A LOS DESHARRAPADOS DEL MUNDO
Y A QUIENES,
DESCUBRIÉNDOSE EN ELLOS,
CON ELLOS SUFREN
Y CON ELLOS LUCHAN
Paulo Freire
Autoras/es: Paulo Freire CAPITULO III
La dialogicidad: Esencia de la educación como práctica de la libertad.
Dialogicidad y diálogo.
El diálogo empieza en la búsqueda del contenido programático.
Las relaciones hombres-mundo, los “temas generadores” y el contenido programático de la educación.
La investigación de los temas generadores y su metodología.
La significación concientizadora de la investigación de los temas generadores.
Los momentos de la investigación.
Al iniciar este capítulo sobre la dialogicidad de la educación, con el cual estaremos continuando el análisis hecho en el anterior, a propósito de la educación problematizadora, nos parece indispensable intentar algunas consideraciones en torno de la esencia del diálogo. Profundizaremos las afirmaciones que hicimos con respecto al mismo tema en La educación coma práctica de la libertad.48 Al intentar un adentramiento en el diálogo, como fenómeno humano, se nos revela la palabra: de la cual podemos decir que es el diálogo mismo. Y, al encontrar en el análisis del diálogo la palabra como algo más que un medio para que éste se produzca, se nos impone buscar, también, sus elementos constitutivos.
Esta búsqueda nos lleva a sorprender en ella dos dimensiones —acción y reflexión— en tal forma solidarias, y en una interacción tan radical que, sacrificada, aunque en parte, una de ellas, se resiente inmediatamente la otra.Dialogicidad y diálogo.
El diálogo empieza en la búsqueda del contenido programático.
Las relaciones hombres-mundo, los “temas generadores” y el contenido programático de la educación.
La investigación de los temas generadores y su metodología.
La significación concientizadora de la investigación de los temas generadores.
Los momentos de la investigación.
Al iniciar este capítulo sobre la dialogicidad de la educación, con el cual estaremos continuando el análisis hecho en el anterior, a propósito de la educación problematizadora, nos parece indispensable intentar algunas consideraciones en torno de la esencia del diálogo. Profundizaremos las afirmaciones que hicimos con respecto al mismo tema en La educación coma práctica de la libertad.48 Al intentar un adentramiento en el diálogo, como fenómeno humano, se nos revela la palabra: de la cual podemos decir que es el diálogo mismo. Y, al encontrar en el análisis del diálogo la palabra como algo más que un medio para que éste se produzca, se nos impone buscar, también, sus elementos constitutivos.
No hay palabra verdadera que no sea une unión inquebrantable entre acción y reflexión (ver esquema) y, por ende, que no sea praxis. De ahí que decir la palabra verdadera sea transformar el mundo.49 a) acción Palabra praxis b) reflexión a) de la acción: Palabrería, Sacrificio verbalismo b) de la reflexión: activismo La palabra inauténtica, por otro lado, con la que no se puede transformar la realidad, resulta de la dicotomía que se establece entre sus elementos constitutivos. En tal forma que, privada la palabra de su dimensión activa, se sacrifica también, automáticamente, la reflexión, transformándose en palabrería, en mero verbalismo. Por ello alienada y alienante. Es una palabra hueca de la cual no se puede esperar la denuncia del mundo, dado que no hay denuncia verdadera sin compromiso de transformación, ni compromiso sin acción.
Si, por lo contrario, se subraya o hace exclusiva la acción con el sacrificio de la reflexión, la palabra se convierte en activismo. Este, que es acción por la acción, al minimizar la reflexión, niega también la praxis verdadera e imposibilita el diálogo.
Cualquiera de estas dicotomías, al generarse en formas inauténticas de existir, genera formas inauténticas de pensar que refuerzan la matriz en que se constituyen.
La existencia, en tanto humana, no puede ser muda, silenciosa, ni tampoco nutrirse de falsas palabras sino de palabras verdaderas con las cuales los hombres transforman el mundo. Existir, humanamente, es “pronunciar” el mundo, es transformarlo. El mundo pronunciado, a su vez, retorna problematizado a los sujetos pronunciantes, exigiendo de ellos un nuevo pronunciamiento.
