Autoras/es: Revista Amartillazos
(Fecha original del artículo: Octubre 2012)
Editorial
Retrato de una dama
(Crisis y fragmentación en la izquierda argentina post 2001)
Del esquizo al revolucionario tan sólo hay la diferencia entre el que huye y el saber hacer huir lo que huye...
G. Deleuze y F. Guattari, El Anti–Edipo
La impaciencia revolucionaria ha reflejado siempre por parte del militante un conocimiento insuficiente del sistema que combate. Esta insuficiencia conduce a la elaboración de estrategias y tácticas proyectadas sobre la evolución de factores objetivos de los que no se conoce ni el sentido ni las leyes.
P. Salama/J. Valier, Una introducción a la economía política
0. Fotogramas y virtualidades
Nuestros anteriores editoriales se caracterizaron por llevar a nuestros lectores hacia un engaño fatal: recomendar películas como si en ellas estuviera presente un tratado de filosofía, estética y política. Todo al mismo tiempo. Si el lector se tomó el trabajo de ver aquellas películas, habrá notado que lo que había en ellas era, más que un film genial, una operación de lectura en la que nosotros tejíamos un improbable anudamiento para cifrar un problema que nos asediaba filosófica y políticamente. Por esta razón, en este número decidimos cambiar la película, a la cual cualquiera puede acceder teniendo un reproductor y dos horas de tiempo, por una novela de unas quinientas páginas con la esperanza de desalentar definitivamente al lector de cotejar nuestra arriesgada interpretación con el bodoque novelesco. Cambio que, por cierto, si bien no nos exime de aquel engaño, sí, por lo menos, nos augura una feliz impunidad.
1. Crisis de identidad
La diferencia entre estas dos formas de conocer y conocernos nos sirve para pensar un fenómeno recurrente al interior de la izquierda que se ha intensificado desde el 2001 en nuestro país. La crisis económica y política que se actualizó en aquellos años cristalizó también en una cierta crisis identitaria por parte de la militancia anticapitalista en Argentina. La emergencia de activaciones que se pensaban a sí mismas a distancia del obrerismo clásico de la izquierda partidaria, provocó toda una nueva gama de problematizaciones acerca del sujeto de la transformación social.
2. ¿Número partido?
Líneas arriba hemos esbozado una breve autocrítica que no hace más que dar cuenta de la inmanencia del devenir de la revista Amartillazos en los procesos sociales en general y en los procesos de la izquierda anticapitalista en particular. Inmanencia en lo general y en lo particular que traman la singularidad de nuestro derrotero.
3. La decisión de los problemas
En nuestro anterior editorial desplegamos un mapa político de la coyuntura universitaria y otro de la coyuntura nacional. Y el editorial publicado nos permitió trabajar sus limitaciones, tanto en las presentaciones públicas como en nuestras reuniones de revista. En estas instancias notamos que Amartillazos, como sujeto de una enunciación colectiva, parecía sustraerse de las taxonomías desplegadas. Podría ser que tal resultado se debiera al hecho de que damos por supuesto que varias de nosotras militamos (y no lo hacemos en ninguno de los casilleros que expusimos) o, podría ser también, que cierta inclinación teoricista nos armara con la impostación de quien delimita a los otros sin delimitarse a sí mismo. Y esto no es un problema menor.
4. Trabajo se dice de muchas maneras
¿Qué diferencia existe, desde el punto de vista del trabajo, entre la mejor abeja de una colmena y el peor albañil de una comunidad? Que el albañil crea en su imaginación, antes de echar manos a la obra, aquello que construirá; en cambio, la abeja trabaja por determinación de un código instintivo. No importa que la pared eventual levantada por el albañil crezca fuera de escuadra y que, a su vez, las celdas realizadas por la abeja sean hexagonalmente perfectas. La diferencia es crucial: el ser humano es capaz de proyectar, en su cabeza y a gusto, lo que realizará y lo que no realizará. Esto permite, en una primera aproximación, atender a la razón por la cual los horneros, por ejemplo, construyen siempre los mismos refugios semiesféricos de barro, mientras que la diversidad de moradas que se ha dado el ser humano a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía es tan vasta que nos encantaría tener un catálogo ilustrado.
Achtung Baby!
La importancia que adquiere el trabajo para nosotras no depende exclusivamente de las derivas subjetivas del grupo ni de las sus integrantes. Entendemos que este devenir colectivo precisa de un movimiento preciso de descentramiento para poder comprenderlo en su mayor riqueza. Dicho de otra manera, todo devenir colectivo y/o individual se realiza en condiciones más amplias, en necesaria relación con el devenir económico, político y social en el que se encuentra inmerso. Toda práctica teórica que no pueda o no quiera hacer el esfuerzo por analizar las condiciones históricas en las que despliega su devenir y su práctica específica corre el riesgo de quedar presa de esquemas de la conciencia y del sujeto. Esquemas desde los cuales toda producción no se explica sino por intermedio de su decisión, saltando de un instante al otro, de una práctica a otra, de una orientación a otra, de modo arbitrario. Por eso, nunca se repetirá lo bastante: el hombre hace la historia en condiciones no elegidas por él…Y es este buceo en las condiciones específicas de la praxis la que otorga pertinencia y relevancia al relato y puesta por escrito de los devenires singulares. El devenir de Amartillazos es inmanente al devenir de los movimientos de la lucha entre el capital y el trabajo durante las últimas cuatro décadas. He aquí el aspecto fundamental por el cual la problemática del trabajo es vital para nosotras.
Editorial
Retrato de una dama
(Crisis y fragmentación en la izquierda argentina post 2001)
Del esquizo al revolucionario tan sólo hay la diferencia entre el que huye y el saber hacer huir lo que huye...
G. Deleuze y F. Guattari, El Anti–Edipo
La impaciencia revolucionaria ha reflejado siempre por parte del militante un conocimiento insuficiente del sistema que combate. Esta insuficiencia conduce a la elaboración de estrategias y tácticas proyectadas sobre la evolución de factores objetivos de los que no se conoce ni el sentido ni las leyes.
P. Salama/J. Valier, Una introducción a la economía política
Nuestros anteriores editoriales se caracterizaron por llevar a nuestros lectores hacia un engaño fatal: recomendar películas como si en ellas estuviera presente un tratado de filosofía, estética y política. Todo al mismo tiempo. Si el lector se tomó el trabajo de ver aquellas películas, habrá notado que lo que había en ellas era, más que un film genial, una operación de lectura en la que nosotros tejíamos un improbable anudamiento para cifrar un problema que nos asediaba filosófica y políticamente. Por esta razón, en este número decidimos cambiar la película, a la cual cualquiera puede acceder teniendo un reproductor y dos horas de tiempo, por una novela de unas quinientas páginas con la esperanza de desalentar definitivamente al lector de cotejar nuestra arriesgada interpretación con el bodoque novelesco. Cambio que, por cierto, si bien no nos exime de aquel engaño, sí, por lo menos, nos augura una feliz impunidad.
Retrato de una dama es lo que desde su título mismo nos anuncia: un retrato. Decir qué ocurre en la novela es decir muy poco. Porque, de hecho, no ocurre nada. Como en cualquier retrato de lo que se trata es de la construcción de un personaje, desde diferentes miradas. Son todos aquellos que rodean a Isabel, la dama en cuestión, e Isabel misma, los que intentan armar este retrato. Son las diferentes voces o narradores, los diferentes puntos de vista, los que contribuirán a la construcción de Isabel. Si conocemos algo de su autor, Henry James y sabemos lo mucho que le gustan las paradojas y los juegos de palabras, veremos que su título en inglés, The portrait of a lady, nos agrega algo: ese retrato no es más que uno entre otros. Paradójicamente, el artículo definido, que debería mentar una determinación fuerte -es «el» (The) retrato y no «un» (a) retrato- mienta, no obstante, un recorte entre las infinitas posibilidades que realiza el narrador. Posibilidades que, por otro lado, están dentro del mismo relato. Todos retratan a Isabel, incluso ella misma. Cuando desde el título esperamos un relato unívoco, lo que opera la novela es, en realidad, una multiplicidad inabarcable de voces. Dicha polifonía nos obliga a la interpretación. Deberemos juzgar por nosotros mismos, como lectores, si el retrato que se nos presenta contempla esa pluralidad de voces o realiza, por el contrario, un intencionado recorte quedándose con lo que más convenga a nuestra idea de, en este caso, mujer. Es decir, bajo el influjo de la novela, nos vemos obligados también nosotros a retratar.
