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miércoles, 16 de mayo de 2012

Educación y equidad

Algunos aportes desde la noción de educabilidad 1

Autoras/es: Néstor López 2
(Fecha original del artículo: 2004) 3
La gran mayoría de los estudios orientados a esclarecer la relación entre educación y equidad social coinciden en centrar la atención en la educación como una condición indispensable para el logro de una sociedad más equitativa. Los argumentos que permiten pensar a la educación como una instancia previa a la equidad, como su condición de posibilidad, son muy diversos, y se pueden mencionar aquí dos de los más contundentes. En primer lugar, se sostiene que quienes no tienen acceso a la educación carecen de aquellas competencias que habilitan para una inserción laboral exitosa. Como consecuencia de ello, estos sujetos excluidos del sistema educativo son además marginados respecto del principal mecanismo social de distribución de la riqueza - el mercado de trabajo – consolidando así uno de los modos de reproducción de las desigualdades en nuestras sociedades. Con esta visión, fuertemente arraigada en enfoques que enfatizan en la centralidad de los recursos humanos, convive aquella que sostiene que quienes no acceden a una educación de calidad tienen limitadas las posibilidades de un pleno ejercicio de sus derechos y de participación en la sociedad, lo cual se traduce en un debilitamiento de su condición de ciudadanos.

