Autoras/es: Máximo Gorki
Un gran pantano, cubierto de abedules y abetos, rodeaba la fábrica casi por entero, como un cinturón infecto. En verano, un vaho amarillento y espeso se desprendía de él, con nubes de mosquitos que sembraban el arrabal de calenturas. El pantano pertenecía a la fábrica; el nuevo director, ansioso de sacarle partido, concibió el proyecto de desecarlo y a la vez extraer la turba. Luego de explicar a los obreros que aquella medida sanearía el lugar y mejoraría las condiciones de vida, dispuso que se descontara de los salarios un kopek por rublo, para la desecación del pantano.
(Fecha original: 1907) La casita gris de los Vlásov llamaba cada vez más la atención del arrabal. En aquella atención había mucho de sospechosa cautela y de animosidad inconsciente, pero surgió también una curiosidad confiada.
A veces llegaba allí alguna persona y, después de mirar prudentemente en derredor, decía a Pável:
- Bueno, hermano, tú que lees libros, conocerás las leyes. Así es que explícame ...
Y le contaba alguna injusticia de la policía o de la administración de la fábrica. En los casos complicados Pável enviaba al visitante a la ciudad, con dos letras para un abogado amigo suyo; pero cuando podía, aclaraba él mismo el asunto.
Poco a poco, fue surgiendo en la gente un sentimiento de respeto hacia aquel joven serio, que hablaba de todo con sencillez y audacia, que miraba y escuchaba todo con atención y ahondaba tenazmente en la maraña de cada caso particular, para encontrar siempre el hilo interminable que unía a las personas entre sí con miles de nudos fuertes.
Creció todavía más Pável ante los ojos de la gente, después de la historia del kopek del pantano.
Un gran pantano, cubierto de abedules y abetos, rodeaba la fábrica casi por entero, como un cinturón infecto. En verano, un vaho amarillento y espeso se desprendía de él, con nubes de mosquitos que sembraban el arrabal de calenturas. El pantano pertenecía a la fábrica; el nuevo director, ansioso de sacarle partido, concibió el proyecto de desecarlo y a la vez extraer la turba. Luego de explicar a los obreros que aquella medida sanearía el lugar y mejoraría las condiciones de vida, dispuso que se descontara de los salarios un kopek por rublo, para la desecación del pantano.
Los obreros se agitaron; les indignó, sobre todo, que el nuevo impuesto no se aplicara a los empleados.
El sábado, cuando fueron fijados carteles anunciando la resolución del director, Pável estaba enfermo y no había ido a trabajar ni sabía nada del asunto. A la mañana siguiente, después de la misa, el fundidor Sisov, viejo de aspecto venerable, y el cerrajero Majotin, hombre de malas pulgas y elevada estatura, vinieron a contarle lo que ocurría.
- Nos hemos reunido, los más viejos -dijo pausadamente Sisov-, para hablar de esta cuestión y, mira, nos han enviado los camaradas a preguntarte, como hombre de luces que eres, si existe alguna ley que permita al director combatir a los mosquitos con nuestros kopeks.
- ¡Figúrate! -añadió Majotin, centelleantes los alargados ojuelos. Hace cuatro años, esos ladrones hicieron una colecta para construir un establecimiento de baños. Recogieron tres mil ochocientos rublos, y seguimos sin baños. ¿Dónde está el dinero?
Pávelles explicó lo injusto del impuesto y el evidente beneficio que la empresa reportaría a la fábrica. Los dos viejos se marcharon con el ceño fruncido. Después de acompañarles hasta la puerta, la madre dijo sonriendo:
- Ya ves, Pasha, hasta los viejos acuden a ti, en busca de consejo.
Sin contestar, preocupado, sentóse Pável a la mesa y empezó a escribir algo. Al cabo de unos minutos, dijo a la madre:
- Te ruego que vayas a la ciudad y entregues esta nota ...
- ¿Es peligrosa? -inquirió.
- Sí. Allí nos están imprimiendo el periódico. Es necesario que la historia del kopek salga en el número ...