Ahora bien, este retrato tiene otra particularidad: se construye no por lo que se dice sino más bien por lo que está ausente, por lo que se calla. En la novela hay poquísimas acciones, y las que ocurren, no son relevantes. Lo que sí es importante es lo que se deja de hacer, lo que se deja de decir, y, a lo sumo, lo que se da a entender con mucha sutileza. Porque el que se queda sólo con lo dicho o con lo explícito, pierde. Esto es lo que le ocurre a nuestra protagonista. Isabel recibe una herencia. Esto le habría permitido tener la libertad que tanto anhelaba para viajar y conocer el mundo. Sin embargo, luego de rechazar dos candidatos que le ofrecen matrimonio, se queda con el que no debía: con el caza-fortunas. Tiempo después, cuando la infelicidad de su matrimonio es evidente, ella reflexiona: Osmond, su marido, nunca le mintió sino que sólo le mostró una parte. Una parte que es verdadera, pero que no agota la totalidad de su identidad. Osmond había mostrado tan sólo una cara de su rostro: su encanto y su refinamiento. Pero ella no había podido ver el resto. No es que esas características quedaran anuladas, sino que entraban en conjunto con muchísimas otras que quizás habrían provocado que Isabel no lo eligiese. El problema es que ella hace lo mismo que él: mostrar sólo una parte. Ella tampoco se muestra en su totalidad, lo cual hace que su marido odie el resto de las caras que aparecen luego. Ninguno había sido engañando sino que simplemente habían confundido la parte con el todo. Un rostro con el rostro.
Esta forma de conocer, de aprehender y de leer no sólo la realidad sino también la gente que nos rodea, se llama metonimia. Ésta consiste justamente en tomar una pequeña parte por el todo. No es que la parte sea ilusoria o falsa. El problema consiste en que no es todo. No puede mostrar las múltiples otras caras del mismo objeto, de la misma persona. La novela es clara al respecto: no dejamos nunca de hacer metonimia, no podríamos hacerlo. Siempre necesitamos un rostro, siempre operamos desde las partes. Lo que ocurre es que, simplemente, no todo es metonimia. Nadie puede vivir sin encanto. El tema es que no se puede tampoco vivir sólo del encanto.
Una manera diferente sería concebir a las personas, e incluso a los acontecimientos, metafóricamente. La metáfora se caracteriza por la presencia de una ausencia. Es decir que en las metáforas se nombra aquello que no está por medio de algún otro elemento. La dimensión metafórica es aquella que puede dar cuenta de todos los elementos que están, pero contenidos virtualmente o complicados, en aquello que se ve. Si Isabel hubiera leído a Osmond metafóricamente, habría podido captar en él no sólo lo que se ve en el instante de lo visto sino que también habría podido leer otras caras, facetas ausentes en ese momento, pero no por eso menos presentes en el retrato de Osmond. Pero atendamos a algo: no estamos diciendo que podemos llegar a conocer la totalidad de Osmond, que todas sus facetas nos puedan ser conocidas de forma transparente. Eso sería tan ciego como querer vivir sin rostro alguno. La identidad no es un todo sin contradicciones. Por el contrario, es más bien una pluralidad de pequeñas partes, todas relacionadas. Isabel no es la suma armónica de sus diversas y múltiples facetas sino que es el resultado total de la convivencia contradictoria y permanente de esas facetas. Isabel es una y muchas al mismo tiempo. Esta es la dimensión que solamente puede captar la metáfora.
Mientras que la metonimia podría caracterizarse de manera horizontal, como la sucesión de pequeños fotogramas sin conexión entre los mismos, la metáfora es una línea en profundidad. Esto significa que en la metáfora están implicadas todas las dimensiones virtuales de la persona, estén o no actualizadas al momento presente. Lo que nos permite la metáfora, a diferencia de la metonimia, es no encasillarnos en una identidad -que, paradójicamente, cambiará apenas cambie el fotograma- sino poder concebirnos como un todo contradictorio. Nos permite poder vernos en nuestras ausencias. Esto es, que lo que hoy no somos no significa que no lo seamos nunca ni que nunca lo hayamos sido. La metáfora permite concebir una identidad con muchas capas, que pueden contradecirse, oponerse o asemejarse sin quebrar, no obstante, su frágil unidad.
La diferencia entre estas dos formas de conocer y conocernos nos sirve para pensar un fenómeno recurrente al interior de la izquierda que se ha intensificado desde el 2001 en nuestro país. La crisis económica y política que se actualizó en aquellos años cristalizó también en una cierta crisis identitaria por parte de la militancia anticapitalista en Argentina. La emergencia de activaciones que se pensaban a sí mismas a distancia del obrerismo clásico de la izquierda partidaria, provocó toda una nueva gama de problematizaciones acerca del sujeto de la transformación social. De alguna manera y en consonancia con el ciclo de luchas y la recomposición de la acumulación capitalista a partir del 2002, la militancia anti-sistémica, salvo los partidos que siguen aferrados al obrerismo, ha enarbolado de acuerdo a las circunstancias una variada paleta de identidades revolucionarias. Identidades que han cambiado de perspectiva –casi sin exagerar- cada dos años, no sin tensiones en cada caso. En un principio la emergencia de asambleas barriales en algunos de los principales centros urbanos del país parecía ser el centro y el ápice de la activación y un nuevo sujeto de transformación en germen. El vecino barrial desplazaba así al obrero fabril. Casi al mismo tiempo y con algunos años de precedencia en su aparición, los movimientos de trabajadores desocupados (MTD) aparecían como un nuevo sector movilizado frente a la desmovilizada clase trabajadora en actividad. Era el momento del desocupado como la imagen del revolucionario sin clase. En tensión con estos fenómenos, las tomas y recuperaciones de empresas y fábricas agitaban un reaparecer de la clase trabajadora fabril aunque también reclamando para sí una nueva subjetividad. Era el momento de las recuperadas. Conforme al descenso del impacto de cada activación, el casillero del sujeto quedaba vacío y una nueva activación o ciclo de intensidad en la lucha pugnaba por llenarlo. Así vimos desfilar por la casilla vacía a los bachilleratos populares, a los movimientos sociales y, más actualmente, los movimientos ambientalistas, el trabajador precarizado y el renacer del sujeto latinoamericano. Lo que no se ha modificado ni un ápice, es cierto, es la concepción del estudiantado y de los intelectuales como inmediatos «asistentes» del sujeto revolucionario de turno. Asistentes que corporizan la culpa de quien se presume agraciado por haber leído algunos libros. Crimen religioso que pretenden expurgar en el «apoyo» sistemático y parasitario a toda lucha (de los piqueteros, de los obreros fabriles, de los movimientos sociales, etc.) y en la «batalla cultural».
