Sacha Baron Cohen,protagonista del film ”El dictador” (The Dictator) |
Autoras/es: Máximo Gorki
- ¿Tuviste miedo, Fedia? -preguntó la madre.
Palideció él, se demudó su rostro y tembláronle las aletas de la nariz.
- Tuve miedo de que el oficial me pegara. Gastaba barba negra, era grueso, con dedos peludos, y en la nariz llevaba unas gafas negras; parecía como si no tuviera ojos. Gritó y pateó. ¡Te vas a pudrir en la cárcel!, me dijo. Y a mí jamás me han pegado ni mi padre ni mi madre, porque era hijo único y me querían.
(Fecha original: 1907) Palideció él, se demudó su rostro y tembláronle las aletas de la nariz.
- Tuve miedo de que el oficial me pegara. Gastaba barba negra, era grueso, con dedos peludos, y en la nariz llevaba unas gafas negras; parecía como si no tuviera ojos. Gritó y pateó. ¡Te vas a pudrir en la cárcel!, me dijo. Y a mí jamás me han pegado ni mi padre ni mi madre, porque era hijo único y me querían.
Al día siguiente se supo que habían arrestado a Bukin, Samóilov, Sómov y cinco personas más. Por la noche vino corriendo Fedia Masin; también le habían hecho un registro y, satisfecho de ello, se sentía héroe.
- ¿Tuviste miedo, Fedia? -preguntó la madre.
Palideció él, se demudó su rostro y tembláronle las aletas de la nariz.
- Tuve miedo de que el oficial me pegara. Gastaba barba negra, era grueso, con dedos peludos, y en la nariz llevaba unas gafas negras; parecía como si no tuviera ojos. Gritó y pateó. ¡Te vas a pudrir en la cárcel!, me dijo. Y a mí jamás me han pegado ni mi padre ni mi madre, porque era hijo único y me querían.
Cerró un instante los ojos y apretó los labios; de un rápido ademán, echó se atrás el cabello con ambas manos, y mirando a Pável con enrojecidos ojos, dijo:
- Si alguien me pega alguna vez, me clavo en él como un cuchillo y le desgarro con los dientes. ¡Mejor será que me deje en el sitio de un golpe!
- ¡Tan fino y delgaducho como eres...! -exclamó la madre-. ¿Cómo vas a pelear tú?
- Pues pelearé -contestó Fedia en voz baja.
Cuando se hubo marchado, dijo la madre a Pável:
- ¡A éste le destrozarán antes que a los demás...!
Pável guardó silencio.
Al cabo de unos minutos, abrióse lentamente la puerta de la cocina y entró Ribin.
- ¡Buenas noches! -saludó sonriendo-. Aquí estoy otra vez. Anoche me obligaron a venir, y hoy vengo yo por mi gusto.
Estrechó con fuerza la mano de Pável, agarró a la madre por el hombro y preguntó:
- ¿Me darás té?
Pável miró en silencio el ancho rostro atezado de su huésped, su barba negra, cerrada, y sus ojos oscuros. En su mirar tranquilo, brillaba algo singular.
La madre entró en la cocina a encender el samovar. Sentóse Ribin, se atusó la barba y, acodándose sobre la mesa, envolvió a Pável en una oscura mirada.
- Así, pues ... -dijo como si continuase una conversación interrumpida-, tengo que hablar contigo sin rodeos. Vengo observándote desde hace tiempo. Somos casi vecinos; veo que acude a tu casa mucha gente, y que nadie se emborracha ni mete barullo. Esto es lo primero. Si la gente no arma escándalo, inmediatamente se hace notar. ¿Cómo es eso? Verás. Yo mismo llamo la atención de la gente porque vivo apartado.
Sus palabras fluían pesadas, pero libremente; se acariciaba la barba con su negra mano y miraba con fijeza al rostro de Pável.
- Se habla de ti. Mis caseros te llaman hereje, porque no vas a la iglesia. Yo tampoco voy. Y luego, han aparecido esas hojitas. ¿Idea tuya, verdad?
