Recopilación y edición: Cecilia Chérrez; César Padilla; Sander Otten; Maria Rosa Yumbla; Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL, www.ocmal.org); ACCIÓN ECOLÓGICA (Alejandro de Valdez N24-33 y La Gasca; Quito – Ecuador, www.accionecologica.org)
Fotografías: Sander Otten; Juan Pablo Barragán
Con el apoyo de: Broederlijk Delen; Appleton Foundation; Entrepueblos – Entrepobles; Global Greengrants Fund
(Fecha original: Quito, Ecuador - Noviembre 2011) En América Latina se ha visto desde inicios de los años ‘90 un incremento significativo de la inversión extranjera en el ámbito de las industrias extractivas.1 La mayoría de las grandes compañías mineras provienen de América del Norte, en particular de Canadá, pero muchas compañías de extracción de gas y petróleo que operan actualmente en la región son originarias de Europa.2 Las Instituciones Financieras Internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Corporación Financiera Internacional han facilitado créditos a las exportaciones y garantías de inversión para permitir que estas compañías puedan operar. Los bancos europeos también han jugado un papel significativo en la financiación de las operaciones extractivas.
Este crecimiento de las operaciones extractivas en América Latina se debe principalmente a la dependencia de las economías y sociedades de los países industrializados y la acelerada industrialización de los recursos naturales del planeta, provenientes desde más allá de sus propias fronteras, provocando una fuerte presión sobre ecosistemas frágiles y sobre comunidades ubicadas en tierras proveedoras de tales recursos.
También es cada vez más evidente la recreación de las estrategias del capitalismo para obtener dichas materias primas de donde fuere, con intervenciones de diversa índole: desde invasiones hasta penetración ideológica, pasando por golpes de Estado y procesos autoritarios en los países proveedores de recursos naturales, en todo el planeta.
Vemos que en la actualidad la estrategia de los países industrializados para asegurarse el acceso a los recursos naturales no se ha modificado. Las intervenciones en el Medio Oriente y el norte de África son una muestra de la sed inacabable de materias primas y combustibles fósiles que incentiva conflictos internos y procesos de desestabilización de sistemas de gobiernos con el fin de asegurar la hegemonía sobre los recursos y combustibles que esos territorios contienen y sin los cuales el mundo capitalista no subsistiría.
Las intervenciones e invasiones en América Latina han sido analizadas y documentadas ampliamente hasta el más reciente golpe de Estado vivido en la región, el mismo que afecta hasta el día de hoy la institucionalidad democrática de Honduras y a su población, vulnerable pero en gran medida organizada. Lo que más llama la atención en este golpe de Estado fue el temprano reconocimiento del régimen de facto por parte del gobierno de Canadá, poniendo en evidencia su interés por los minerales hondureños en medio de un proceso de creciente crítica a los riesgos de la minería que amenazaba con reformar la Ley Minera y que evidentemente afectaría los intereses de las empresas canadienses operando en ese país. En síntesis, muy poco han cambiado los métodos intervencionistas de los países ricos respecto a proyectos emancipadores de los pueblos del sur.
La imposición del modelo extractivista en América Latina ha ido variando su forma y rostro sin alterar su funcionalidad principal como proveedor de recursos naturales seguros y baratos.
Si en un momento fueron las invasiones directas, éstas fueron reemplazadas por dictaduras militares a las que les sucedieron gobiernos y sistemas económicos neoliberales criollos integrados en los mercados internacionales bajo el sueño de la globalización y sus promesas de la generación de beneficios para toda la población.
Más tarde, a la luz de los fracasados experimentos neoliberales de economías frágiles abiertas a los mercados internacionales que llevaron a los países de la región a una creciente dependencia de las corporaciones transnacionales en el manejo de los recursos naturales, se generaron procesos de resistencia y exigencias políticas de cambio.
Un caso tan extremo como la “Guerra del Agua” en Cochabamba, Bolivia, evidenció de forma clara los planes de las transnacionales que, como Bechtel, sin escrúpulos intentó hacerse del bien más preciado de campesinos, indígenas y población urbana de ese departamento de los valles andinos bolivianos: el agua.