Los hombres no se hacen en el silencio,50 sino en la palabra, en el trabajo, en la acción, en la reflexión.
Mas si decir la palabra verdadera, que es trabajo, que es praxis, es transformar el mundo, decirla no es privilegio de algunos hombres, sino derecho de todos los hombres. Precisamente por esto, nadie puede decir la palabra verdadera solo, o decirla para los otros, en un acto de prescripción con el cual quita a los demás el derecho de decirla. Decir la palabra, referida al mundo que se ha de transformar, implica un encuentro de los hombres para esta transformación.
El diálogo es este encuentro de los hombres, mediatizados por el mundo, para pronunciarlo no agotándose, por lo tanto, en la mera relación yo-tú.
Esta es la razón que hace imposible el diálogo entre aquellas que quieren pronunciar el mundo y los que no quieren hacerlo, entre los que niegan a los demás la pronunciación del mundo, y los que no la quieren, entre los que niegan a los demás el derecho de decir la palabra y aquellos a quienes se ha negado este derecho. Primero, es necesario que los que así se encuentran, negados del derecho primordial de decir la palabra, reconquisten ese derecho prohibiendo que continúe este asalto deshumanizante.
Si diciendo la palabra con que al pronunciar el mundo los hombres lo transforman, el diálogo se impone como el camino mediante el cual los hombres ganan significación en cuanto tales.
Por esto, el diálogo es una exigencia existencial. Y siendo el encuentro que solidariza la reflexión y la acción de sus sujetos encauzados hacia el mundo que debe ser transformado y humanizado, no puede reducirse a un mero acto de depositar ideas de un sujeto en el otro, ni convenirse tampoco en un simple cambio de ideas consumadas por sus permutantes.
Tampoco es discusión guerrera, polémica, entre dos sujetos que no aspiran a comprometerse con la pronunciación del mundo ni con la búsqueda de la verdad, sino que están interesados solamente en la imposición de su verdad.
Dado que el diálogo es el encuentro de los hombres que pronuncian el mundo, no puede existir una pronunciación de unos a otros. Es un acto creador. De ahí que no pueda ser mafioso instrumento del cual eche mano un sujeto para conquistar a otro. La conquista implícita en el diálogo es la del mundo por los sujetos dialógicos, no la del uno por el otro. Conquista del mundo para la liberación de los hombres.
Es así como no hay diálogo si no hay un profundo amor al mundo y a los hombres. No es posible la pronunciación del mundo, que es un acto de creación y recreación, si no existe amor que lo infunda.51 Siendo el amor fundamento del diálogo, es también diálogo. De ahí que sea, esencialmente, tarea de sujetos y que no pueda verificarse en la relación de dominación. En ésta, lo que hay es patología amorosa: sadismo en quien domina, masoquismo en los dominados. Amor no. El amor es un acto de valentía, nunca de temor; el amor es compromiso con los hombres. Dondequiera exista un hombre oprimido, el acto de amor radica en comprometerse con su causa. La causa de su liberación. Este compromiso, por su carácter amoroso, es dialógico.
Como acto de valentía, no puede ser identificado con un sentimentalismo ingenuo; como acto de libertad, no puede ser pretexto para la manipulación, sino que debe generar otros actos de libertad. Si no es así no es amor.
Por esta misma razón, no pueden los dominados, los oprimidos, en su nombre, acomodarse a la violencia que se les imponga, sino luchar para que desaparezcan las condiciones objetivas en que se encuentran aplastados.
Solamente con la supresión de la situación opresora es posible restaurar el amor que en ella se prohibía.
Si no amo el mundo, si no amo la vida, si no amo a los hombres, no me es posible el diálogo.
No hay, por otro lado, diálogo si no hay humildad. La pronunciación del mundo, con el cual los hombres lo recrean permanentemente, no puede ser un acto arrogante.
El diálogo, como encuentro de los hombres para la tarea común de saber y actuar, se rompe si sus polos (o uno de ellos) pierde la humildad.