Toda la serie y a pesar de su aparente dispersión posee tres elementos en común: el primero consiste en concebirse como sujetos de cambio allende la clase trabadora. Vecinos, desocupados, militantes sociales, educadores, jóvenes estudiantes o intelectuales, pero en ningún caso, trabajadores. La lucha política como lucha de clases parece desplazada con diversos niveles de énfasis de acuerdo a cada experiencia. Incluso, y en ciertos casos, esa nueva identidad se forja excluyendo explícitamente la perspectiva de clase y condenando toda militancia gremial como destinada per se a la burocracia revolucionaria. El segundo elemento en común consiste en ponderar una y otra vez la lógica de la metonimia. Porque no se trata en todos estos casos de pensarse como sectores, momentos, especificidades de la clase trabajadora que expresa el momento del ciclo de la acumulación capitalista y que presenta distintas facetas de intensidad y protagonismo en las luchas, sino que cada una se considera para sí como el único y novedoso sujeto de cambio o, en todo caso, el único que puede presentar un salto político superador. Una parte se torna así el todo sin ninguna mediación. Giro metonímico que encontramos en frases y consignas del estilo los movimientos sociales y los trabajadores, como si se tratara de sujetos completamente diferentes que habría que relacionar de modo externo. Valga la autocrítica, nosotros mismos caímos en la trampa. En nuestro editorial anterior decíamos que estaban los movimientos sociales y la clase trabajadora, como si hubiera una diferencia de naturaleza entre uno y otro.[1] El tercer elemento en común y directamente relacionado con lo anterior es compartir una concepción de la identidad y del sujeto completamente monolítica, sin tensiones. Se es militante o trabajador, militante social o del gremio, obrero ocupado o desocupado, militante feminista o trabajadora y así de acuerdo a lo que tome más relevancia momentánea. La diferencia constitutiva del sujeto no se traduce aquí en considerar las tensiones y diferencias al interior del propio sujeto –después de todo, la inmensa mayoría de la humanidad está obligada a vender la fuerza de trabajo– sino que se actualiza como la existencia de sujetos diferentes y apartados entre sí. Esta exclusión de la identidad metafórica, tensa, contradictoria, en pos de una identidad completamente metonímica produce que, por un lado, la izquierda partidaria reduzca la clase trabajadora al obrero fabril.[2] Y conduce, además, a la «nueva izquierda»[3] a saltar, teórica y prácticamente, de un sujeto nominal a otro, con la inevitable y recurrente caída en contradicciones e incoherencias políticas.
«Capacidad de salto» que los lleva en estas horas a inflar el pecho por la compra estatal del 51% del paquete accionario de YPF a Repsol. La fragmentación y compartimentación de la experiencia, el pululaje incesante subjetivo e identitario y la inmediatez de posicionamientos que, por el contrario, suelen llevar años de trabajo auto-reflexivo y de paciente práctica contradictoria, tejen un panorama pseudo-esquizoide que alcanza, en ocasiones, ribetes preocupantes al interior de la militancia anti-capitalista en Argentina.
En este marco crítico puede encontrarse un filón interpretativo para las reconfiguraciones, marchas y contramarchas de los colectivos y organizaciones de izquierda. Y por supuesto, nuestro propio colectivo no ha sido la excepción. Detengámonos un tanto en esto último.
Líneas arriba hemos esbozado una breve autocrítica que no hace más que dar cuenta de la inmanencia del devenir de la revista Amartillazos en los procesos sociales en general y en los procesos de la izquierda anticapitalista en particular. Inmanencia en lo general y en lo particular que traman la singularidad de nuestro derrotero. El sentido que tuvo en su momento el numerar con un '4/5' el número anterior de la revista respondía a la necesidad de hacer coincidir número y año, es decir, para llegar a un «número 6 - año 6». Podríamos tomar el número partido para resignificarlo y decir que expresa «cuatro quintos», una fracción, un número quebrado, barrado, escindido, que no llega a ser un entero, un número trunco que pone de manifiesto, en su forma, la contienda contenida entre posiciones al interior del colectivo que no cristalizaban en respuestas acabadas, complacientes, palmaditas en los hombros y gracias por venir. Sin embargo, esta contienda contendida distaba de manifestarse de modo claro y distinto. Bajo un primer aspecto nos parecía que estábamos transitando una reconfiguración del colectivo fruto de las derivas individuales y grupales (graduación, ampliación de los lugares de intervención de la revista, alejamientos varios y nuevas incorporaciones, etc.). Además, la lectura de los editoriales pasados mostraba más bien continuidades que rupturas. En relación a este primer aspecto, preferíamos problematizar de qué forma el espacio de la revista se había reconfigurado –reconfiguraciones que, por lo demás, tienden a ser recurrentes en los espacios que habitamos–. Visto desde este aspecto, hablar de una crisis del colectivo parecía exagerado. Es decir, considerando tan sólo una mirada al interior de Amartillazos, no se presentaban sino los típicos vaivenes de cualquier espacio autogestionado que busca cuestionar y cuestionarse las relaciones sociales de producción en general.
Con todo, este primer aspecto nos parecía insuficiente. La sensación de que detrás del telón sí había algo que ver, nos obligó a contextualizar el devenir de Amartillazos en coordenadas espacio temporales más amplias. No éramos ni actual ni espacialmente el único colectivo que estaba atravesando vaivenes, contramarchas y crisis. Por el contrario y tal como arrancamos en este apartado, interpretamos nuestra crisis particular a la luz de la crisis generalizada de la izquierda anticapitalista. Fenómeno de cuyos síntomas ya hemos hablado en el apartado anterior (el imperio de la metonimia) pero cuyas causas necesitamos elucidar ampliando el calendario de su emergencia más allá del 2001 y la geografía de su localización más allá de la Argentina. De este modo, nuestra reconfiguración está doblemente determinada: general y específicamente.
En primer lugar, por la generalidad del derrotero de la lucha de clases en estas últimas cuatro décadas, que tiñe todas las prácticas que militan en pos de la emancipación social. Una rigurosa contextualización de la crisis del 2001 y de la multiplicación de sujetos políticos que suscitó, nos lleva, como mínimo, a la crisis capitalista mundial de la década del ´70. Esta crisis, a diferencia de lo que ocurrió en la crisis del '30, encontró como modo de resolución, la globalización de la relación capital-trabajo. Esta mundial expansión del capital sobre el trabajo necesitó de un férreo disciplinamiento que se manifestó tanto en las dictaduras que poblaron América Latina en esos años como en la «flexibilización» del mercado laboral, las formas de contratación y el uso de la fuerza de trabajo (que se inician con las políticas de Reagan y Thatcher en 1981). Pero se sabe que el capitalismo no puede resolver sus contradicciones más que ampliando su rango de incidencia, o sea, esta salida no solo permitió la recomposición de la acumulación capitalista sino que también extendió sus contradicciones inherentes: recrudecimiento de la competencia intercapitalista y plena vigencia de la ley del valor-trabajo. En este cuadro de universalización del capital, los flujos de IED (inversión extranjera directa) hacia los países periféricos (como Argentina y gran parte de América Latina) se efectúan en la des/relocalización de procesos productivos, siendo parte integrante en el desarrollo creciente de redes internacionales de producción y en los procesos de privatización. En otras palabras, se solidifica la integración dependiente de los países periféricos al mercado mundial. De este modo, el crecimiento del capital financiero de estos últimos cuarenta años se presenta como correlato de la internacionalización del capital profundizando el proceso de subsunción real del trabajo al capital, a través de una creciente presión al aumento de la productividad y a la reducción del valor de la fuerza de trabajo.[4] Es decir, lo que comienza con la crisis capitalista de los 70 es el disciplinamiento de la clase trabajadora en general y del desarme, derrota previa, de las experiencias de transformación emancipatoria en todo el globo. Nuestra interpretación es que la crisis del 2001 en Argentina consiste en completar la incorporación del país a los parámetros del mercado mundial abierto al iniciar la década del 70. A pesar del carácter relativamente dinámico de las resistencias desplegadas durante esta crisis, el relanzamiento del ciclo de acumulación que se operó desde el 2002 significó sin duda una derrota general del trabajo a manos del capital, expresada entre otras cosas, por el descenso del salario real del 40% operado por la devaluación y en plena efervescencia asamblearia.
