aunque nos van perdiendo el miedo y se logra la admiración de los campesinos. Es una tarea lenta y paciente”.120 Explicando este miedo y la poca eficiencia de los campesinos, vamos a encontrar en ellos, como conciencias dominadas, al opresor introyectado. “...Son impenetrables como las piedras: cuando se les habla parece que en la profundidad de sus ojos 'se mofaran'.” Es que, por detrás de estos ojos desconfiados, de esta impenetrabilidad de los campesinos, estaban los ojos del opresor, introyectado en ellos.
Las mismas formas y comportamiento de los oprimidos, su manera de “estar siendo” resultante de la opresión y del alojo del opresor, exigen al revolucionario otra teoría de la acción radicalmente diferente de la que ilumina la práctica de la acción cultural que acabamos de analizar.
Lo que distingue al liderazgo revolucionario de la élite dominadora no son sólo los objetivos, sino su modo distinto de actuar. Si actúan en igual forma sus objetivos se identifican.
Por esta razón afirmamos con anterioridad que era paradójico que una élite dominadora problematizara las relaciones hombre-mundo a los oprimidos, como lo es el que el liderazgo revolucionario no lo haga.
110 Con este fin, los invasores utilizan, cada vez más, las ciencias sociales, la tecnología, las ciencias naturales. Esto se da porque la invasión, en la medida en que es acción cultural y que su carácter inductor permanece como connotación esencial, no puede prescindir del auxilio de las ciencias y de la tecnología, que permiten una acción eficiente al invasor. Para ello, se hace indispensable el conocimiento del pasado y del presente de los invadidos, por medio del cual puedan determinar las alternativas de su futuro, y así, intentar su conducción en el sentido de sus intereses.
111 El autoritarismo de los padres y de los maestros se revela cada vez más a los jóvenes como algo antagónico a su libertad. Cada vez más, por esto, la juventud se opone a las formas de acción que minimizan su expresividad y obstaculizan su afirmación. Ésta, que es una de la manifestaciones positivas que observamos hoy día, no existe por casualidad. En el fondo. es un síntoma de aquel clima histórico al cual hicimos referencia en el primer capítulo de este ensayo, como característica de nuestra época antropológica. Por esto es que la reacción de la juventud no puede entenderse a menos que se haga en forma interesada, como simple indicador de las divergencias generacionales presentes en todas las épocas. En verdad esto es mas profundo. Lo que la juventud denuncia y condena en su rebelión es el modelo injusto de la sociedad dominadora. Rebelión cuyo carácter es sin embargo muy reciente. Lo autoritario perdura en su fuerza dominadora.
112 Tal vez explique también la antidialogicidad de aquellos que, aunque convencidos de su opción revolucionaria, continúan desconfiando del pueblo, temiendo la comunión con él. De este modo, sin percibirlo, aún mantienen dentro de sí al opresor. La verdad es que temen a la libertad en la medida en que aún alojan en sí al opresor.
113 Véase Louis Althusser, La revolución teórica de Marx, en que dedica todo un capítulo a la “Dialéctica de la sobredeterminación” (“Notas para una investigación”). Siglo XXI, México, 1968.
114 Considerando este proceso, Althusser señala: “Esta reactivación sería propiamente inconcebible en una dialéctico desprovista de sobredeterminación”. Op. cit., p. 116.
115 Concienciación con la cual los hombres a través de una praxis verdadera superan el estado de objetos, come dominados, y asumen el papel de sujetos de la historia.
116 En el capítulo anterior citamos la opinión de Guevara con respecto a este tema. De Camilo Torres, dice Germán Guzmán: “se jugó entero porque lo entregó todo. A cada hora mantuvo con el pueblo una actitud vital de compromiso como sacerdote, como cristiano y como revolucionario”. Germán Guzmán, El padre Camilo Torres, Siglo XXI, México, p. 8.