¿Cómo puedo dialogar, si alieno la ignorancia, esto es, si la veo siempre en el otro, nunca en mí? ¿Cómo puedo dialogar, si me admito como un hombre diferente, virtuoso por herencia, frente a los otros, meros objetos en quienes no reconozco otros “yo”? ¿Cómo puedo dialogar, si me siento participante de un “ghetto” de hombres puros, dueños de la verdad y del saber, para quienes todos los que están fuera son “esa gente” o son “nativos inferiores”? ¿Cómo puedo dialogar, si parto de que la pronunciación del mundo es tarea de hombres selectos y que la presencia de las masas en la historia es síntoma de su deterioro, el cual debo evitar? ¿Cómo puedo dialogar, si me cierro a la contribución de los otros, la cual jamás reconozco y hasta me siento ofendido con ella? ¿Cómo puedo dialogar, si temo la superación y si, sólo con pensar en ella, sufro y desfallezco? La autosuficiencia es incompatible con el diálogo. Los hombres que carecen de humildad, o aquellos que la pierden, no pueden aproximarse al pueblo. No pueden ser sus compañeros de pronunciación del mundo. Si alguien no es capaz de servirse y saberse tan hombre como los otros, significa que le falta mucho que caminar, para llegar al lugar de encuentro con ellos. En este lugar de encuentro, no hay ignorantes absolutos ni sabios absolutos: hay hombres que, en comunicación, buscan saber más.
No hay diálogo, tampoco, si no existe una intensa fe en los hombres. Fe en su poder de hacer y rehacer. De crear y recrear. Fe en su vocación de ser más, que no es privilegio de algunos elegidos sino derecho de los hombres.
La fe en los hombres e un dato a priori del diálogo. Por ello, existe aun antes de que éste se instaure. El hombre dialógico tiene fe en los hombres antes de encontrarse frente a frente con ellos. Ésta, sin embargo, no es una fe ingenua. El hombre dialógico que es crítico sabe que el poder de hacer, de crear, de transformar, es un poder de los hombres y sabe también que ellos pueden, enajenados en una situación concreta, tener ese poder disminuido.
Esta posibilidad, sin embargo, en vez de matar en el hombre dialógico su fe en los hombres, se presenta ante él, por el contrario, como un desafío al cual debe responder. Está convencido de que este poder de hacer y transformar, si bien negado en ciertas situaciones concretas, puede renacer. Puede constituirse. No gratuitamente, sino mediante la lucha por su liberación. Con la instauración del trabajo libre y no esclavo, trabajo que otorgue la alegría de vivir.
Sin esta fe en los hombres, el diálogo es una farsa o, en la mejor de las hipótesis, se transforma en manipulación paternalista.
Al basarse en el amor, la humildad, la fe en los hombres, el diálogo se transforma en una relación horizontal en que la confianza de un polo en el otro es una consecuencia obvia. Sería una contradicción si, en tanto amoroso, humilde y lleno de fe, el diálogo no provocase este clima de confianza entre sus sujetos. Por esta misma razón, no existe esa confianza en la relación antidialógica de la concepción “bancaria” de la educación.
Si la fe en los hombres es un a priori del diálogo, la confianza se instaura en él. La confianza va haciendo que los sujetos dialógicos se vayan sintiendo cada vez más compañeros en su pronunciación del mundo. Si falta la confianza significa que fallaron las condiciones discutidas anteriormente. Un falso amor, una falsa humildad, una debilitada fe en los hombres no pueden generar confianza. La confianza implica el testimonio que un sujeto da al otro, de sus intenciones reales y concretas. No puede existir si la palabra, descaracterizada, no coincide con los actos. Decir una cosa y hacer otra, no tomando la palabra en serio, no puede ser estímulo a la confianza.
Hablar de democracia y callar al pueblo es una farsa. Hablar del humanismo y negar a los hombres es una mentira.
Tampoco hay diálogo sin esperanza. La esperanza está en la raíz de la inconclusión de los hombres, a partir de la cual se mueven éstos en permanente búsqueda. Búsqueda que, como ya señalamos, no puede darse en forma aislada, sino en una comunión con los demás hombres, por ello mismo, nada viable en la situación concreta de opresión.