Más tarde, la “Guerra del Gas” producida tras la iniciativa del neoliberal Gonzalo Sánchez de Losada de vender este combustible para alimentar centrales termoeléctricas que abastecerían de energía a las minas en Chile, casi todas transnacionales, culminó con la revuelta que le costó el exilio y dio paso a gobiernos transitorios hasta la llegada al Palacio Quemado del dirigente cocalero e indígena Aymara, Evo Morales.
Cosas similares sucedieron en Ecuador donde en corto tiempo el país fue testigo de sucesivos gobiernos de corta duración por la presión de los movimientos sociales, incluyendo al movimiento indígena, con un epílogo para el período protagonizado por el movimiento de los “forajidos”.
Como consecuencia lógica de las crisis políticas propiciadas por el empobrecimiento de las economías y las sociedades afectadas por la aplicación del sistema neoliberal, a estos experimentos de mercado a ultranza les sucedieron en algunos países y de manera progresiva extendiéndose a otros, regímenes orientados a una mayor inversión social, al pago de deudas sociales históricas y rediseños de economías más solidarias hacia el interior del país y más articuladas en la región latinoamericana, buscando un modelo más propio y más acorde con las necesidades de sus pueblos.
Bajo el rótulo de gobiernos del “socialismo del siglo XXI” algunos países elaboraron promesas de independencia, autonomía, soberanía, justicia, equidad y en algunos casos protección ambiental, cuidado de la naturaleza y defensa de los pueblos indígenas. Sin embargo, tanto los gobiernos que sostuvieron versiones de economías neoliberales integradas en la globalización como aquellos convocados por el “socialismo del siglo XXI”, han mantenido la vocación extractivista para satisfacer las demandas de las economías industrializadas de los países del Norte o aquellos en expansión industrial como India y especialmente China.
La diferencia entre ambas ideologías políticas es que las economías neoliberales buscan la acumulación y ahorro como receta para la estabilidad económica y base para un supuesto desarrollo con chorreo, mientras las economías del socialismo del siglo XXI buscan generar más ingresos para pagar la deuda social histórica mediante una mayor redistribución del ingreso y el mejoramiento de las condiciones económicas de los más pobres y postergados.
Tanto unos como otros han sostenido el andamiaje que permite que el flujo de extracción y exportación de recursos naturales se mantenga. Así que la diferencia entre unos y otros está en que las economías neoliberales se basan en el extractivismo, mientras las socialistas del siglo XXI en el neo-extractivismo redistributivo.
Por otro lado la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA) que pretende interconectar a la subregión para mejorar el flujo de recursos naturales, depende de que se den condiciones tales como sistemas tributarios laxos, inversiones privadas auto-reguladas, legislaciones ambientales decorativas que no constituyan trabas a las actividades de explotación de recursos naturales, facilidades para el ingreso de las transnacionales a territorios ocupados por comunidades campesinas e indígenas, garantías legales para la estabilidad y respeto a las inversiones. Dichos requisitos han formado parte de las condiciones creadas o mantenidas por los gobiernos de la región para la operación de las industrias extractivas en el territorio de América Latina.
De esta forma, iniciativas como IIRSA garantizan el flujo de recursos naturales a través de la interconectividad de la infraestructura, y es un instrumento que subordina a la actividad económica regional e internacional las formas de vida y la integridad de la naturaleza y el territorio, ya que impone una lógica del territorio abierto al transporte y al traslado de materias primas a través de todos los canales de transporte posibles: terrestre, fluvial, marítimo y aéreo, mediante un modelo de “corredores intermodales” que surcan el mapa de América del Sur cual venas que transportan la sangre de un gigantesco animal.
Este proyecto está orientado por un lado a trasportar por barcos y ferrocarriles grandes volúmenes de soja que se utiliza como materia prima para la elaboración de piensos para animales (cerdos, aves y vacas) que se producen a gran escala en Europa. También está diseñado para el trasporte de minerales al hemisferio norte y al continente asiático.
En la mayoría de los casos cruzando fronteras vedadas para las migraciones humanas, IIRSA asegura que el territorio esté abierto a las necesidades del llamado mercado globalizado, pero atropella los derechos y las necesidades de las poblaciones locales afectadas por los flujos de recursos naturales que le son drenados al continente.