- Sí -contestó Pável.
- ¡Vaya! -exclamó alarmada la madre, asomándose desde la cocina-. ¡No fuiste tú solo!
Pável sonrió. Ribin, también.
- ¡Así es! -dijo.
La madre aspiró ruidosamente aire, con la nariz, y metióse en la cocina, un poco ofendida de que no hiciesen caso de sus palabras.
- ¡Buena idea la de las hojas...! Inquietan a la gente ... ¿Diez y nueve han sido?
- Sí -respondió Pável.
- Entonces las he leído todas. Hay en ellas cosas incomprensibles y cosas superfluas; pero cuando un hombre habla mucho, tiene que decir también algunas palabras de más.
Ribin sonrió; tenía los dientes blancos y fuertes.
- Después, el registro. Esto ha sido lo que más me ha predispuesto en vuestro favor. Y tú, y el jojol, y Nikolái, todos os habéis mostrado ...
No encontró la palabra adecuada y guardó silencio, vueltos los ojos hacia la ventana, tamborileando con los dedos en la mesa.
- Habéis dejado ver vuestra decisión. Era como si dijerais: Haga, usía, el trabajo que le corresponda, que ya haremos nosotros el nuestro. El jojol es también un buen muchacho. A veces, oyéndole hablar en la fábrica, he pensado: A éste no podrán doblegarle; sólo le vencerá la muerte. ¡Es un hombre de fibra! ¿Tú a mí me crees, Pável?
- ¡Le creo! -contestó éste, asintiendo con la cabeza.
- Mírame; tengo cuarenta años, el doble que tú, y he visto veinte veces más que tú. Fui soldado más de tres años; me he casado dos veces; la primera mujer se me murió, la otra la dejé yo. He estado en el Cáucaso, conozco a la secta de los dujobortsi. ¡No han sabido vencer a la vida, hermano!
La madre escuchaba con avidez aquellas recias palabras; le era grato ver que un hombre ya entrado en años acudía a su hijo y hablaba con él, como confesándose; pero le parecía que Pável trataba al huésped con excesiva sequedad y, para contrarrestar este mal efecto, preguntó a Ribin:
- ¿Quieres comer algo, Mijaíl Ivánovich?
- ¡Gracias, madre! Ya he cenado. Así pues, Pável, ¿tú crees que la vida no marcha como es debido?
Pável se levantó y empezó a dar paseos por la habitación, con las manos a la espalda.
- ¡Marcha como es debido! -dijo-. Ella es la que le ha traído a mí ahora con el alma abierta. A los que trabajamos durante toda la vida nos va uniendo poco a poco. ¡Llegará un tiempo en que nos una a todos! Está organizada de un modo injusto, duro para nosotros, pero ella misma nos abre los ojos y nos descubre su amargo sentido, ella es la que enseña al hombre cómo acelerar su marcha.
- ¡Cierto! -le interrumpió Ribin-. Al hombre hay que renovarle. Si coge la sarna, le llevas al baño, le lavas bien, le pones ropa limpia, ¡y se cura! ¿No es cierto? Pero, ¿cómo se puede limpiar al hombre por dentro? ¡Eso es!
Pável empezó a hablar con ardor y brusquedad de los jefes, de la fábrica, de cómo los obreros en el extranjero defendían sus derechos.
Ribin, de cuando en cuando, golpeaba la mesa con un dedo, como para poner punto. Algunas veces exclamaba:
- ¡Así es!
Y una vez, se echó a reír y dijo en voz baja:
- ¡Ay, todavía eres joven! ¡Conoces poco a la gente!Pável se detuvo ante él y replicó con seriedad:
- No hablemos de juventud ni de vejez; mejor será que veamos qué pensamiento es más acertado.
- De modo que, según tu opinión, ¿nos han engañado hasta con Dios? Eso es. Yo también pienso que nuestra religión es falsa.
