Autoras/es: Jesús MARTÍN-BARBERO, Germán REY (*)
Elaboración:María Mercedes Rementería
Elaboración:María Mercedes Rementería
(Fecha original del artículo: 1999)
I. EXPERIENCIA AUDIOVISUAL Y DES-ORDEN CULTURAL
La verdad es que la imagen no es lo único que ha cambiado. Lo que ha cambiado, más exactamente, son las condiciones de circulación entre lo imaginario individual (por ejemplo, los sueños), lo imaginario colectivo (por ejemplo, el mito) y la ficción (literaria o artística). Tal vez sean las maneras de viajar, de mirar, de encontrarse las que han cambiado, lo cual confirma la hipótesis según la cual la relación global de los seres humanos con lo real se modifica por el efecto de representaciones asociadas con las tecnologías, con la globalización y con la aceleración de la historia.
Marc Augé
1. EL «MAL DE OJO» DE LOS INTELECTUALES
En los últimos años la crítica a la televisión se exacerba, desde todos los ángulos, los oficios y las disciplinas. Y no es que falten motivos para la crítica de una televisión que al pluralizarse permanece, sin embargo, demasiado parecida a sí misma. Pero lo que cansa y hasta irrita, porque -como la propia televisión- casi nunca se sale del circuito cerrado de lo obvio, es la exasperación de la queja. Una buena muestra de esa crítica que no pasa de queja, en su mezcolanza de indignación moral con asco estético, es la expuesta por un joven, destacado y progresista escritor colombiano.1
En la televisión se produce y expresa, según él, la última abominación de nuestra civilización, ya que ella es por naturaleza inculta, frívola y hasta imbécil, tanto que «cuanto más vacuo sea un programa, más éxito tendrá». La causa de esa abominación es «su capacidad de absorbernos, casi de hipnotizarnos, evitándonos la pena, la dificultad de tener que pensar». De lo que se concluye: «Apagar, lo que se dice apagar la televisión, eso no lo van a hacer las mayorías jamás». Por lo que se infiere que lo que debe preocuparnos no es el daño que haga a las personas ignorantes (¡los analfabetos algo sacan!) sino el que le hace a la minoría culta, intelectual, estancándola, distrayéndola, robándole sus preciosas energías intelectuales.
En la televisión se produce y expresa, según él, la última abominación de nuestra civilización, ya que ella es por naturaleza inculta, frívola y hasta imbécil, tanto que «cuanto más vacuo sea un programa, más éxito tendrá». La causa de esa abominación es «su capacidad de absorbernos, casi de hipnotizarnos, evitándonos la pena, la dificultad de tener que pensar». De lo que se concluye: «Apagar, lo que se dice apagar la televisión, eso no lo van a hacer las mayorías jamás». Por lo que se infiere que lo que debe preocuparnos no es el daño que haga a las personas ignorantes (¡los analfabetos algo sacan!) sino el que le hace a la minoría culta, intelectual, estancándola, distrayéndola, robándole sus preciosas energías intelectuales.
Si la cultura es menos el paisaje que vemos que la mirada con que lo vemos, uno empieza a sospechar que el alegato habla menos de la televisión que de la mirada radicalmente decepcionada del pensador sobre las pobres gentes de hoy, incapaces de calma, de silencio y soledad, y compulsivamente necesitadas de movimiento, de luz y de bulla, que es lo que nos proporciona la televisión. Sólo que ese nos, que incluye al autor entre esas pobres gentes, tiene mucho de ironía pero también no poco de tramposa retórica.