La imposición del modelo extractivista no sólo significa el despojo de derechos y la destrucción de bienes comunes de las poblaciones y comunidades de América Latina. Significa también la impo sición de modelos culturales basados en la temporalidad de un crecimiento empobrecedor que arrasa con las tradiciones y formas de vida sustentables, los sistemas económicos locales basados en la complementariedad y la solidaridad y los reemplaza por la temporalidad crematística no renovable circunscrita al auge de minerales, combustibles fósiles, plantaciones depredadoras como la palma africana. Efectivamente, estos recursos naturales están destinados a alimentar un sistema de vida que condena a la humanidad a su fin no sin antes propiciar injusticias, guerras, dominaciones, expoliación y crímenes ecológicos de diversa magnitud y carácter.
La destrucción de los bienes comunes a causa del extractivismo significa el reemplazo de visiones y valores sociales construidos ancestralmente y la pérdida de conocimientos y formas de vida que han permitido la existencia de comunidades en relativa sinergia con el entorno, los ecosistemas y la naturaleza.
Se trata de construcciones sociales donde tanto las costumbres como los saberes y tecnologías tradicionales han crecido y se han adaptado en función de las necesidades humanas en armonía con la naturaleza.
Todo eso y más está siendo destruido desde el inicio de la imposición de los modelos extractivos al servicio de sistemas económicos voraces, neocoloniales impuestos a sangre y fuego, criminalización y corrupción, para vencer las resistencias locales o nacionales opuestas a las hegemonías de sistemas fracasados, obsoletos e insustentables.
Se trata de un sistema que intenta imponer y articular el máximo de elementos que componen los mecanismos sociales de empleo, consumo, leyes y normas e incluso valores morales para ponerlos a disposición de un modelo de extracción de recursos naturales sostenido económicamente por las transnacionales y socialmente por las poblaciones cuyas percepciones colectivas no sólo sustentan sino que alientan el extractivismo, identificado como oportunidad de progreso y desarrollo.
Instrumentos ideológicos y científicos soportan esas articulaciones tendientes al dominio hegemónico de las potencias mundiales. “La doctrina del shock” denunciada y analizada ampliamente por Naomi Klein, sobre cómo la aniquilación física y psicológica representa la mejor oportunidad para imponer modelos de desarrollo y de sociedad que permitan dominar económica, psicológica y culturalmente a poblaciones enteras, puestas al servicio de los negocios de los grandes poderes económicos en manos de las transnacionales. (Klein, 2007) En América Latina, el país usado para la aplicación temprana de dicha doctrina fue Chile con sus 17 años de dictadura y aplicación del modelo neoliberal al ortodoxo estilo de Milton Friedman. No por nada, Chile se convierte en el modelo económico para la región. No olvidemos que este austral país posee el 37% de las reservas mundiales de cobre y otros minerales y que la nacionalización de las minas en manos de empresas norteamericanas fue demasiado para Estados Unidos, que a la fecha de la nacionalización ya llevaba avanzados sus planes para derrocar al socialista Salvador Allende.
Esta doctrina ha tenido como aplicación característica aquellas situaciones donde las oportunidades de negocio y especialmente en el sector extractivo han estado en entredicho. La terapia del shock se aplicó proactivamente en Irak y Afganistán, y sigue aplicándose en Libia. Pero también se aplica de manera reactiva en situaciones como el tsunami de Asia y Nueva Orleans, tras el huracán Katrina.
Como si ello no fuera suficiente y a modo de candados en las aperturas económicas de los países de la región, los acuerdos o tratados de libre comercio se han presentado como oportunidades económicas para los gobiernos de América Latina dispuestos a garantizar a los países industrializados el acceso a las riquezas naturales.
Presentados como un premio al buen desempeño y seriedad en la gestión económica, los acuerdos comerciales sirven principalmente para aprovechar la coyuntura de desprotección de las economías y derechos de las poblaciones locales para imponer reglas del juego inalterables. Éstas deben asegurar el pleno acceso de las economías del norte a las riquezas de los países firmantes del Sur.