La desesperanza es también una forma de silenciar, de negar el mundo, de huir de él. La deshumanización, que resulta del “orden injusto”, no puede ser razón para la pérdida de la esperanza, sino que, por el contrario, debe ser motivo de una mayor esperanza, la que conduce a la búsqueda incesante de la instauración de la humanidad negada en la injusticia.
Esperanza que no se manifiesta, sin embargo, en el gesto pasivo de quien cruza los brazos y espera. Me muevo en la esperanza en cuanto lucho y, si lucho con esperanza, espero.
Si el diálogo es el encuentro de los hombres para ser más, éste no puede realizarse en la desesperanza. Si los sujetos del diálogo nada esperan de su quehacer, ya no puede haber diálogo. Su encuentro allí es vacío y estéril. Es burocrático y fastidioso.
Finalmente, no hay diálogo verdadero si no existe en sus sujetos un pensar verdadero. Pensar crítico que, no aceptando la dicotomía mundohombres, reconoce entre ellos una inquebrantable solidaridad. Este es un pensar que percibe la realidad como un proceso, que la capta en constante devenir y no como algo estático. Una tal forma de pensar no se dicotomiza a sí misma de la acción y se empapa permanentemente de temporalidad, a cuyos riesgos no teme.
Se opone al pensar ingenuo, que ve el “tiempo histórico como un peso, como la estratificación de las adquisiciones y experiencias del pasado”52 de lo que resulta que el presente debe ser algo normalizado y bien adaptado.
Para el pensar ingenuo, lo importante es la acomodación a este presente normalizado. Para el pensar crítico, la permanente transformación de la realidad, con vistas a una permanente humanización de los hombres. Para el pensar crítico, diría Pierre Furter, “la meta no será ya eliminar los riesgos de la temporalidad, adhiriéndome al espacio garantizado, sino temporalizar el espacio. El universo no se me revela —señala Funer— en el espacio imponiéndome una presencia matiza a la cual sólo puedo adaptarme, sino que se me revela como campo, un dominio que va tomando forma en la medida de mi acción”.53 Para el pensar ingenuo la meta es apegarse a ese espacio garantizado, ajustándose a él y al negar así la temporalidad se niega a. sí mismo.
Solamente el diálogo, que implica el pensar crítico, es capaz de generarlo.
Sin él no hay comunicación y sin ésta no hay verdadera educación. Educación que, superando la contradicción educador-educando, se instaura como situación gnoseológica en que los sujetos inciden su acto cognoscente sobre el objeto cognoscible que los mediatiza.
De ahí que, para realizar esta concepción de la educación como práctica de la libertad, su dialogicidad empiece, no al encontrarse el educadoreducando con los educando-educadores en una situación pedagógica, sino antes, cuando aquél se pregunta en torno a qué va a dialogar con éstos. Dicha inquietud en torno al contenido del diálogo es la inquietud a propósito del contenido programático de la educación.
Para el “educador bancario”, en su antidialogicidad, la pregunta, obviamente, no es relativa al contenido del diálogo, que para él no existe, sino con respecto al programa sobre el cual disertará a sus alumnos. Y a esta pregunta responde él mismo, organizando su programa.
Para el educador-educando, dialógico, problematizador, el contenido programático de la educación no es una donación o una imposición —un conjunto de informes que han de ser depositados en los educandos—, sino la devolución organizada, sistematizada y acrecentada al pueblo de aquellos elementos que éste le entregó en forma inestructurada.54 La educación auténtica, repetimos, no se hace de A para B o de A sobre B, sino A con B, con la mediación del mundo. Mundo que impresiona y desafía a unos y a otros originando visiones y puntos de vista en torno de él. Visiones impregnadas de anhelos, de dudas, de esperanzas o desesperanzas que implican temas significativos, en base a los cuales se constituirá el contenido programático de la educación. Uno de los equívocos propios de una concepción ingenua del humanismo, radica en que, en su ansia por presentar un modelo ideal de “buen hombre”, se olvida de la situación concreta, existencial, presente de los hombres mismos. “El humanismo —dice Furter— consiste en permitir la toma de conciencia de nuestra plena humanidad, como condición y obligación, como situación y proyecto.” 55 Simplemente, no podemos llegar a los obreros, urbanos o campesinos (estos últimos de modo general inmersos en un contexto colonial, casi umbilicalmente ligados al mundo de la naturaleza del cual se sienten más parte que transformadores) para entregarles “conocimientos”, como lo hacía una concepción bancaria, o imponerles un modelo de “buen hombre” en un programa cuyo contenido hemos organizado nosotros mismos.