- Bueno, bueno -contestó ella-. Ahora mismo ...
Era el primer encargo que le daba su hijo. Sentíase feliz de que le hubiera dicho con franqueza de qué se trataba.
- ¡Esto lo comprendo, Pasha! -decía poniéndose el abrigo-. Esto es un verdadero robo. ¿Cómo has dicho que se llama ese hombre, Egor Ivánovich?
Volvió de noche, ya tarde; cansada, pero satisfecha.
- ¡He visto a Sáshenka! -díjole al hijo-. Te envía recuerdos. ¡Qué llanote es el tal Egor Ivánovich! ¡Y qué bromista! Cuando habla, hace reír.
- Me alegro de que te gusten -dijo Pável en voz baja.
- ¡Qué gente tan sencilla, hijo! ¡Es tan agradable cuando se da con gente sencilla! Y todos te respetan ...
El lunes, tampoco pudo Pável ir a la fábrica, a causa de un dolor de cabeza. Pero a la hora de comer se presentó corriendo Fedia Masin, agitado y contento; jadeando de cansancio, le comunicó:
- ¡La fábrica entera está sublevada! ¡Vamos! Me han mandado a buscarte. Sisov y Majotin dicen que tú puedes explicar las cosas mejor que nadie. ¡Si vieras lo que está ocurriendo allí!
Pável empezó a ponerse el abrigo, sin decir palabra.
- Las mujeres han acudido, ¡y cómo chillan!
- ¡Yo también voy! -declaró la madre-. ¿Qué hacen allí? ¡Yo también voy!
- Pues ve -dijo Pável.
Iban por la calle deprisa y en silencio. La madre, jadeante de emoción, presentía que se aproximaba algo grave. A las puertas de la fábrica agolpábase una multitud de mujeres, vociferando denuestos.
Cuando los tres lograron introducirse en el patio, cayeron al instante entre una muchedumbre negra, compacta, que rumoreaba indignada. La madre notó que todas las cabezas estaban vueltas hacia un lado, en dirección al muro de las fraguas donde, encima de un montón de chatarra, sobre un fondo de rojos ladrillos, estaban encaramados, agitando las manos, Sisov, Majotin, Viálov y unos cinco obreros más, de edad madura, influyentes.
- ¡Ahí viene Vlásov! -gritó alguien.
- ¿Vlásov? Que venga aquí ...
- ¡Silencio! -gritaron a un tiempo en varios lugares.
En algún sitio, cerca de la madre, resonó la voz inalterable de Ribin:
- No es el kopek lo que debemos defender, sino la justicia. ¡Eso es! Lo valioso para nosotros no es nuestro kopek, que no es más redondo que los de otros, pero sí pesa más porque en él hay más sangre humana que en un rublo del director. ¡Eso es! No es el kopek lo valioso, sino la sangre, la verdad. ¡Eso es!
Sus palabras iban cayendo sobre la multitud y arrancaban ardientes exclamaciones.
- ¡Cierto, Ribin!
- ¡Bien dicho, fogonero!
- ¡Ahí está Vlásov!
Se fundieron las voces en un torbellino ruidoso que ahogaba el pesado estruendo de las máquinas, el fatigoso aliento del vapor, el leve susurro de los alambres. De todas partes acudía la gente presurosa, agitando las manos, enardeciéndose unos a otros con palabras fogosas y punzantes. La irritación, que, siempre adormecida, se ocultaba en los pechos fatigados, habíase despertado, exigía salida, alzaba triunfante el vuelo, extendiendo cada vez más ampliamente sus negras alas, abarcando cada vez con mayor fuerza a los hombres, arrastrándolos en pos de ella, golpeando a unos contra otros, transformándose en inflamada cólera. Sobre la multitud se cernía una nube de polvo y hollín; los rostros, cubiertos de sudor, echaban fuego, y la piel de las mejillas lloraba lágrimas negras. En los rostros oscuros centelleaban los ojos y brillaban los dientes.
En el sitio donde se encontraban Sisov y Majotin, apareció Pável, y resonó potente su grito:
- ¡Camaradas!