La desprotección es la condición básica para la firma de los acuerdos de libre comercio por parte de los países del sur. El abuso de derechos ilegítimamente adquiridos, la explotación y expoliación por parte de las transnacionales es la contrapartida al premio de ser merecedor de participar en la economía unilateralmente globalizada.
Otra característica de la imposición del modelo que usa muchas de las estrategias arriba mencionadas apunta al control del territorio. Las industrias extractivas, la ampliación de la frontera agroindustrial, los cultivos de arboles para celulosa y papel, la invasión de especies para agrocombustibles dependen de grandes extensiones de tierras para que su negocio sea rentable.
Controlar el territorio por tanto es un paso fundamental para asegurar el éxito del negocio. Es por ello que uno de los problemas más importantes de esas actividades lo constituye el desplazamiento de poblaciones completas, muchas veces amenazadas o simplemente eliminadas como ha sido el caso de comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes en vastas zonas de Colombia.
La minería, el petróleo, las represas, las plantaciones, son actividades que dependen del control del territorio el cual es cedido a transnacionales cuyo objetivo es despejar las zonas a explotar para ejecutar actividades extractivas.
Cada derecho otorgado a una empresa extractiva transnacional significa la resta de uno o varios derechos a las comunidades afectadas. Los derechos reconocidos a las industrias extractivas implican el despojo de derechos de las comunidades. Las comunidades ven cómo las transnacionales gozan del apoyo explicito de los gobiernos bajo lemas poco convincentes y menos aún reales como el empleo, desarrollo y bienestar de las comunidades locales y del país, para despojarles de lo más preciado que poseen: la tradición y sustentabilidad de sus sistemas económicos y sociales, sus saberes y las manifestaciones de solidaridad a la hora de defender sus bienes comunes.
Serios conflictos se han generado por la imposición de políticas públicas que apoyan el saqueo y control territorial por parte de las transnacionales. Uno de los más conocidos es el conflicto generado en la amazonía peruana, identificado como el conflicto de Bagua, donde los indígenas amazónicos se enfrentaron a la policía mediante una ocupación masiva de vías en protesta a la aprobación de un paquete de decretos que abrían el territorio amazónico a interesas transnacionales garantizados en el TLC firmado con Estados Unidos.
A pesar de la aplicación de diversas estrategias desde los países industrializados para asegurar el acceso a minerales y combustibles, al menos en América Latina la tarea no les ha sido del todo fácil. Los movimientos de resistencia varias veces descabezados o aniquilados por políticas represivas vuelven una y otra vez a levantarse para reivindicar derechos, justicia, equidad y últimamente y cada vez mas, sustentabilidad y respeto a las bases de la subsistencia: el respeto y protección de la madre tierra y sus custodios más leales: los pueblos indígenas originarios.
Es en ese escenario donde luego de ensayar múltiples formulas para desarticular y acallar las demandas de las poblaciones afectadas por el modelo extractivo, donde surge y se refuerza la idea de condenar legalmente la creciente protesta social que caracteriza los conflictos entre industrias extractivas y comunidades. Es allí donde el Estado asume el rol de protector de los intereses de las transnacionales disfrazándolos de prioridades nacionales e intereses públicos y arremete contra las comunidades que exigen el respeto a sus derechos.
Los Estados han aceptado cumplir el rol de guardianes del sistema extractivista protegiendo sus intereses a costa de la integridad, seguridad, y derechos de las poblaciones nacionales. Visto así, los Estados se han transformado en enemigos de los intereses nacionales. Y no es para menos pues han sido justamente el objetivo de la implementación de las estrategias de los países ricos. No hay nada mas fácil que enquistar en las víctimas a sus más encarnizados verdugos.
De esta forma la criminalización de una de las actividades más legítimas se torna una práctica común tanto en gobiernos neoliberales como en los llamados “progresistas”. La protesta social es la expresión y ejercicio de un derecho elemental sobre todo en situaciones de injusticia y destrucción de las bases de la existencia humana: la naturaleza. Por ser tan legítima y estar basada en derechos tan elementales es que se transforma en uno de los peligros mayores para el extractivismo y el modelo de dominación. Justamente por eso la defensa de la madre tierra, de la pachamama, de la naturaleza, es considerada actividad peligrosa, subversiva y terrorista. Justamente porque pone en jaque el modelo depredador y dominador que sacrifica la vida y sus manifestaciones para alimentar un sistema de muerte y destrucción.