No serían pocos los ejemplos que podríamos citar de programas de naturaleza política, o simplemente docente, que fallaron porque sus realizadores partieron de su visión personal de la realidad. Falta verificada porque no tomaron en cuenta, en ningún instante, a los hombres en situación a quienes dirigían su programa, a no ser como meras incidencias de su acción.
Para el educador humanista o el revolucionario auténtico, la incidencia de la acción es la realidad que debe ser transformada por ellos con los otros hombres y no los hombres en sí.
Quien actúa sobre los hombres para, adoctrinándolos, adaptarlos cada vez más a la realidad que debe permanecer intocada, son los dominadores.
Lamentablemente, sin embargo, en este “engaño” de la verticalidad de la programación, “engaño” de la concepción bancaria, caen muchas veces los revolucionarios, en su empeño por obtener la adhesión del pueblo hacia la acción revolucionaria.
Se acercan a las masas campesinas o urbanas con proyectos que pueden responder a su visión del mundo, mas no necesariamente a la del pueblo.56 Se olvidan de que su objetivo fundamental es luchar con el pueblo por la recuperación de la humanidad robada y no conquistar al pueblo. Este verbo no debe tener cabida en su lenguaje sino en el del dominador. Al revolucionario le cabe liberar y liberarse con el pueblo y no conquistarlo.
En su actuación política, las élites dominantes son eficientes en el uso de la concepción “bancaria” (en la cual la conquista es uno de los instrumentos) porque, en la medida en que desarrollan una acción que estimula la pasividad, coincide con el estado de “inmersión” de la conciencia, oprimida.
Aprovechando esta inmersión de la conciencia oprimida, las élites; la van transformando en aquella “vasija” de que hablábamos y depositando en ella aquellos marbetes que la hacen aún más temerosa de la libertad.
Un trabajo verdaderamente liberador es incompatible con esta práctica. A través de él, lo que se ha de hacer es proponer a los oprimidos los marbetes de los opresores, como problema, propiciando así su expulsión del “interior” de los oprimidos.
En última instancia, el empeño de los humanistas no puede ser el de la lucha: de sus marbetes con los marbetes de los opresores, teniendo como intermediarios a los oprimidos, como si éstos fuesen el escenario de esta lucha, como si fuesen alojadores de los marbetes de unos .y otros. El empeño de los humanistas, por el contrario, debe centrarse en que los oprimidos tomen conciencia de que por el hecho mismo de estar siendo alojadores de los opresores, como seres duales, no están pudiendo ser.
Dicha práctica implica, por lo tanto, el que el acercamiento a las masas populares se haga, no para llevar un mensaje “salvador”, en forma de contenido que ha de ser depositado, sino para conocer, dialogando con ellas, no sólo la objetividad en que se encuentran, sino la conciencia que de esta objetividad estén teniendo, vale decir, los varios niveles de percepción que tengan de sí mismos y del mundo en el que y con el que están.
Es por esto por lo que no podemos, a menos que sea ingenuamente, esperar resultados positivos de un programa, sea éste educativo en un sentido más técnico o de acción política, que no respete la visión particular del mundo que tenga o esté teniendo el pueblo. Sin ésta el programa se constituye en una especie de invasión cultural, realizada quizá con la mejor de las intenciones, pero invasión cultural al fin.57 Será a partir de la situación presente, existencial y concreta, reflejando el conjunto de aspiraciones del pueblo, que podremos organizar el contenido programático de la educación y acrecentar la acción revolucionaria.