Porque si la incultura constituye la quintaesencia de la televisión se explica e! desinterés, y en el «mejor» caso el desprecio de los intelectuales por la televisión, pero también queda ahí al descubierto el pertinaz y soterrado carácter elitista que prolonga esa mirada: confundiendo iletrado con inculto, las élites ilustradas desde el siglo XVIII, al mismo tiempo que afirmaban al pueblo en la política lo negaban en la cultura, haciendo de la incultura el rasgo intrínseco que configuraba la identidad de los sectores populares, y el insulto con que tapaban su interesada incapacidad de aceptar que en esos sectores pudiera haber experiencias y matrices de otra cultura.2
El segundo argumento, la fascinación que nos idiotiza, vuelve por el contrario bien pertinente el nos: «Todos quedamos embelesados con ella». Sólo que aquí lo sospechoso es el todos. Dudo mucho que la fascinación sea «el modo de mirar de la generación que nació y se formó con la televisión»3 que se divierte con videojuegos, que ve cine en la televisión, que baila frente a pantallas gigantes de vídeo, y que en ciertos sectores juega, hace las tareas en el computador y narra sus experiencias urbanas en imágenes de vídeo. Fascinación la que produjo el cine, su sala oscura, el asombro del movimiento y los primeros planos sobre las masas populares durante largos años, y la que sigue produciendo en nuestro modo de ver, el de la generación que hemos conservado la devoción por la magia del cine —esa que según Barthes hace del rostro de Greta Garbo «una suerte de estado absoluto de la carne que no se puede alcanzar ni abandonar»— y que frustradamente proyectamos sobre la televisión. Además, ¿cómo reducir a fascinación la relación de las mayorías con la televisión en países en los que la esquizofrenia cultural y la ausencia de espacios de expresión política potencian desproporcionadamente la escena de los medios, y especialmente de la televisión, pues es en ella donde se produce el espectáculo del poder y el simulacro de la democracia, su densa trama de farsa y de rabia, y donde adquieren alguna visibilidad dimensiones claves del vivir y el sentir cotidiano de las gentes que no encuentran cabida ni en el discurso de la escuela ni en el que se autodenomina cultural?
Ahondando en esa cuestión, llevo años preguntándome por qué los intelectuales y las ciencias sociales en América Latina siguen mayoritariamente padeciendo un pertinaz «mal de ojo» que les hace insensibles a los retos culturales que plantean los medios, insensibilidad que se intensifica hacia la televisión. No deja de ser revelador que sea sólo la prensa la que cuente con verdadera historia escrita, ya que ello no obedece únicamente al hecho de que ésta sea el medio más antiguo, sino a ser el medio en que se reconocen culturalmente los que escriben historia. La televisión en cambio no sólo está ausente de la historia escrita —ni aun en los diez volúmenes de la Nueva historia de Colombia hubo un pequeño sitio para otros medios que no fueran la prensa y el cine— sino que es tenazmente mirada desde un discurso maniqueo, incapaz de superar una crítica intelectualmente rentable... justamente porque lo único que propone es apagar el televisor. ¡Hasta los maestros de escuela niegan que ven televisión, creyendo así defender ante los alumnos su hoy menguada autoridad intelectual! Lo que resulta doblemente paradójico en un país tan dividido y desgarrado, tan incomunicado como Colombia, y en el que la televisión se ha convertido en un «lugar» neurálgico donde en alguna forma se da cita y encuentra el país, en escenario de perversos encuentros: mientras las mayorías ven allí condensadas sus frustraciones nacionales por la «tragedia» de su equipo en el mundial de fútbol de Estados Unidos, o su orgulloso reconocimiento por las figuras que, de las gentes de la región y la industria cafetera, dramatizó la telenovela Café, la culta minoría vuelca en ella su impotencia y su necesidad de exorcizar la pesadilla cotidiana, convirtiéndola en chivo expiatorio al que cargarle las cuentas de la violencia, del vacío moral y la degradación cultural. Pero entonces la televisión tiene bastante menos de instrumento de ocio y diversión que de escenario cotidiano de las más secretas perversiones de lo social, y también de la constitución de imaginarios colectivos desde los que las gentes se reconocen y representan lo que tienen derecho a esperar y desear.