Este crecimiento de las operaciones extractivas en América Latina se debe principalmente a la dependencia de las economías y sociedades de los países industrializados y la acelerada industrialización de los recursos naturales del planeta, provenientes desde más allá de sus propias fronteras, provocando una fuerte presión sobre ecosistemas frágiles y sobre comunidades ubicadas en tierras proveedoras de tales recursos.
También es cada vez más evidente la recreación de las estrategias del capitalismo para obtener dichas materias primas de donde fuere, con intervenciones de diversa índole: desde invasiones hasta penetración ideológica, pasando por golpes de Estado y procesos autoritarios en los países proveedores de recursos naturales, en todo el planeta.
Vemos que en la actualidad la estrategia de los países industrializados para asegurarse el acceso a los recursos naturales no se ha modificado. Las intervenciones en el Medio Oriente y el norte de África son una muestra de la sed inacabable de materias primas y combustibles fósiles que incentiva conflictos internos y procesos de desestabilización de sistemas de gobiernos con el fin de asegurar la hegemonía sobre los recursos y combustibles que esos territorios contienen y sin los cuales el mundo capitalista no subsistiría.
Las intervenciones e invasiones en América Latina han sido analizadas y documentadas ampliamente hasta el más reciente golpe de Estado vivido en la región, el mismo que afecta hasta el día de hoy la institucionalidad democrática de Honduras y a su población, vulnerable pero en gran medida organizada. Lo que más llama la atención en este golpe de Estado fue el temprano reconocimiento del régimen de facto por parte del gobierno de Canadá, poniendo en evidencia su interés por los minerales hondureños en medio de un proceso de creciente crítica a los riesgos de la minería que amenazaba con reformar la Ley Minera y que evidentemente afectaría los intereses de las empresas canadienses operando en ese país. En síntesis, muy poco han cambiado los métodos intervencionistas de los países ricos respecto a proyectos emancipadores de los pueblos del sur.
La imposición del modelo extractivista en América Latina ha ido variando su forma y rostro sin alterar su funcionalidad principal como proveedor de recursos naturales seguros y baratos.
Si en un momento fueron las invasiones directas, éstas fueron reemplazadas por dictaduras militares a las que les sucedieron gobiernos y sistemas económicos neoliberales criollos integrados en los mercados internacionales bajo el sueño de la globalización y sus promesas de la generación de beneficios para toda la población.
Más tarde, a la luz de los fracasados experimentos neoliberales de economías frágiles abiertas a los mercados internacionales que llevaron a los países de la región a una creciente dependencia de las corporaciones transnacionales en el manejo de los recursos naturales, se generaron procesos de resistencia y exigencias políticas de cambio.
Un caso tan extremo como la “Guerra del Agua” en Cochabamba, Bolivia, evidenció de forma clara los planes de las transnacionales que, como Bechtel, sin escrúpulos intentó hacerse del bien más preciado de campesinos, indígenas y población urbana de ese departamento de los valles andinos bolivianos: el agua.
Más tarde, la “Guerra del Gas” producida tras la iniciativa del neoliberal Gonzalo Sánchez de Losada de vender este combustible para alimentar centrales termoeléctricas que abastecerían de energía a las minas en Chile, casi todas transnacionales, culminó con la revuelta que le costó el exilio y dio paso a gobiernos transitorios hasta la llegada al Palacio Quemado del dirigente cocalero e indígena Aymara, Evo Morales.
Cosas similares sucedieron en Ecuador donde en corto tiempo el país fue testigo de sucesivos gobiernos de corta duración por la presión de los movimientos sociales, incluyendo al movimiento indígena, con un epílogo para el período protagonizado por el movimiento de los “forajidos”.