En verdad, lo que debemos hacer es plantear al pueblo, a través de ciertas contradicciones básicas, su situación existencial, concreta, presente, como problema que, a su vez, lo desafía, y haciéndolo le exige una respuesta, no a un nivel intelectual, sino al nivel de la acción.58 Nunca disertar solamente sobre ella ni jamás donar contenidos que poco o nada tengan que ver con sus anhelos, sus dudas, sus esperanzas, sus temores.
Contenidos que, a veces, aumentan estos temores. Temores que pertenecen a la conciencia oprimida.
Nuestro papel no es hablar al pueblo sobre nuestra visión del mundo, o intentar imponerla a él, sino dialogar con el sobre su visión y la nuestra.
Tenemos que estar convencidos de que su visión del mundo, manifestada en las diversas formas de su acción, refleja su situación en el mundo en el que se constituye. La acción educativa y la acción política no pueden prescindir del conocimiento crítico de esta situación, so pena de que se transformen en “bancarias” o en una prédica en el desierto.
Por esto mismo, muchas veces, educadores y políticos hablan sin ser entendidos. Su lenguaje no sintoniza con la situación concreta de los hombres a quienes hablan. Y su habla es un discurso más, alienado y alienante.
El lenguaje del educador o del político (y cada vez nos convencemos más de que este último ha de tornarse también educador en el sentido más amplio de la palabra), tanto cuanto el lenguaje del pueblo, no existen sin un pensar, y ambos, pensamiento y lenguaje, sin una estructura a la cual se encuentren referidos. De este modo, a fin de que haya comunicación eficiente entre ellos, es preciso que el educador y el político sean capaces de conocer las condiciones estructurales en que el pensamiento y el lenguaje del pueblo se constituyen dialécticamente.
De ahí, también, que el contenido programático para la acción, que surge de ambos, no puede ser de exclusiva elección de aquéllos, sino de ellos y del pueblo.
En la realidad de la que dependemos, en la conciencia que de ella tengamos educadores y pueblo, buscaremos el contenido programático de la educación.
El momento de esta búsqueda es lo que instaura el diálogo de la educación como práctica de la libertad. Es el momento en que se realiza la investigación de lo que llamamos el universo temático59 del pueblo o el conjunto de sus temas generadores.
Dicha investigación implica necesariamente una metodología que no puede contradecir la dialogicidad de la educación liberadora. De ahí que ésta sea igualmente dialógica. De ahí que, concienciadora también, proporcione, al mismo tiempo, la aprehensión de los “temas generadores” y la toma de conciencia de los individuos en torno a ellos mismos.
Esta es la razón por la cual (en forma coherente con la finalidad liberadora de la educación dialógica) no se trata de tener en los hombres el objeto de la investigación, cuyo sujeto seria el investigador. Lo que se pretende investigar, realmente, no son los hombres, como si fuesen piezas anatómicas, sino su pensamiento-lenguaje referido a la realidad, los niveles de percepción sobre esta realidad, y su visión del mundo, mundo en el cual se encuentran envueltos sus temas generadores.
Antes de preguntarnos lo que es un tema generador, cuya respuesta nos aclarará lo que es el “universo mínimo temático”, nos parece indispensable desarrollar algunas reflexiones.
En verdad, el concepto de “tema generador” no es una creación arbitraria o una hipótesis de trabajo que deba ser comprobada. Si el “tema generador” fuera una hipótesis, que debiera ser comprobada, la investigación, en primer lugar, no sería en torno de él sino de su existencia.
En este caso, antes de buscar aprehenderlo en su riqueza, en su significado, en su pluralidad, en su devenir, en su constitución histórica, tendríamos que comprobar inicialmente su objetividad. Y sólo así podríamos intentar su captación.
Aun cuando esta posición —de duda crítica— sea legítima, nos parece que la comprobación del “tema generador”, como una concreción, es algo a lo que llegamos a través no sólo de la propia experiencia existencial sino también de una reflexión critica sobre las relaciones hombres-mundo y hombres-hombres, implícitas en las primeras.