En aquel momento, terció la madre. Cuando el hijo hablaba de Dios o de todo cuanto ella relacionaba con su fe en él, de lo que le era entrañable y sagrado, buscaba siempre su mirada; hubiera querido pedirle en silencio que no desgarrara su corazón con palabras de incredulidad, tajantes y agudas. Pero en la incredulidad de él, ella percibía fe, y esto la tranquilizaba.
¿Cómo voy a entender yo su pensamiento?, se decía.
Se figuraba que a Ribin, hombre de edad madura, también le sería poco grato, y hasta ofensivo, oír las palabras de Pável. Pero cuando Ribin preguntó al hijo, con su voz tranquila, ella no pudo contenerse y, concisa, pero obstinada, dijo:
- En lo que a Dios se refiere, ¡ sed más prudentes! ¡ Vosotros haced lo que queráis! -y después de haber tomado aliento, con fuerza aún mayor, prosiguió:
- Pero si a mí, que soy una vieja, me quitáis a mi Dios, ¡no tendré dónde apoyarme en mis penas!
Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Iba fregando los cacharros y sus dedos temblaban.
- No nos ha entendido usted, madre -dijo quedo, cariñosamente, Pável.
- ¡Perdona, madre! -añadió Ribin con voz lenta y pastosa, y sonriendo, miró a Pável-. Se me había olvidado que eres ya demasiado vieja para que te corten las verrugas ...
- Yo no hablaba del Dios bueno y misericordioso en quien usted cree -continuó Pável-, sino de aquél con quien los popes nos amenazan, como con un palo, y en cuyo nombre tratan de forzar a todas las gentes para que se sometan a la mala voluntad de unos cuantos.
- ¡Eso, eso mismo! -exclamó Ribin, golpeando con los dedos en la mesa-. Nos han cambiado hasta al mismo Dios. ¡Todo lo que tienen en sus manos lo dirigen contra nosotros! Recuerda, madre, que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; luego él es parecido al hombre, ¡si el hombre se le parece...! Pero nosotros ya no nos parecemos a Dios, sino a las fieras salvajes. En la iglesia, en su lugar, nos enseñan un espantajo ... ¡Hay que transformar a Dios, madre, hay que purificarlo! ¡Le han revestido de mentira y calumnia, le han desfigurado el rostro para matarnos el alma!
Hablaba en voz baja, pero cada una de sus palabras caía sobre la cabeza de la madre como un mazazo duro y ensordecedor. Su cara fúnebre, con el marco negro de la barba espesa, le asustaba. El oscuro brillo de sus ojos le era insoportable; despertaba un miedo angustioso en su corazón.
- ¡No, prefiero marcharme! -dijo ella, denegando con la cabeza. Escuchar esto, ¡es superior a mis fuerzas!
Y se fue deprisa a la cocina, acompañada por las palabras de Ribin:
- ¡Ya lo estás viendo, Pável! ¡El comienzo no está en la cabeza, sino en el corazón! El corazón es un lugar del alma humana en que no brota más que ...
- ¡Sólo la razón liberará al hombre! -dijo Pável con firmeza.
- ¡La razón no da fuerza! -replicó Ribin en voz alta y obstinada. ¡El corazón es el que da fuerza y no la cabeza! ¡Eso es!
La madre se desnudó y acostóse, sin rezar sus oraciones. Sentía frío y malestar. Ribin, que al principio le había parecido tan sensato e inteligente, suscitaba ahora en ella un sentimiento de hostilidad.
¡Hereje! ¡Cizañero! -pensaba, escuchando su voz-. ¡Qué necesidad tenía de haber venido!.
Y Ribin continuaba, tranquilo y seguro:
- Un lugar sagrado no debe quedar vacío. Allí donde Dios vive, hay un sitio dolorido. Si se cae del alma, en ella se formará una llaga, ¡eso es! Hay que inventar una fe nueva, Pável ... ¡hay que crear un Dios amigo de los hombres!
- ¡Ya hubo un Cristo! -exclamó Pável.