Como consecuencia lógica de las crisis políticas propiciadas por el empobrecimiento de las economías y las sociedades afectadas por la aplicación del sistema neoliberal, a estos experimentos de mercado a ultranza les sucedieron en algunos países y de manera progresiva extendiéndose a otros, regímenes orientados a una mayor inversión social, al pago de deudas sociales históricas y rediseños de economías más solidarias hacia el interior del país y más articuladas en la región latinoamericana, buscando un modelo más propio y más acorde con las necesidades de sus pueblos.
Bajo el rótulo de gobiernos del “socialismo del siglo XXI” algunos países elaboraron promesas de independencia, autonomía, soberanía, justicia, equidad y en algunos casos protección ambiental, cuidado de la naturaleza y defensa de los pueblos indígenas. Sin embargo, tanto los gobiernos que sostuvieron versiones de economías neoliberales integradas en la globalización como aquellos convocados por el “socialismo del siglo XXI”, han mantenido la vocación extractivista para satisfacer las demandas de las economías industrializadas de los países del Norte o aquellos en expansión industrial como India y especialmente China.
La diferencia entre ambas ideologías políticas es que las economías neoliberales buscan la acumulación y ahorro como receta para la estabilidad económica y base para un supuesto desarrollo con chorreo, mientras las economías del socialismo del siglo XXI buscan generar más ingresos para pagar la deuda social histórica mediante una mayor redistribución del ingreso y el mejoramiento de las condiciones económicas de los más pobres y postergados.
Tanto unos como otros han sostenido el andamiaje que permite que el flujo de extracción y exportación de recursos naturales se mantenga. Así que la diferencia entre unos y otros está en que las economías neoliberales se basan en el extractivismo, mientras las socialistas del siglo XXI en el neo-extractivismo redistributivo.
Por otro lado la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA) que pretende interconectar a la subregión para mejorar el flujo de recursos naturales, depende de que se den condiciones tales como sistemas tributarios laxos, inversiones privadas auto-reguladas, legislaciones ambientales decorativas que no constituyan trabas a las actividades de explotación de recursos naturales, facilidades para el ingreso de las transnacionales a territorios ocupados por comunidades campesinas e indígenas, garantías legales para la estabilidad y respeto a las inversiones. Dichos requisitos han formado parte de las condiciones creadas o mantenidas por los gobiernos de la región para la operación de las industrias extractivas en el territorio de América Latina.
De esta forma, iniciativas como IIRSA garantizan el flujo de recursos naturales a través de la interconectividad de la infraestructura, y es un instrumento que subordina a la actividad económica regional e internacional las formas de vida y la integridad de la naturaleza y el territorio, ya que impone una lógica del territorio abierto al transporte y al traslado de materias primas a través de todos los canales de transporte posibles: terrestre, fluvial, marítimo y aéreo, mediante un modelo de “corredores intermodales” que surcan el mapa de América del Sur cual venas que transportan la sangre de un gigantesco animal.
Este proyecto está orientado por un lado a trasportar por barcos y ferrocarriles grandes volúmenes de soja que se utiliza como materia prima para la elaboración de piensos para animales (cerdos, aves y vacas) que se producen a gran escala en Europa. También está diseñado para el trasporte de minerales al hemisferio norte y al continente asiático.
En la mayoría de los casos cruzando fronteras vedadas para las migraciones humanas, IIRSA asegura que el territorio esté abierto a las necesidades del llamado mercado globalizado, pero atropella los derechos y las necesidades de las poblaciones locales afectadas por los flujos de recursos naturales que le son drenados al continente.
La imposición del modelo extractivista no sólo significa el despojo de derechos y la destrucción de bienes comunes de las poblaciones y comunidades de América Latina. Significa también la impo sición de modelos culturales basados en la temporalidad de un crecimiento empobrecedor que arrasa con las tradiciones y formas de vida sustentables, los sistemas económicos locales basados en la complementariedad y la solidaridad y los reemplaza por la temporalidad crematística no renovable circunscrita al auge de minerales, combustibles fósiles, plantaciones depredadoras como la palma africana. Efectivamente, estos recursos naturales están destinados a alimentar un sistema de vida que condena a la humanidad a su fin no sin antes propiciar injusticias, guerras, dominaciones, expoliación y crímenes ecológicos de diversa magnitud y carácter.