Si en los años 70 hasta el psicólogo más lacaniano activaba de algún modo contra el sistema capitalista (o, por lo menos, sentía culpa por su pasividad), cuarenta años más tarde parece extemporánea la crítica y la militancia anti-capitalistas. La hegemonía burguesa es tan amplia y tan profunda, que los debates ideológicos han limitado su lucidez crítica a la adaptación al orden establecido. Hasta el punto de afirmar, como hace Diego Tatián, que «socialismo» es la socialización de los medios de producción en manos del Estado.[5] Salvando algunas excepciones (como la de Eduardo Gruner, que se acordó de la política en estos últimos meses, aunque todavía no sabemos dónde está militando), las discusiones hacen caso omiso a los últimos ciento cincuenta años de historia argentina y mundial. Esta contundente hegemonía burguesa y el retroceso de una perspectiva de clase son correlativos a la derrota palmaria también de la clase trabajadora integral desde los 70 para acá.[6] Olvidar o directamente no atender a esta especificidad, a la onda larga del ciclo de luchas en clave emancipatoria, nos deja inermes a la hora de teorizar los problemas que atravesamos los militantes. Por supuesto, esta contextualización cifra las orientaciones generales y el marco de sentido amplio donde situar nuestra crisis, pero no alcanza a agotar las determinaciones específicas de nuestro colectivo.
En segundo lugar, por la especificidad de nuestra práctica concreta: la producción teórica. Teniendo en cuenta este doble carácter que nos constituye, llegamos a precisar un campo de problemas singular. Decimos que, en un contexto de fragmentación y de multiplicación sin ton ni son de nuevos (y no tanto) sujetos revolucionarios, en una época francamente metonímica, nuestra tarea específica como revista se codea con un problema específico: el fantasma del teoricismo. Veamos.
En nuestro anterior editorial desplegamos un mapa político de la coyuntura universitaria y otro de la coyuntura nacional. Y el editorial publicado nos permitió trabajar sus limitaciones, tanto en las presentaciones públicas como en nuestras reuniones de revista. En estas instancias notamos que Amartillazos, como sujeto de una enunciación colectiva, parecía sustraerse de las taxonomías desplegadas. Podría ser que tal resultado se debiera al hecho de que damos por supuesto que varias de nosotras militamos (y no lo hacemos en ninguno de los casilleros que expusimos) o, podría ser también, que cierta inclinación teoricista nos armara con la impostación de quien delimita a los otros sin delimitarse a sí mismo. Y esto no es un problema menor. Desde una cierta herencia y de una cierta manera de plantear el problema, el teoricismo aparecería en tanto y en cuanto, hay una producción intelectual, militante y política que, por su carácter de tal, debería buscar y trazar las conexiones entre sus posicionamientos, filosóficos, estéticos, políticos y las prácticas militantes y efectivas que se realizan en el exterior del colectivo. O, dicho de otra manera, esa producción intelectual debería calibrar las posibilidades concretas de que sus planteos y posicionamientos calaran, prendieran y se conectaran con lo que les es exterior: el movimiento de lo real en el tránsito de su transformación, los movimientos sociales, la clase trabajadora, etc. De no establecerse esa conexión, de no recorrer la distancia existente entre ese posicionamiento y la realidad concreta, material y efectiva, dicho posicionamiento recaería en un mero ejercicio abstracto de elucubración intelectualoide y palaciega. Es decir, desde esta tradición, están los que hacen y los que piensan, y entre estos últimos están los que –en todo caso– acompañan a los primeros. Nosotros –que tan solo nos dedicamos a discutir, leer y escribir– estaríamos dentro del grupo de los acompañantes. Ahora bien, el problema del teoricismo no es sólo un problema que nos imponen desde afuera. Porque nosotros mismos tuvimos que transitarlo como problema al interior del colectivo. Nosotros mismos caímos en la trampa de buscarle a la revista una conexión con el afuera.
Y si desde esta herencia esa intervención intelectual tiene que buscar y realizar esas conexiones es porque esta perspectiva goza de al menos dos supuestos no explicitados: el primero consiste en considerarse intelectuales. Y el segundo, en establecer, mediante ese mismo movimiento identitario, una dualidad y escisión fundamentales entre esa característica y la exterioridad de la vida material. Mediante el primer supuesto, se instala la idea de que el trabajo teórico y filosófico no tiene nada que ver con el conjunto de las estrías, condicionamientos y mundanidad de la cruda vida material. Porque en el extremo de esta posición, el intelectual vaga en la nubosidad narcisista del flatus vocis y de las ideas bellas de sus abstracciones inanes, impotentes frente a la magulladura férrea de la existencia real. Bajo el segundo supuesto, aparece la cristalización del movimiento: el intelectual debe hacer el gesto de llenar de contenido sus pensamientos vacíos y de sortear o resolver la distancia que lo separa de la vida: si se teoriza, no se trabaja y si se trabaja, no se teoriza. Este segundo supuesto corona todos los dualismos del policlasismo culpógeno: el intelectual clase media/el trabajador; la mente/el cuerpo; la teoría/la práctica; las palabras/las cosas; la intelectualidad/la materialidad. Dualidades y escisiones todas que se pueden resumir en la distancia y escisión entre los que piensan y los que hacen. La figura que se desemboza bajo estos dos supuestos se asemeja muy de cerca a lo que Hegel llamaba «la conciencia desventurada». Figura de la conciencia para la cual lo real y la vida verdadera siempre están afuera, lejos, muy lejos de nosotras. El gesto del encuentro con lo real que politizaría al intelectual –siempre muy de izquierda- es, aquí, el éxodo del encuentro con lo absoluto típico de la existencia religiosa.
Bergson decía que la filosofía consiste en el arte de producir los verdaderos problemas y de seleccionar e impedir los falsos. Porque tal como lo venimos planteando desde nuestro editorial número 1, Máquina Estética, el «teoricismo», tal como aparece en las líneas inmediatamente precedentes, es un falso problema. En ese editorial decíamos:
Quienes hacemos esta revista nos conocimos antes de hacer esta revista. Nos conocimos haciendo otras actividades, poniendo a funcionar otras máquinas: máquinas de intervención pública en las aulas en las que cursamos, máquinas de registro escrito en cuadernillos intempestivos, máquinas de producción de conocimiento en forma de pre-materia, máquinas de activación vecinal con asambleístas variopintos, máquinas libidinales de almuerzos al sol y cenas en la vereda, máquinas de interpretación en los grupos de lectura... En fin, esta revista es ni más ni menos que una máquina entre esas máquinas.[7]
Desde Amartillazos siempre hemos afirmado -y lo seguimos haciendo- que la revista es una práctica, una máquina entre otras máquinas, que produce de modo inmanente al resto de las prácticas con las que está ya necesariamente vinculada. No pensamos desde la abstracción de nuestro antojo filosófico y/o político (¿alguien podría hacer semejante cosa?) sino desde el seno de las intervenciones concretas y de la vida material específica que nos tensiona y obliga a pensar. Pensamos necesariamente, como diría Espinosa, y no por arbitrio o antojo colectivo. Hacemos teoría atravesados y motivados por las contradicciones ínsitas como trabajadoras, estudiantes y militantes y no simplemente como intelectuales. Para nosotras la fuerza del pensamiento, la tensión que obliga al pensamiento y lo fuerza a su despliegue desde adentro es correlativa a la tensión y la fuerza que experimentamos como trabajadores, varones, mujeres y Estudiantes con mayúscula (más allá de toda división por claustro) en el seno de la praxis vital. El orden y conexión de las ideas es correlativo al orden y conexión de las cosas. Esto es, no hay determinación («en última instancia») de lo «material» sobre lo «ideal» ni viceversa, sino que hay correlación entre cuerpo y mente, teoría y práctica. Correlación que se traza no sólo en las prácticas inmediatas sino que en ella inhiere un carácter colectivo e histórico. Carácter colectivo porque no se trata de que individualmente se busque resolver la unidad entre la teoría y la práctica, lo que haría del planteo una moralina más cercana a la auto-ayuda que a una determinación política y ontológica seria. Carácter histórico, porque la correlación es la expresión concreta, socialmente determinada de las maneras en que la sociedad se auto-instituye tanto en el decir como en el hacer. O sea, no se trata de un agite a la «coherencia» entre el «decir» y el «hacer», sino que se trata de una relación necesaria. Relación que no se podría dar de otra manera, ya que la misma necesidad funge al ser y al pensamiento. Otra vez el holandés errante.