- Cristo no tenía firme el ánimo. Aparta de mí este cáliz, dijo. Y reconoció al César. ¡Dios no puede reconocer autoridad humana que reine sobre los hombres, porque él es todo poder! No divide el alma en parte divina y parte humana. Pero Cristo reconoció el comercio y el matrimonio y condenó injustamente a la hoguera. ¿Acaso tenía ella la culpa de su esterilidad? Tampoco es culpable el alma, si no da buen fruto. ¿Sembré yo el mal que hay en ella? ¡Eso es!
Las dos voces resonaban en el cuarto, sin interrupción, entrelazándose y combatiendo en animado juego. Pável iba y venía; el piso de madera crujía bajo sus pies. Cuando hablaba, todos los sonidos eran ahogados por sus palabras; cuando Ribin replicaba, pausado y tranquilo, oíase el tictac del péndulo del reloj y el seco crujir del hielo que rozaba con sus afiladas uñas las paredes de la casa.
- Voy a hablarte a mi manera; como fogonero que soy, Dios se parece al fuego. ¡Así es! Vive en el corazón. Se ha dicho que Dios es el verbo, y el verbo es el espíritu.
- ¡La razón! -repuso, obstinado, Pável.
- ¡Así es! Luego Dios está en el corazón y en la razón, y no en las iglesias. La iglesia es la tumba de Dios ...
La madre quedóse dormida y no oyó salir a Ribin.
Pero éste empezó a venir con frecuencia; si estaba con Pável alguno de los camaradas, se sentaba en un rincón y guardaba silencio; de cuando en cuando decía:
- ¡Eso es! ¡Así es!
Mas, un día, echando a todos una torva mirada desde el rincón dijo sombrío:
- Hay que hablar de lo que es; lo que ha de ser, no lo sabemos. Cuando el pueblo se libere, ya vera él qué es lo mejor. Le han metido en la cabeza demasiadas cosas que no deseaba en absoluto, ¡basta ya! Que razone por su cuenta. Puede que quiera rechazarlo todo, toda la vida y todas las ciencias, puede que vea que todo está dirigido contra él, como, por ejemplo, el Dios de la iglesia. Ponedle todos los libros en la mano y que conteste él mismo. ¡Eso es!
Pero cuando Pável estaba solo, entablaban al instante una discusión interminable, aunque tranquila. La madre los escuchaba inquieta, siguiéndoles con la mirada, tratando de comprender qué era lo que decían. A veces, parecíale que aquel hombre de anchas espaldas y barba negra, y su hijo, esbelto y vigoroso, estaban ciegos. Se lanzaban de un lado para otro, en busca de salida; agarrábanse a todo, con manos fuertes, pero ciegas; lo removían todo, cambiándolo de sitio; dejaban caer cosas al suelo para pisotearlas en seguida. Tropezaban con todo, lo palpaban y rechazábanlo sin perder la esperanza ni la fe ...
La tenían acostumbrada a oír palabras terribles por su sencillez y audacia, pero ya no le oprimían con la misma fuerza que la primera vez; había aprendido a rechazarlas. Y a veces, tras las palabras que negaban a Dios, sentía una fuerte fe en él. Entonces sonreía quedamente, con una sonrisa que todo lo perdonaba, y aunque Ribin no le era grato, ya no sentía animosidad contra él.
Una vez por semana iba la madre a la cárcel a llevar ropa y libros al jojol; un día, le concedieron autorización para verle, y cuando hubo regresado, refIrió con ternura:
- Sigue lo mismo que en casa. Cariñoso con todos, y todos bromean con él. Le es duro aquello, difícil, pero no quiere hacerlo notar ...
- ¡Así debe ser! -replicó Ribin-. Todos vamos envueltos en pena, como en una segunda piel ... Respiramos pena y nos revestimos de pena. Pero no hay que alardear de ello. No todos tienen los ojos tapados, hay quienes se complacen en cerrarlos. ¡Eso es! ¡Y si eres imbécil, aguántate!
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