La destrucción de los bienes comunes a causa del extractivismo significa el reemplazo de visiones y valores sociales construidos ancestralmente y la pérdida de conocimientos y formas de vida que han permitido la existencia de comunidades en relativa sinergia con el entorno, los ecosistemas y la naturaleza.
Se trata de construcciones sociales donde tanto las costumbres como los saberes y tecnologías tradicionales han crecido y se han adaptado en función de las necesidades humanas en armonía con la naturaleza.
Todo eso y más está siendo destruido desde el inicio de la imposición de los modelos extractivos al servicio de sistemas económicos voraces, neocoloniales impuestos a sangre y fuego, criminalización y corrupción, para vencer las resistencias locales o nacionales opuestas a las hegemonías de sistemas fracasados, obsoletos e insustentables.
Se trata de un sistema que intenta imponer y articular el máximo de elementos que componen los mecanismos sociales de empleo, consumo, leyes y normas e incluso valores morales para ponerlos a disposición de un modelo de extracción de recursos naturales sostenido económicamente por las transnacionales y socialmente por las poblaciones cuyas percepciones colectivas no sólo sustentan sino que alientan el extractivismo, identificado como oportunidad de progreso y desarrollo.
Instrumentos ideológicos y científicos soportan esas articulaciones tendientes al dominio hegemónico de las potencias mundiales. “La doctrina del shock” denunciada y analizada ampliamente por Naomi Klein, sobre cómo la aniquilación física y psicológica representa la mejor oportunidad para imponer modelos de desarrollo y de sociedad que permitan dominar económica, psicológica y culturalmente a poblaciones enteras, puestas al servicio de los negocios de los grandes poderes económicos en manos de las transnacionales. (Klein, 2007) En América Latina, el país usado para la aplicación temprana de dicha doctrina fue Chile con sus 17 años de dictadura y aplicación del modelo neoliberal al ortodoxo estilo de Milton Friedman. No por nada, Chile se convierte en el modelo económico para la región. No olvidemos que este austral país posee el 37% de las reservas mundiales de cobre y otros minerales y que la nacionalización de las minas en manos de empresas norteamericanas fue demasiado para Estados Unidos, que a la fecha de la nacionalización ya llevaba avanzados sus planes para derrocar al socialista Salvador Allende.
Esta doctrina ha tenido como aplicación característica aquellas situaciones donde las oportunidades de negocio y especialmente en el sector extractivo han estado en entredicho. La terapia del shock se aplicó proactivamente en Irak y Afganistán, y sigue aplicándose en Libia. Pero también se aplica de manera reactiva en situaciones como el tsunami de Asia y Nueva Orleans, tras el huracán Katrina.
Como si ello no fuera suficiente y a modo de candados en las aperturas económicas de los países de la región, los acuerdos o tratados de libre comercio se han presentado como oportunidades económicas para los gobiernos de América Latina dispuestos a garantizar a los países industrializados el acceso a las riquezas naturales.
Presentados como un premio al buen desempeño y seriedad en la gestión económica, los acuerdos comerciales sirven principalmente para aprovechar la coyuntura de desprotección de las economías y derechos de las poblaciones locales para imponer reglas del juego inalterables. Éstas deben asegurar el pleno acceso de las economías del norte a las riquezas de los países firmantes del Sur.
La desprotección es la condición básica para la firma de los acuerdos de libre comercio por parte de los países del sur. El abuso de derechos ilegítimamente adquiridos, la explotación y expoliación por parte de las transnacionales es la contrapartida al premio de ser merecedor de participar en la economía unilateralmente globalizada.
Otra característica de la imposición del modelo que usa muchas de las estrategias arriba mencionadas apunta al control del territorio. Las industrias extractivas, la ampliación de la frontera agroindustrial, los cultivos de arboles para celulosa y papel, la invasión de especies para agrocombustibles dependen de grandes extensiones de tierras para que su negocio sea rentable.
Controlar el territorio por tanto es un paso fundamental para asegurar el éxito del negocio. Es por ello que uno de los problemas más importantes de esas actividades lo constituye el desplazamiento de poblaciones completas, muchas veces amenazadas o simplemente eliminadas como ha sido el caso de comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes en vastas zonas de Colombia.