Eso sí, no tenemos ningún empacho en reconocer que hacemos teoría y que el momento de la teoría, correlativo siempre a la práctica, sin embargo no se identifica inmediatamente con ella. La correlación y unidad entre la teoría y la práctica no quiere decir unidad indiferenciada, matete de mismidad donde todo es igual. Amartillazos actualiza una práctica política también, y entre otras cosas, porque es una práctica que hace teoría. No es una revista que simplemente recolecta escritos teóricos. Nuestra producción teórica parte de concebir la filosofía en otros términos, sin caer ni en la brutalidad de la mera aplicación de conceptos ni en la necesidad de referir permanentemente a nuestras prácticas de un modo explícito. Gesto innecesario, este último, puesto que nuestras prácticas siempre son el centro de nuestra atención. En este sentido, Amartillazos no necesita ir a ningún lado, forzar ningún éxodo, ni referir a ninguna práctica específica para cifrar nuestro carácter político y militante, simplemente porque las tensiones políticas universales no pueden sino actualizarse en toda práctica concreta de pensamiento, acción y militancia. Y si referimos a prácticas de activación concretas, como en nuestra editorial número 3, es para explicitar el sentido y el valor de las prácticas de las que procedemos y no porque solamente allí esté la práctica «real» y mucho menos la posta.
Entendemos entonces que la propia pregunta por el teoricismo debe replantearse y tratar de sortear todos los entuertos dualistas a la que nos amenaza. Porque el problema no está ni en nuestras cabezas individuales y ni siquiera en las obsesiones colectivas de nuestra revista. Un falso problema siempre encuentra sus condiciones de posibilidad en la realidad misma, en la composición teórica y práctica en la que estamos inmersos. La escisión entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, la escisión entre la teoría y la práctica y todos sus efectos religiosos, idealistas, son un problema real. Generado por las propias condiciones de producción y reproducción sociales en condiciones específicamente capitalistas. El problema del teoricismo y del intelectual son un falso problema pero no en el sentido de que sea una mera ilusión de un par de militantes de vieja escuela o peor aún, de un par de militantes que anhelan y añoran a su Lenin actual. La falsedad del problema del intelectual y del teoricismo radica, al contrario, en la conciencia verdadera de un movimiento falso. Conciencia verdadera en tanto constata las estrías, los dualismos y los fragmentos realmente existentes. Movimiento falso, en tanto dicha manera de plantear el problema asume el olvido que provoca el inmediato pliegue que la producción de la realidad realiza sobre sí; momento amnésico de la producción social que reprime –no absolutamente- la posibilidad de volver sobre la univocidad de las condiciones materiales que hacen posible el planteamiento mismo. El movimiento es falso porque nos fuerza a asentir y afirmar los puntos de partida de la discusión (la escisión material/intelectual) sin poder cuestionar en lo inmediato su génesis histórica y material concreta. Lo que decimos es que, hasta tanto no realicemos como trabajadores y militantes, teórica y prácticamente, este giro sobre las condiciones del planteamiento del problema, la cuestión de la producción teórica militante seguirá marcada necesariamente por los límites burgueses de la discusión. Giro que –dicho materialistamente- encuentra sus condiciones de posibilidad no en la ensoñación idealista del «intelectual» o en el barro empírico del «pueblo trabajador», sino en el carácter bifacético del verdadero movimiento de la producción de la realidad: univocidad de la producción y multiplicidad de los productos. O sea, la realidad social capitalista es una y múltiple. Como condición de posibilidad del planteamiento de los «falsos problemas», diremos específicamente: univocidad a la vez que pliegue y represión; mediación a la vez que amnesia e inmediatez. Es por ello que nuestra crítica no es un despertar de genios salidos de la nada -lo que sería una apología insoportable de un yo centrado y plenamente volitivo- sino que es la realidad misma la que en su autoproducción posibilita las condiciones de su crítica, o sea, de su auto-transformación. Se podría decir que la realidad se autocritica al producirse no sólo de modo inmediato, fragmentario y múltiple sino también de modo mediato, universal y único. Si no fuese así, sería imposible predicar la «falsedad» de lo que se nos presenta como inmutable según el orden vigente de la sociedad, hacer su crítica y afirmar alternativas.
Nuestra afirmación de la inmanencia de Amartillazos en las prácticas concretas es resultado entonces de realizar, problematizar e intensificar, en la práctica del pensamiento, el conjunto de tensiones, problemas y desafíos que se encuentran ya en nuestras prácticas de intervención de las formas de producción específicamente capitalistas. La crítica teórica de la escisión manual-intelectual solamente es efectivamente pensable y transformable en el seno de las prácticas que ponen en crisis dicha escisión en la sociedad toda. Y, específicamente, que ponen en crisis las relaciones sociales de producción. De ahí que la continuidad necesaria de este problema solamente pueda replantearse en el abordaje y puesta en crisis de la problemática del trabajo. Problemática que inquiere en este número no solamente la indagación necesaria de nuestros propios asedios como colectivo sino que cifrará, esperamos, las condiciones en que también aquel problema de la identidad del que partimos en nuestro editorial, puede y debe, para nosotras, encontrar uno de sus filones fundamentales. El desplazamiento del problema del intelectual en pos de la problemática del trabajo es a la vez nuestro intento por hacer de esa máquina de producir fotogramas y fragmentos metonímicos, una máquina capaz de producir perspectivas procesuales y síntesis metafóricas. Por eso escribimos el apartado siguiente.
¿Qué diferencia existe, desde el punto de vista del trabajo, entre la mejor abeja de una colmena y el peor albañil de una comunidad? Que el albañil crea en su imaginación, antes de echar manos a la obra, aquello que construirá; en cambio, la abeja trabaja por determinación de un código instintivo. No importa que la pared eventual levantada por el albañil crezca fuera de escuadra y que, a su vez, las celdas realizadas por la abeja sean hexagonalmente perfectas. La diferencia es crucial: el ser humano es capaz de proyectar, en su cabeza y a gusto, lo que realizará y lo que no realizará. Esto permite, en una primera aproximación, atender a la razón por la cual los horneros, por ejemplo, construyen siempre los mismos refugios semiesféricos de barro, mientras que la diversidad de moradas que se ha dado el ser humano a lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía es tan vasta que nos encantaría tener un catálogo ilustrado.
¿Qué es el trabajo? Las respuestas posibles hacen a uno de los ejes problemáticos del presente número de Amartillazos. De manera que cuanto digamos en esta nota editorial puede o no ser compartida por los escritos dedicados a tratar con este problema. Lo importante, para nosotras y para esta nota editorial, es dejar claro por qué abordamos este problema. No entraremos aquí en disquisiciones acerca de la episteme que nos haría posible pensar el trabajo como determinación constitutiva-constituyente del ser humano. Partimos de un hecho actual: en condiciones capitalistas el trabajo presenta problemas.