117 Una cosa son las “necesidades de clase” y otra diferente la “conciencia de clase”.A propósito de “conciencia de. clase”, véase Georg Lukas. Histoire et conscience de classe, Editions du Minuit, Paris, 1960.
118 En conversación con un sacerdote chileno, de alta responsabilidad intelectual y moral, el cual estuvo en Recife en 1966, escuchamos que, “al visitar, con un amigo pernambucano, varias familias residentes en Mocambos, en condiciones de miseria indiscutible, y al preguntarles cómo soportaban vivir en esta forma, escuchaban siempre la misma respuesta: “¿Qué puedo hacer? ¡Si Dios lo quiere así, sólo debo conformarme!”
111 El autoritarismo de los padres y de los maestros se revela cada vez más a los jóvenes como algo antagónico a su libertad. Cada vez más, por esto, la juventud se opone a las formas de acción que minimizan su expresividad y obstaculizan su afirmación. Ésta, que es una de la manifestaciones positivas que observamos hoy día, no existe por casualidad. En el fondo. es un síntoma de aquel clima histórico al cual hicimos referencia en el primer capítulo de este ensayo, como característica de nuestra época antropológica. Por esto es que la reacción de la juventud no puede entenderse a menos que se haga en forma interesada, como simple indicador de las divergencias generacionales presentes en todas las épocas. En verdad esto es mas profundo. Lo que la juventud denuncia y condena en su rebelión es el modelo injusto de la sociedad dominadora. Rebelión cuyo carácter es sin embargo muy reciente. Lo autoritario perdura en su fuerza dominadora.
112 Tal vez explique también la antidialogicidad de aquellos que, aunque convencidos de su opción revolucionaria, continúan desconfiando del pueblo, temiendo la comunión con él. De este modo, sin percibirlo, aún mantienen dentro de sí al opresor. La verdad es que temen a la libertad en la medida en que aún alojan en sí al opresor.
113 Véase Louis Althusser, La revolución teórica de Marx, en que dedica todo un capítulo a la “Dialéctica de la sobredeterminación” (“Notas para una investigación”). Siglo XXI, México, 1968.
114 Considerando este proceso, Althusser señala: “Esta reactivación sería propiamente inconcebible en una dialéctico desprovista de sobredeterminación”. Op. cit., p. 116.
115 Concienciación con la cual los hombres a través de una praxis verdadera superan el estado de objetos, come dominados, y asumen el papel de sujetos de la historia.
116 En el capítulo anterior citamos la opinión de Guevara con respecto a este tema. De Camilo Torres, dice Germán Guzmán: “se jugó entero porque lo entregó todo. A cada hora mantuvo con el pueblo una actitud vital de compromiso como sacerdote, como cristiano y como revolucionario”. Germán Guzmán, El padre Camilo Torres, Siglo XXI, México, p. 8.
117 Una cosa son las “necesidades de clase” y otra diferente la “conciencia de clase”.A propósito de “conciencia de. clase”, véase Georg Lukas. Histoire et conscience de classe, Editions du Minuit, Paris, 1960.
118 En conversación con un sacerdote chileno, de alta responsabilidad intelectual y moral, el cual estuvo en Recife en 1966, escuchamos que, “al visitar, con un amigo pernambucano, varias familias residentes en Mocambos, en condiciones de miseria indiscutible, y al preguntarles cómo soportaban vivir en esta forma, escuchaban siempre la misma respuesta: “¿Qué puedo hacer? ¡Si Dios lo quiere así, sólo debo conformarme!”
119 Importante la lectura de: Erich Fromm, The application of humanist psychoanalysis to Marxist theory, en Socialist humanism, Anchor Books. 1966. Y Reuben Osborn. Marxismo y psicoanálisis, Ediciones Península, Barcelona, 1967.
120 Che Guevara. El diario del Che en Bolivia, Siglo XXI, México, pp. 131 y 152.
120 Che Guevara. El diario del Che en Bolivia, Siglo XXI, México, pp. 131 y 152.
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