La minería, el petróleo, las represas, las plantaciones, son actividades que dependen del control del territorio el cual es cedido a transnacionales cuyo objetivo es despejar las zonas a explotar para ejecutar actividades extractivas.
Cada derecho otorgado a una empresa extractiva transnacional significa la resta de uno o varios derechos a las comunidades afectadas. Los derechos reconocidos a las industrias extractivas implican el despojo de derechos de las comunidades. Las comunidades ven cómo las transnacionales gozan del apoyo explicito de los gobiernos bajo lemas poco convincentes y menos aún reales como el empleo, desarrollo y bienestar de las comunidades locales y del país, para despojarles de lo más preciado que poseen: la tradición y sustentabilidad de sus sistemas económicos y sociales, sus saberes y las manifestaciones de solidaridad a la hora de defender sus bienes comunes.
Serios conflictos se han generado por la imposición de políticas públicas que apoyan el saqueo y control territorial por parte de las transnacionales. Uno de los más conocidos es el conflicto generado en la amazonía peruana, identificado como el conflicto de Bagua, donde los indígenas amazónicos se enfrentaron a la policía mediante una ocupación masiva de vías en protesta a la aprobación de un paquete de decretos que abrían el territorio amazónico a interesas transnacionales garantizados en el TLC firmado con Estados Unidos.
A pesar de la aplicación de diversas estrategias desde los países industrializados para asegurar el acceso a minerales y combustibles, al menos en América Latina la tarea no les ha sido del todo fácil. Los movimientos de resistencia varias veces descabezados o aniquilados por políticas represivas vuelven una y otra vez a levantarse para reivindicar derechos, justicia, equidad y últimamente y cada vez mas, sustentabilidad y respeto a las bases de la subsistencia: el respeto y protección de la madre tierra y sus custodios más leales: los pueblos indígenas originarios.
Es en ese escenario donde luego de ensayar múltiples formulas para desarticular y acallar las demandas de las poblaciones afectadas por el modelo extractivo, donde surge y se refuerza la idea de condenar legalmente la creciente protesta social que caracteriza los conflictos entre industrias extractivas y comunidades. Es allí donde el Estado asume el rol de protector de los intereses de las transnacionales disfrazándolos de prioridades nacionales e intereses públicos y arremete contra las comunidades que exigen el respeto a sus derechos.
Los Estados han aceptado cumplir el rol de guardianes del sistema extractivista protegiendo sus intereses a costa de la integridad, seguridad, y derechos de las poblaciones nacionales. Visto así, los Estados se han transformado en enemigos de los intereses nacionales. Y no es para menos pues han sido justamente el objetivo de la implementación de las estrategias de los países ricos. No hay nada mas fácil que enquistar en las víctimas a sus más encarnizados verdugos.
De esta forma la criminalización de una de las actividades más legítimas se torna una práctica común tanto en gobiernos neoliberales como en los llamados “progresistas”. La protesta social es la expresión y ejercicio de un derecho elemental sobre todo en situaciones de injusticia y destrucción de las bases de la existencia humana: la naturaleza. Por ser tan legítima y estar basada en derechos tan elementales es que se transforma en uno de los peligros mayores para el extractivismo y el modelo de dominación. Justamente por eso la defensa de la madre tierra, de la pachamama, de la naturaleza, es considerada actividad peligrosa, subversiva y terrorista. Justamente porque pone en jaque el modelo depredador y dominador que sacrifica la vida y sus manifestaciones para alimentar un sistema de muerte y destrucción.
1. Entre 1990-2001, cuatro de los diez principales países de destino para las inversiones mineras en el mundo estaban en América Latina: Chile (1a posición); Perú (6a); Argentina (9a) y México (10a). Doce de las mayores inversiones mineras también se encontraban en América Latina: dos en Perú; nueve en Chile y una en Argentina. (Bridge, 2004).
2. Esto incluye a Repsol (España), Shell (Países Bajos-Reino Unido) y British Petroleum (Reino Unido).
2. Esto incluye a Repsol (España), Shell (Países Bajos-Reino Unido) y British Petroleum (Reino Unido).
No hay comentarios:
Publicar un comentario