En una primera caracterización, trabajo es la actividad psicofísica –en y con la naturaleza– orientada a satisfacer necesidades de todo tipo, «surjan del estómago o de la fantasía». La división social del trabajo configura la cultura formal humana. La universalización, la extensión, la división y el intercambio de los productos del trabajo en tanto producciones privadas recíprocamente independientes engendran su abstracción, lo cual provoca un doble movimiento: visto globalmente, facilita las tareas aumentando la producción y, visto individualmente, aliena a los productores atomizando sus tareas/capacidades. Este doble movimiento no es más que otra expresión de aquello que líneas arriba llamamos «el carácter bifacético» de la producción de la relación social capitalista. Ambos aspectos poseen la misma entidad ontológica, por lo que sería un error –filosófico y político- unilateralizar la problemática ora en la perspectiva de la globalidad, ora en la perspectiva de la individualidad. Es verdad tanto que lo individual es expresión de la globalidad como que ésta no existe si no es individualmente. Tanto lo «global» como lo «individual» son los modos en los que la sociedad se produce y reproduce a sí misma. Sin embargo, esto no debe impedir que podamos abstraer diferentes niveles de análisis. Siendo nuestro objeto el trabajo, recorramos tres niveles de su pertinencia problemática que son, a la vez, tres niveles de la historicidad del problema. En primer lugar, expondremos sucintamente el trabajo en su determinación histórica capitalista: el trabajo asalariado y la lucha de clases. En segundo lugar, recorreremos el trabajo en su determinación biográfica: el derrotero de nuestra revista. Por último, y a modo de síntesis de los niveles de análisis precedentes, presentaremos brevemente el trabajo en su determinación actual: el trabajo asalariado en la Argentina post-2001.
(i) La differentia specífica de la relación social capitalista radica en la contradicción capital-trabajo, esto es, en la separación de los productores de las condiciones de producción. Sentar como piedra de toque de nuestro análisis que el capitalismo es una relación social nos habilita por un lado, a eludir que definamos las clases sociales como atributos que comparten una cierta cantidad de individuos ya constituidos o que tomemos las clases sociales como una «dato» de la realidad (propio de la perspectiva metonímica); por el otro, nos habilita a trabajar sobre la intelección de la lógica constituyente de los modos en que los individuos se vinculan en la sociedad. Es decir, que esta perspectiva relacional, al descentrar la óptica de un sujeto cierto de sí mismo, que hace y deshace a gusto y piacere, toma a los individuos como personificaciones de las relaciones que los constituyen. La específica separación entre el trabajo y sus condiciones es una determinación inmanente e histórica a la relación social capitalista. Esta separación de los medios de producción es la que transforma la capacidad de trabajo en mercancía. Como toda mercancía, el trabajo tiene un valor y un precio de mercado. El precio de esta peculiar mercancía, es el salario. En otras palabras, en el capitalismo el trabajo asalariado es la forma general que adopta la capacidad de trabajar. Esta separación se produce, reproduce y profundiza en el desarrollo de la subsunción del trabajo al capital. Esto es, en la intensidad creciente con la que los individuos personifican el trabajo frente al capital y el capital frente al trabajo. Esta dinámica «interna» de la relación capital-trabajo despliega la condición mínima para la conformación «externa» del trabajo como clase antagónica a la clase burguesa. En otras palabras, si bien el lazo social capitalista es el elemento constituyente de la realidad toda, el antagonismo de clase no es la única posibilidad. O sea, todo está bajo la luz de la contradicción capital-trabajo, pero no todo es lucha de clases. Dicho clásicamente, no estamos más que enunciando la distinción entre clase en sí y clase para sí. Desde esta perspectiva hay que decir que todos los individuos en una sociedad capitalista estamos atravesados por el antagonismo del capital y el trabajo pero, al mismo tiempo, no todos los conflictos se expresan inmediatamente como un conflicto de clase concientemente afirmado. No distinguir entre la transversalidad del problema de clase (clase en sí) y su manifestación política explícitamente manifiesta (clase para sí), provoca todos los entuertos y comprensibles cuestionamientos que generan las concepciones de la izquierda partidaria. La relación social específicamente capitalista que nos pone objetivamente como trabajadores en sus distintos niveles o momentos (trabajador ocupado, desocupado, precarizado, etc.) no genera de por sí una conciencia ni una práctica revolucionaria ni mucho menos de clase. Tan sólo la manera en que se aborda explícitamente y en la práctica concreta esta relación social puede o no generar las condiciones para hablar de lucha de clases. Por lo demás, es justamente esta indistinción entre las relaciones transversales objetivas y sus manifestaciones subjetivas variables las que generan la concepción de la relación de clase como una identidad fija y definida, es decir, dada de modo previo antes de toda relación social. Esta distinción necesaria entonces, nos obliga a pensar la relación capital-trabajo y la explotación capitalista, en la que todos estamos inmersos, como una relación social tensa, contradictoria y procesual. Es decir, como una identidad metafórica. Distinción que solo cobra sentido en tanto se la concibe en su mediación, en su unidad, es decir, como momento de un mismo proceso de desarrollo. Mediación que se dirime en la praxis de la lucha de clases. La perspectiva del trabajo entonces encuentra su primera pertinencia en esta universalidad procesual y tensa del conflicto de clase.
(ii) Pero además, la problemática nos atraviesa específicamente por el tránsito filosófico, estético y político de la revista. Individual y colectivamente, desde hace varios años, hemos intensificado la doble perspectiva militante que anunciábamos allá por el año 2006 y que teorizamos en nuestro editorial anterior como la perspectiva gremial y política o gremial y antagonista: en el primer número de Amartillazos publicamos un documento de balance del Primer Encuentro Nacional de Estudiantes de Filosofía (La Plata, 2006). Allí varias de nosotras señalábamos dos cosas: la divergencia existente entre una posición «academicista y gremial» y una posición «antagonista y autónoma» y la necesidad imperiosa de sintetizar esas posiciones en una praxis crítica e integradora:
No hay criterios apriorísticos para elegir entre una u otra forma de proceder. La contradicción entre estas formas de intervenir en las instituciones es deudora de una contradicción de orden superior: la contradicción entre la normalidad social y su transformación ya dada en esa normalidad. Caminar hacia el cambio social no es sino desarrollar y habitar su prefiguración contradictoria en el seno de lo existente. En otras palabras, de lo que se trata es de habitar los poros del tejido social en los que se respira otro modo de hacer las cosas. Luego, toda estrategia de cambio que se adopte está expuesta a la regeneración de lo que se pretende transformar —puesto que siempre se parte de ello y se está en ello—, y siempre es posible, mientras esas estrategias existan, vislumbrar la transformación radical de la sociedad.[8]
La experiencia acumulada[9] y su elaboración teórica nos permitió hacer aún más concreta esta perspectiva, que por entonces aparecía un poco fantasmática, y así alcanzamos (en nuestra anterior nota editorial) a concebir una doble dimensión de la lucha anticapitalista:
La lucha anticapitalista se da, pues, a la vez en dos frentes: el inmediato y el histórico, el reivindicativo y el antagonista. Nuestra lucha histórica impugna la sociedad de clases como tal y al trabajo abstracto o asalariado como su fundamento estructural. No nos interesa un trabajo digno, bien pago o sindicalmente protegido. Nos interesa una sociedad donde no existan el trabajo asalariado y la acumulación de capital. Con todo, nuestra lucha histórica debe volverse también inmediata: aspirar a la sociedad sin clases sin poner todas las energías necesarias en la defensa de los intereses de los sectores dominados sería idiota. Si el comunismo no es un ideal a implantar, entonces su construcción no puede hacerse ninguneando la intervención coyunturalmente emplazada para mejorar la situación de los productores sociales. Negarse a luchar por mejorar esa situación en el marco del orden capitalista es profesar un peligroso desprecio por los cuerpos, condenándolos a padecer los efectos inmoderados de la violencia sistémica. Además, las fuerzas sociales siempre se inclinarán más fácilmente por las políticas en las que vean efectos favorables palpables. Quien, por lo tanto, minimiza la importancia de las luchas inmediatas (resolubles dentro del orden capitalista), entrega la victoria política a los partidos burgueses, siempre dispuestos a prodigar prebendas y ventajas sensibles a las masas administradas.[10]
Dicha perspectiva es correlativa a las prácticas de intervención desplegadas en distintos ámbitos: varias y varios de nosotros hemos comenzado a militar también gremialmente, tanto en nuestros espacios de trabajo asalariado como en las instituciones en la que nos encontramos. Y esta deriva práctica no se ha desplegado sin consecuencias para la reelaboración teórica y política de la revista. Si hasta hace unos años esta doble perspectiva se nos aparecía como una afirmación teórica, hoy esa perspectiva está enriquecida por prácticas de intervención precisas: además de las intervenciones en las formas de producción de conocimiento educativas, dentro y fuera de la universidad, de las intervenciones en los órganos de gobierno universitarios, bachilleratos populares, grupos de estudio, revistas, asambleas populares, etc., se ha sumado de modo creciente y con una intensidad particular, la intervención específicamente gremial en los ámbitos de trabajo, sobre todo, en los sindicatos docentes y de trabajadores del Estado. La propia deriva singular, entonces, nos impone la cuestión laboral como objeto necesario de problematización.