Vio la madre que el rostro del hijo estaba pálido y sus labios temblaban; involuntariamente, empezó a avanzar, abriéndose paso entre el gentío. Decíanle con acritud:
- ¿Dónde te quieres meter?
La empujaban. Pero esto no la detuvo; apartando a la gente con los hombros y los codos, se iba acercando con lentitud, cada vez más, al hijo, impulsada por el deseo de colocarse a su lado. y Pável, al lanzar de su pecho la palabra en que estaba habituado a poner un sentido profundo e importante, sintió que el espasmo de la alegría de la lucha le apretaba la garganta, y acometióle el deseo de lanzar a las gentes su corazón abrasado por el fuego del ensueño sobre la verdad.
- ¡Camaradas! -repitió extrayendo de esta palabra energía y entusiasmo-. Nosotros somos los que construimos las iglesias y las fábricas, los que forjamos el dinero y las cadenas, somos la fuerza vital que nutre y alegra a todos, desde la cuna hasta el sepulcro ...
- ¡Eso es! -gritó Ribin.
- Siempre y en todas partes, somos los primeros en el trabajo y los últimos en la vida. ¿Quién se preocupa de nosotros? ¿Quién desea nuestro bien? ¿Quién nos considera como hombres? ¡Nadie!
- ¡Nadie! -repitió, como un eco, una voz.
Pável, ya dueño de sí, empezó a hablar con mayor sencillez y calma.
La multitud avanzaba lentamente hacia él, formando un solo cuerpo sombrío, de mil cabezas. Miraba al rostro del joven con centenares de ojos atentos, absorbía sus palabras ...
- No lograremos mejorar nuestra suerte mientras no nos sintamos camaradas, mientras no nos sintamos una familia de amigos estrechamente unidos por un mismo deseo, el deseo de luchar por nuestros derechos.
- ¡Al grano, al grano! -exclamó una voz ruda, al lado de la madre.
- ¡No interrumpas! -exigieron, sin alzar el grito, dos voces desde lugares diferentes.
Los rostros ennegrecidos se contraían, ceñudos e incrédulos; decenas de ojos, serios y pensativos, miraban al rostro de Pável.
- ¡Es un socialista, pero no es tonto! -observó alguien.
- ¡Con qué audacia habla! -dijo un obrero alto y tuerto, empujando en el hombro a la madre.
- ¡Ya es hora de comprender, camaradas, que nadie, a excepción de nosotros mismos, nos ayudará! Uno para todos, todos para uno, ¡tal es nuestra ley, si queremos vencer al enemigo!
- ¡Dice verdad, muchachos! -exclamó Majotin. Y con amplio ademán, tremoló en el aire el puño crispado.
- ¡Hay que llamar al director! -continuó Pável.
Fue como si un huracán se hubiese desatado sobre la multitud.
Balanceóse el gentío, y decenas de voces gritaron a la vez:
- ¡Que venga el director!
- ¡Que vaya una delegación a buscarle!
La madre abrióse paso hacia adelante y miró al hijo de abajo arriba, henchida de orgullo. Pável estaba en medio de los viejos trabajadores más respetados y todos le escuchaban y estaban de acuerdo con él. Le gustaba que hablara sin enfadarse, ni soltar palabrotas, como otros hacían.
Como el granizo sobre el hierro, llovían los denuestos, los gritos entrecortados, las palabras airadas ...
Pável miraba desde arriba a la multitud y, con los ojos muy abiertos, parecía buscar algo entre ella.
- ¡Delegados!
- Sisov!
- ¡Vlásov!
- ¡Ribin! ¡Ése tiene unos buenos colmillos!
De repente, entre la multitud se oyeron exclamaciones en voz baja:
- ¡Ya viene él mismo!
- ¡El director!
El gentío se abría para dar paso a un hombre alto, de puntiaguda barbita y cara alargada.