Lo hasta aquí expuesto son elementos en búsqueda de una crítica que «explique el mundo social en orden a transformarlo, y no a obtener satisfacción o sacar provecho del acto de su negación informada»4. Lo que trasladado a nuestro terreno significa la necesidad de una crítica capaz de distinguir la indispensable denuncia de la complicidad de la televisión con las manipulaciones del poder y los más sórdidos intereses mercantiles —que secuestran las posibilidades democratizadoras de la información y las posibilidades de creatividad y de enriquecimiento cultural, reforzando prejuicios racistas y machistas y contagiándonos de la banalidad y mediocridad que presenta la inmensa mayoría de la programación— del lugar estratégico que la televisión ocupa en las dinámicas de la cultura cotidiana de las mayorías, en la transformación de las sensibilidades, en los modos de construir imaginarios e identidades. Pues nos encante o nos dé asco, la televisión constituye hoy a la vez el más sofisticado dispositivo de moldeamiento y deformación de la cotidianidad y los gustos de los sectores populares, y una de las mediaciones históricas más expresivas de matrices narrativas, gestuales y escenográficas del mundo cultural popular, entendiendo por éste no las tradiciones específicas de un pueblo sino la hibridación de ciertas formas de enunciación, ciertos saberes narrativos, ciertos géneros novelescos y dramáticos de las culturas de occidente y de las mestizas culturas de nuestros países. Lo que en la voz de uno de los intelectuales españoles más lúcidamente críticos significa dos cosas: que «hemos pasado muchos años, o siglos, defendiendo la idea de que un jornalero tiene el mismo derecho a elegir a su gobierno que un sabio nuclear (con otra moral quizá tiene más) para negarle ahora el derecho a escoger su programa de televisión» y que «el alejamiento de las élites del medio televisivo cierra el círculo y anima a los programadores a ser cada vez más burdos, creyendo así abarcar a más personas».5 Nuestra crítica del rencor de los intelectuales apunta a desmontar ese círculo, que conecta en un solo movimiento la «mala conciencia» de los intelectuales y la «buena conciencia» de los comerciantes de la cultura y a la incomprensión de las ciencias sociales hacia la televisión. Que el conflicto no es de meras interpretaciones lo demuestra la respuesta a esta pregunta, que constituye el fondo del debate aquí enunciado: ¿Qué políticas de televisión caben a partir de una propuesta que, en forma beligerante o vergonzante, lo único que propone es apagarla? Pues lo que esa respuesta implica es que las luchas contra la avasallante lógica mercantil que devora ese medio acelerando la concentración y el monopolio, la defensa de una televisión pública que de manos de los Gobiernos la pase a las de las organizaciones de la sociedad civil, la lucha de las regiones, los municipios y las comunidades por construir las imágenes de su diversidad cultural, resultarían todas ellas por completo irrelevantes. Pues todas esas luchas no tocarían el fondo, la naturaleza perversa de un medio que nos idiotiza, nos evita pensar y nos roba la soledad. ¿Y qué política educativa cabe entonces? Ninguna, pues es la televisión en sí misma, y no algún tipo de programa, la que refleja y refuerza la incultura y estupidez de las mayorías. Con el argumento de que «para ver televisión no se necesita aprender», la escuela —que lo que enseña es a leer— no tendría aquí nada que hacer. Ninguna posibilidad, ni necesidad, de formar una mirada crítica que distinga entre la información independiente y la sumisa al poder económico o político, entre programas que buscan conectar con las contradicciones, los dolores y las esperanzas de nuestros países y los que nos evaden y consuelan, entre baratas copias de lo que impera y trabajos que experimentan con los lenguajes, entre el esteticismo formalista que juega exhibicionistamente con las tecnologías y la investigación estética que incorpora el vídeo y el computador a la construcción de nuestras memorias y la imaginación de nuestros futuros.
[Tomado de: MARTÍN-BARBERO, Jesús y REY, Germán. Los ejercicios del ver: Hegemonía audiovisual y ficción televisiva; (Colección Estudios de Televisión). Editorial Gedisa: Barcelona; 1999, 1ª edición. Pp. 157 (Págs. 15-19)]
Notas
1. H. A. Faciolince, «La telenovela o el bienestar en la incultura», en Número, n.° 9, págs. 63-68, Bogotá, 1996.
2. Sobre la doble «moral» que afirma al pueblo en la política pero lo niega en la cultura, véase J. Martín Barbero, De los medios a las mediaciones, Gustavo Gili, Barcelona, 1987, págs. 14-31.
3. U. Eco, « ¿El público perjudica a la televisión?», en M. de Moragas (comp.), Sociología de la comunicación de masas, vol. II, Gustavo Gili, Barcelona, 1993, pág. 173.
4. J. J. Brunner / G. Sunkel, Conocimiento, sociedad y política, Flacso, Santiago de Chile, 1993, pág. 15.
5. Eduardo Haro Tecglen, «El círculo vicioso», en Babelia, El País, Madrid, 20 de noviembre de 1993.
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