(iii) Si tomamos como punto de referencia la crisis de 2001, en nuestro análisis la piedra angular es la devaluación que operó un descenso real del nivel salarial. Esta caída abrupta de los salarios fue el eje de la fase en alza del nuevo ciclo de acumulación capitalista. Seamos explícitos al respecto: la condición de la acumulación actual fue la derrota palmaria del trabajo frente al capital. Junto al tipo de cambio alto, aparecen otras determinaciones que explican gran parte del crecimiento económico de la última década: (i) la situación favorable del mercado mundial (demanda de materias primas por India, China y Brasil); (ii) la renovación de equipos industriales y la consecuente desocupación que se produjo durante la década del noventa en aquellas empresas que pudieron eludir las quiebras; (iii) como efecto lógico de la crisis, durante 2002 había una gran capacidad ociosa que habilitó un rápido incremento de la productividad; (iv) el congelamiento de las tarifas de los servicios públicos (en 2002 la tasa de inflación fue del 41%, pero los precios de salud, educación y vivienda aumentaron en promedio el 10%). Si a esto le sumamos los balances superavitarios tanto fiscales[11] como comerciales,[12] que permitieron el pago de la deuda externa (con quita por el default), la gran financiación en la salida de capitales al exterior y que estos últimos dos aspectos no mellaron los niveles de reservas, es forzoso concluir –desde una perspectiva de clase- que en esta década hubo una gran masa de plusvalor producido: explotación capitalista hecha y derecha. Cuando crece la economía y a la par se mantiene baja la inversión industrial (o sea, se mantiene baja la inversión en máquinas por obrero), el efecto es el descenso de la desocupación, de la pobreza y la marginalidad. Los índices en los que se embandera el kirchnerismo, atribuyéndolo a su voluntad político-estatal para maniatar la economía, los mercados. Pero se sabe que la voluntad es el asilo de la ignorancia. Contrariamente, afirmamos que es inteligiendo la lógica inherente al desarrollo capitalista que se explica las condiciones de posibilidad del crecimiento económico y de la acción política en esta última década en nuestras tierras.
Tomando como marco el punto de quiebre que significó la década del setenta para la vida histórica de la sociedad capitalista, esta última década argentina nos da mayor nitidez para comprender aspectos que traman nuestra vida y nuestra militancia política. En estos últimos diez años se produce el ingreso de toda una generación/camada al ámbito laboral en condiciones precarias: trabajo en negro, condiciones nefastas, subsunción al humor del empleador de turno, etc. Somos parte de esa camada que de a poco fue dejando la militancia efervescente post-diciembre de 2001 (asambleas, bachilleratos populares, centros culturales, etc.) para pasar a la militancia gremial en nuestros espacios de trabajo. Seamos claros: lo que queremos poner de relieve es el movimiento profundo del ciclo de acumulación capitalista y los vaivenes que nos impone a la clase trabajadora (en tanto y en cuanto nosotras no podamos imponer nuestros intereses) respecto de las condiciones de trabajo, el modo de contratación, los derechos laborales más básicos, etc. En fin, efectos de la lucha de clases. Este poner de relieve hace inteligible las razones necesarias (pero no suficientes) de muchos de los desplazamientos de nuestros ámbitos de militancia. No es sólo que empezamos a buscar trabajo porque nos estamos recibiendo o porque llegamos a determinado nivel de la carrera que nos habilita laboralmente, sino porque ahora, en este momento del ciclo de acumulación, hay trabajo. Dicho esquemáticamente: si nos hubiésemos recibido a mediados de los noventa, la desocupación creciente nos hubiese empujado a una organización de desocupados. Por si hace falta aclararlo, desde esta perspectiva desestimamos por completo que estas oscilaciones en los niveles y características del mercado de trabajo, obedezcan a las políticas económicas del gobierno de turno. En otras palabras, la desocupación inmensa de los noventa no fue responsabilidad del menemismo como la creciente ocupación (eso sí, ultra precarizada) de esta década no es responsabilidad del kirchnerismo. No es una cuestión de política económica sino de economía política. Y en nuestra posición, de crítica de la economía política capitalista.
De esta manera, tras desarrollar tres niveles de análisis de la problemática del trabajo, consideramos que hemos sumado determinaciones y riqueza conceptual para retornar al primer problema que constatamos en estas páginas y afirmar: los avatares de la militancia anticapitalista son los avatares de la acumulación capitalista y los efectos de la lucha del capital contra el trabajo. Dado el mapa nacional, ahora advertimos también que los límites teórico-políticos que conllevan las organizaciones «metonímicas» no sólo obturan el desarrollo de organizaciones que antagonicen con el modo de vida capitalista sino que también le caben como anillo al dedo a la hegemonía burguesa y a su manifestación política a nivel nacional, el kirchnerismo. Sobre todo luego de nueve años de ciclo económico en alza. La recomposición relativa del trabajo y de la acumulación relegitimó los canales burgueses de la política, el Estado y la representación. La labilidad de los posicionamientos ideológicos y prácticos emergidos en el 2001 y su derrota manifiesta a partir del 2003, aceleraron las condiciones para la hegemonía simbólica y discursiva intra-capitalista. ¿Qué mejor desde el punto de vista de la burguesía que agitar una finitud y superación de la perspectiva de clase? De hecho la utopía más intensa del capital ha sido siempre prescindir de una vez por todas del trabajo…Por lo demás, la concepción de una pluralidad de sujetos no articulados bajo la contradicción capital-trabajo, que pugnan por ocupar la casilla vacía de la hegemonía política, es una de las principales vertientes del populismo actual. Concedido que hoy en día el problema no es el trabajo, que la contradicción capital-trabajo es secundaria, que las relaciones de explotación capitalistas no son las únicas ni las principales, se generan las condiciones de posibilidad para la eficacia del relato kirchnerista y el manejo de la agenda problemática. Eficacia del relato que se evidencia de modo manifiesto con la continua agitación de banderas nacionalistas (Malvinas, YPF…) que barren de un plumazo cualquier temblor de la legitimidad kirchnerista cuando el capital avanza sobre la clase trabajadora.[13] Es claro, nos parece, que mientras la izquierda orgánica y no orgánica pululan por esta identidad metonímica y juegan a la fragmentación del sujeto, la hegemonía económica y política «totaliza» muy fácilmente el horizonte ideológico y discursivo establecido. Después de todo, si se trata no de luchar contra la explotación capitalista sino contra el neo-liberalismo, la violación de los DDHH, la derecha vende patria y los derechos sociales, el relato kirchnerista parece mucho más eficaz que los remedos ad hoc tejidos por la izquierda pretendidamente anti-capitalista al respecto. Eficacia sin duda que recrudece el avance del capital sobre el trabajo, que garantiza más que nunca la continuidad de la explotación y que pone más en crisis la perspectiva anti-capitalista en clave emancipatoria.