Detengámonos en este punto, y aunque pueda parecer un lugar común, nunca será demasiado el referirnos nuevamente a los hombres como los únicos seres, entre los inconclusos, capaces de tener, no sólo su propia actividad, sino a sí mismos como objeto de su conciencia, factor que los distingue del animal, incapaz de separarse de sus actividades.
49 Algunas de las reflexiones aquí desarrolladas nos fueron sugeridas en conversaciones con el profesor Ernani María Fiori.
50 No nos referimos, obviamente, al silencio de las meditaciones profundas en que los hombres, en una forma aparente de salir del mundo, se apartan de él para “admirarlo” en globalidad, continuando en él. De ahí que estas formas de recogimiento sólo sean verdaderas cuando los hombres se encuentran en ellas empapados de “realidad” y no cuando, significando un desprecio al mundo, constituyan formas de evasión, en una especie de “esquizofrenia histórica”.
51 Cada vez nos convencemos más de la necesidad de que los verdaderos revolucionarios reconozcan en la revolución un acto de amor, en tanto es un acto creador y humanizador. Para nosotros, la revolución que no se hace sin una teoría de la revolución y por lo tantos sin conciencia, no tiene en ésta algo irreconciliable con el amor. Por el contrario, la revolución que es hecha por los hombres es hecha en nombre de su humanización.
¿Qué lleva a los revolucionarios a unirse a los oprimidos sino la condición deshumanizada en que éstos se encuentran? No es debido al deterioro que ha sufrido la palabra amor en el mundo capitalista que la revolución dejará de ser amorosa, ni que los revolucionarios silencien su carácter biófilo. Guevara, aunque hubiera subrayado el “riesgo de parecer ridículo”, no temió afirmarlo: “Déjeme decirle —declaró, dirigiéndose a Carlos Quijano—, a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad”.
Ernesto Guevara, Obra Revolucionaria, Ediciones ERA, 1967. México. pp. 637-636.
52 Trozo de una carta de un amigo del autor.
53 Pierre Furter, Educação e vida, Editôra Vozes. Petrópolis, Río, 1966. pp. 26-27.
54 En una larga conversación con Malraux, declaró Mao: “Usted sabe qué es lo que proclamo desde hace tiempo; debemos enseñar a las masas con precisión lo que hemos recibido de ellas con confusión.” André Malraux, Antimémoires, Gallimard, París, 1967, p. 551.
En esta afirmación de Mao subyace toda una teoría dialógica sobre la constitución del contenido programático de la educación, el cual no puede ser elaborado a partir de las finalidades del educador, de lo que le parezca ser mejor para sus educandos.
55 Pierre Furter, op. cit., p. 165.
56 “A fin de unirse a las masas deben conocer sus necesidades y deseos. En el trabajo con las masas es preciso partir de las necesidades de éstas, y no de nuestros propios deseos, por buenos que fueren. Ocurre en ocasiones que las masas necesitan objetivamente alguna reforma, pero la conciencia subjetiva de esa necesidad no ha madurado aún en ella y no se muestran dispuestas ni decididas a llevarla a la práctica. En ese caso tenemos que esperar con paciencia e introducir la reforma sólo cuando. gracias a nuestro trabajo, haya madurado la necesidad en la mayoría de las masas y éstas se encuentren dispuestas y decididas a llevarla a la práctica, porque de lo contrario quedaremos aislados... En ese sentido tenemos dos principios: primero, lo que las masas necesitan en realidad, y no lo que nosotros imaginamos que necesitan; y segundo, lo que las masas están dispuestas y decididas a hacer, y no lo que nosotros estamos dispuestos a hacer en beneficio de ellas.” Mao Tse Tung, El frente unido en el trabajo cultural, en Obras escogidas, Buenos Aires, Platina. 1959, t. II, pp. 424-5.
57 En el capitulo siguiente analizaremos detenidamente este punto.
58 En este sentido, es bien contradictorio tanto que los hombres verdaderamente humanista, utilicen la práctica “bancaria”, como el que los hombres de derecha lleguen a empeñarse en un esfuerzo de educación problematizadora. Éstos son siempre más coherente, jamás aceptan una pedagogía de la problematización.
59 Con igual connotación utilizamos la expresión “temática significativa”.
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