- ¡Permítanme! -decía, apartando de su camino a los obreros con un breve ademán, pero sin llegar a tocarlos. Tenía los ojos entornados y, con mirada de experto dominador de hombres, escudriñaba atentamente las caras de los obreros. Éstos se quitaban el gorro e inclinábanse ante él. Sin contestar a los saludos iba sembrando entre la multitud silencio, confusión, turbadas sonrisas y exclamaciones en voz baja, en las que se percibía ya el arrepentimiento del niño que ha hecho una travesura. Pasó frente a la madre, le lanzó al rostro una ojeada severa y se detuvo ante el montón de chatarra. Alguien le tendió una mano desde arriba; sin tomarla, de un vigoroso impulso de su cuerpo, subió con facilidad, situóse delante de Pável y Sisov, y preguntó:
- ¿Qué significa esta turbamulta? ¿Por qué habéis abandonado el trabajo?
Hubo un silencio de unos segundos. Las cabezas de los obreros se balanceaban como espigas.
Sisov agitó el gorro en el aire, volvióse de medio lado y agachó la cabeza.
- ¡Yo os pregunto! -gritó el director.
Pável se plantó junto a él y dijo en voz alta, señalando a Sisov y Ribin:
- A nosotros tres nos han encargado los camaradas que exijamos la revocación de la orden sobre el descuento del kopek.
- ¿Por qué? -preguntó el director, sin mirar a Pável.
- ¡Consideramos injusto el impuesto! -repuso éste con fuerte voz.
- De modo que en mi proyecto de desecar el pantano no veis más que el deseo de explotar a los trabajadores y no la preocupación de mejorar su existencia. ¿Verdad?
- ¡Sí! -contestó Pável.
- ¿Y usted también? -preguntó el director a Ribin.
- Todos pensamos lo mismo -replicó éste.
- ¿Y usted, buen hombre? -preguntó el director, volviéndose a Sisov.
- Sí, yo también le ruego que nos deje el kopek. Y de nuevo bajó la cabeza, sonriéndose con aire de culpa.
El director paseó lentamente su mirada por la multitud y se encogió de hombros. Después sus ojos se posaron escrutadores en Pável, y le dijo:
- Usted parece un hombre bastante inteligente. ¿Será posible que no comprenda la utilidad de esta medida?
Pável respondió fuerte:
- Si la fábrica deseca el pantano por su cuenta, ¡todos lo comprenderán!
- ¡La fábrica no se ocupa de obras filantrópicas! -replicó el director-. ¡Os ordeno a todos que volváis inmediatamente al trabajo!
Y empezó a bajar, tanteando la chatarra con el pie, sin mirar a nadie. Por la multitud se expandió un rumor de descontento.
- ¿Qué pasa? -preguntó el director deteniéndose.
Callaron todos; sólo una voz replicó a lo lejos:
- Trabaja tu.
- Si dentro de quince minutos no reanudan el trabajo, ¡ordenaré que se les imponga a todos una multa! -declaró el director con sequedad, recalcando las palabras.
Y prosiguió su camino por entre la muchedumbre; pero ya, tras él, se iba alzando un sordo murmullo, y cuanto más se alejaba su figura, tanto más se elevaban los gritos.
- ¡Anda, prueba a entenderte con un tío así...!
- ¡Éstos son nuestros derechos! ¡Perra suerte...!
Dirigiéndose a Pável, le gritaban:
- ¡Eh, tú, leguleyo! Y ahora ¿qué hay que hacer?
- Hablabas y hablabas, y en cuanto se presentó él, ¡todo se lo llevó el viento!
- Bueno, Vlásov, ¿qué hacemos?
Cuando los gritos se hicieron más insistentes, Pável declaró:
- Camaradas, yo os propongo abandonar el trabajo hasta que él no renuncie a lo del kopek.
Saltaron irritadas las palabras.
- ¡Nos tomas por imbéciles!
- ¿La huelga?
- ¿Y por un kopek?
- ¿Y qué? Pues sí, ¡incluso la huelga!
- Nos echarán a todos a la calle ...
- ¿Y quién va a trabajar?
- ¡Ya encontrarán!
- ¿A los Judas?
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