La importancia que adquiere el trabajo para nosotras no depende exclusivamente de las derivas subjetivas del grupo ni de las sus integrantes. Entendemos que este devenir colectivo precisa de un movimiento preciso de descentramiento para poder comprenderlo en su mayor riqueza. Dicho de otra manera, todo devenir colectivo y/o individual se realiza en condiciones más amplias, en necesaria relación con el devenir económico, político y social en el que se encuentra inmerso. Toda práctica teórica que no pueda o no quiera hacer el esfuerzo por analizar las condiciones históricas en las que despliega su devenir y su práctica específica corre el riesgo de quedar presa de esquemas de la conciencia y del sujeto. Esquemas desde los cuales toda producción no se explica sino por intermedio de su decisión, saltando de un instante al otro, de una práctica a otra, de una orientación a otra, de modo arbitrario. Por eso, nunca se repetirá lo bastante: el hombre hace la historia en condiciones no elegidas por él…Y es este buceo en las condiciones específicas de la praxis la que otorga pertinencia y relevancia al relato y puesta por escrito de los devenires singulares. El devenir de Amartillazos es inmanente al devenir de los movimientos de la lucha entre el capital y el trabajo durante las últimas cuatro décadas. He aquí el aspecto fundamental por el cual la problemática del trabajo es vital para nosotras.
Tal vez sea este descentramiento del propio colectivo, del propio territorio, de «mi práctica política» y de la propia organización, la que pueda proveernos de una inteligencia colectiva capaz de enfrentar el conjunto de fotogramas, fragmentos y agites momentáneos que soslaya la trama incesante que determina todos nuestros vaivenes: el intento constante y necesario, en condiciones capitalistas, de avance del capital sobre el trabajo. Perspectiva de clase cuya centralidad no se puede soslayar ni intentar remedar con arreglos y consignas para salir del paso. Porque no se trata ni del sujeto, ni de direcciones, ni de intelectuales ni de consignas que «prendan», sino del trabajo paciente, teórico y práctico, a la hora de constituir una praxis colectiva anticapitalista capaz de resistir a una hegemonía burguesa que no cesa de vencer, nos guste o no. Y, en fin, tal vez, en lugar de enarbolar los oportunismos del kairós de turno cual Isabel, sea necesario volver a preguntarnos y a indagar las condiciones políticas a través de las cuales, la explotación capitalista, parece, no es un problema.
[1] «Es falso que el sistema capitalista caerá por sus propias contradicciones. Nadie nunca se ha muerto de contradicciones. El paso a la praxis es lo único que permite a la crítica ser concreta sin dejar de ser crítica, porque la praxis es un elemento de la configuración efectiva de la realidad y a la vez algo que tiende más allá de ella. Y la praxis no es más que la sociedad moviéndose en sí misma, contra sí misma y más allá de sí misma. Sólo mediante una inmersión genuina en la práctica, en la participación activa en las organizaciones de los trabajadores y los movimientos sociales, puede la teoría devenir crítica». Amartillazos, revista de filosofía, estética y política, «De la terrenalidad del pensamiento (O de la síntesis asimétrica entre la teoría y la práctica)», año V, número 4/5, Buenos Aires, 2011, p. 23.
[2] Desde esta perspectiva, la lógica de las orgánicas se constituye en la amalgama exterior entre tres «partes» recortadas: el partido, el obrero fabril y el estudiantado. Se trata de las tres «patas» del movimiento revolucionario.
[3] La tan mentada hoy en día «multisectorialidad» no hace más que dar cuenta de la misma lógica de la izquierda partidaria, sólo que en este caso no tenemos tres «patas» sino varias más. Como su mismo nombre lo indica una multisectorialidad implica, otra vez, la amalgama externa de identidades superpuestas. Y no está demás precisar que en este caso también la concepción de la clase trabajadora permanece igualmente sesgada que la operada por las orgánicas.
[4] Ver Eskenazi, M. y Marticorena, C., «Reflexiones críticas acerca de la relación entre precariedad laboral y trabajo asalariado», en http://www.herramienta.com.ar
[5] Cf. Tatián, D., «El kirchnerismo y la cuestión socialista», Página 12, 31/1/2012, http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-186595-2012-01-31.html.
[6] Merecería un desarrollo especial el estadocentrismo incuestionado que orientó y orienta a las organizaciones de izquierda revolucionaria en general. Porque ha sido esa orientación incuestionada (no incuestionada en la teoría, sino en la práctica efectiva de las organizaciones) la que ha fundamentado y sigue fundamentando la naturaleza verticalista, piramidal, jerárquica, policíaca, escindida entre quienes piensan y quienes hacen, en suma, estatal, de las organizaciones revolucionarias.
[7] Colectivo de trabajo Amartillazos, «Máquina-estética», Amartillazos, revista de filosofía, estética y política, número I, año I, Buenos Aires, 2007, p. 5.
[8] Colectivo de Estudiantes de Filosofía, «Apuntes para y hacia un balance político estructural del Primer Encuentro Nacional de Estudiantes de Filosofía (La Plata – Agosto de 2006)», Amartillazos, revista de filosofía, estética y política, número I, Op. Cit., p. 113.
[9] Quienes integramos el colectivo de trabajo de Amartillazos militamos en diversas experiencias y espacios de intervención: Bachilleratos Populares (Raíces y Ñanderoga), Centros Culturales (Casa Puente en el Delta), Universidad de Buenos Aires (Revocables…, Filosofía en Asambleas, Asamblea de antropología, PRIs, Taller de Metodología, seminarios colectivos, Materia alternativa Epistemología y Métodos de Investigación Social), Gremiales (UTE, ATE, conflicto en el Sarmiento e intervenciones en educación media), Publicaciones (Transversales, Dialéktica), Conicet, Grupos de Estudio variados y algunos de nosotros co-organizamos nuestras intervenciones en el Nodo, colectivo de co-organización militante. Ver Agenda de actividades al final del número.
[10] Colectivo de trabajo Amartillazos, «De la terrenalidad del pensamiento (O de la síntesis asimétrica entre la teoría y la práctica)», Amartillazos, revista de filosofía, estética y política, número 4/5, Op. Cit. pp. 21-22.
[11] Esto es, en cuanto a «salidas»: bajos salarios estatales. En cuanto a «ingresos»: en parte, alta recaudación a caballo de la recuperación económica y, en parte, las retenciones a la exportación de granos.
[12] La diferencia entre exportaciones e importaciones.
[13] Sólo algunos ejemplos de estos últimos meses: jubilación compulsiva a los docentes de la UBA; los techos a las paritarias; el decreto que está peleando el INTI; crisis internacional; la balanza de pagos; metrodelegados; cierre de cursos en el GCBA –que no es más que aumentar la desocupación, la pervivencia del trabajo precarizado…fenómenos todos prístinamente soslayados por la agenda nacionalista del progresismo y que dan cuenta de la continuidad férrea de los vaivenes que impone al trabajo la explotación capitalista. Y, tal como afirmamos en nuestra última cita del editorial anterior, «explotación» no consiste en un trabajo con poca remuneración y malas condiciones laborales, sino en la posesión o desposesión de los medios de producción. Situados desde esta perspectiva, consideramos que hablar de «Nación», de «Soberanía», de «Patria vs. Colonia», de «naciones periféricas vs. naciones centrales», es sólo una metonimia que oculta cuál es el conflicto fundamental. Ocultamiento de la explotación que explica por qué también desde España y Gran Bretaña se agitan de nuevo las banderas del nacionalismo: la crisis internacional amenaza la tasa de ganancia y provoca los famosos «recortes» que, tanto en Europa como en Argentina, se hacen sobre el trabajo y no sobre el capital. Este y no otro es el verdadero sentido de la agitación nacional que cunde hoy por doquier.
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