Desde ambas perspectivas se coincide en que no es posible promover estrategias de desarrollo e integración social fundadas sobre una distribución inequitativa del conocimiento. Más aún, desde ellas es posible sostener que nuestras sociedades deben asumir y hacer efectivo el compromiso de movilizar aquellos recursos que garanticen que todos los niños y adolescentes puedan recibir como mínimo doce años de educación de calidad. Un horizonte de educación media de calidad para todos representaría, sin dudas, un gran aporte para la consolidación de sociedades más justas y equitativas.
Ahora bien, la creciente complejidad que caracteriza al escenario social en los países de América Latina, y más específicamente, la profundización de situaciones de pobreza extrema y exclusión social, nos confrontan con el siguiente interrogante: ¿Es posible educar en cualquier contexto? ¿Cuál es el mínimo de equidad necesario para que las prácticas educativas sean exitosas? Cada vez se hacen más visibles las limitaciones de los sistemas educativos frente a escenarios tan devastados, en que sus alumnos no cuentan con condiciones mínimas que les permitan participar del proceso educativo. Aparece así la necesidad de señalar que hace falta un mínimo de bienestar para poder educar.
En consecuencia, aquella visión que pone a la educación como condición necesaria para la equidad debe hoy ser complementada con otra que, en sentido inverso, pone a la equidad como condición de posibilidad para la educación. Se hace necesario, por lo tanto, renunciar a esquemas de análisis que se apoyan en relaciones causales unidireccionales y abordar la articulación entre educación y equidad desde una perspectiva relacional que mantenga viva la tensión entre ambos términos.
Esta necesidad de profundizar en un debate en torno al modo de articulación entre educación y equidad social deviene de la creciente complejidad de los escenarios sociales de la región, que se traducen en nuevos y difíciles desafíos para los sistemas educativos. El aumento de las desigualdades en el acceso al bienestar - al punto de que en varios países de la región la pobreza aumenta aún en períodos de crecimiento económico - es tal vez el más analizado de los procesos sociales ocurridos en los últimos veinte años, pero no el único. Son indiscutibles hoy los hallazgos respecto a las diversas formas en que se expresa la crisis de cohesión social y la creciente fragmentación de la sociedad, y que se traducen en la ruptura de los lazos sociales primarios y la proliferación de prácticas que privilegian al individualismo por sobre el interés colectivo. Desde el punto de vista político, venimos de años en que al mismo tiempo en que se avanzó en la consolidación de las democracias de la región, las mismas se ven debilitadas como efecto de permanentes episodios de corrupción, el desgaste de las formas tradicionales de representación política y el desencanto de los ciudadanos ante las promesas incumplidas por sus gobernantes. Desde el punto de vista cultural, nuestras sociedades se encuentran en una permanente tensión entre los efectos universalistas e integradores de los medios masivos de comunicación, en especial Internet, y una vasta proliferación de microculturas que refuerzan en el plano subjetivo los procesos de fragmentación social y aislamiento. La gran diversidad de escenarios, las múltiples expresiones de la pobreza, nuevas formas de exclusión social y espacial, una sociedad cada vez más fragmentada y una creciente coexistencia de múltiples configuraciones culturales, especialmente entre los jóvenes, son constitutivas del nuevo panorama social en América Latina. La década del 90 fue una década de consolidación de escenarios sociales muy diversos, diversidad que es riqueza en tanto complejidad cultural, pero que al mismo tiempo deviene de situaciones de extrema pobreza y exclusión.
En este contexto, los sistemas educativos quedan enfrentados a múltiples desafíos, y tal como están estructurados hoy, se ven con serias dificultades para hacer efectivo el compromiso de una educación de calidad para todos. En principio, surge la necesidad de desarrollar estrategias adecuadas para lograr resultados positivos en cada uno de estos múltiples escenarios que se van delineando en la región, lo cual requiere del desarrollo de diversas aproximaciones pedagógicas para el logro de resultados equivalentes. Surgen así interrogantes tales como de qué modo educar a niños de familias empobrecidas, cómo educar en contextos de extrema violencia, cómo se logran resultados exitosos entre refugiados o desplazados por la guerra, o cómo retener en la escuela a adolescentes de las más diversas tribus urbanas. Cada caso en particular requiere del desarrollo de estrategias educativas que partan de un profundo conocimiento de estas realidades, y pueda operar exitosamente en ellas.
Sin embargo, ante la evidencia de la proliferación de fenómenos de extrema exclusión, marginalidad profunda, o de ruptura de lazos sociales mínimos, surge inevitablemente la pregunta de si los sistemas educativos están en condiciones de desarrollar estrategias acordes a cada uno de ellos, o, por el contrario, podemos sostener que se están conformando configuraciones sociales frente a las cuales no hay pedagogía posible.
El concepto de educabilidad adquiere especial relevancia desde esta perspectiva.
Apunta a identificar cuál es el conjunto de recursos, aptitudes o predisposiciones que hacen posible que un niño o adolescente pueda asistir exitosamente a la escuela, al mismo tiempo que invita a analizar cuáles son las condiciones sociales que hacen posible que todos los niños y adolescentes accedan a esos recursos para poder así recibir una educación de calidad. Este texto está organizado en torno a algunas hipótesis de trabajo, orientadas a avanzar en el debate sobre las complejas relaciones entre educación y equidad. En la primera parte se presenta la noción de educabilidad como modo de proponer un esquema de análisis desde donde abordar los problemas de inequidad en el acceso al conocimiento. En la segunda se esbozan algunas recomendaciones de política, con el fin de sumar a una discusión que se encuentra aún muy lejos de estar saldada.
Notas en torno a la idea de educabilidad
a) Las condiciones sociales para el aprendizaje en la escuela.
Una observación detallada de lo que ocurre en las escuelas, el diálogo con los docentes, la posibilidad de reconstruir las prácticas en las aulas, el ejercicio de indagar las vivencias de los alumnos o las expectativas y dificultades de sus padres permiten ver, entre muchas otras cosas, las condiciones que hoy por hoy la mayoría de las escuelas les ponen a los niños y adolescentes para que ellos puedan acceder a sus aulas, y participar del proceso educativo. Es posible así identificar al alumno para el cual dichas escuela están pensadas, a quien están dirigidas, en quien se piensa cuando diseñan sus respectivas propuestas de trabajo.
Lo que se encuentra, en la gran mayoría de los casos, es que para que los niños puedan ir a la escuela y participar exitosamente de las clases es necesario que estén adecuadamente alimentados y sanos, que vivan en un medio que no les signifique obstáculos a las prácticas educativas, y que hayan internalizado un conjunto de representaciones, valores y actitudes que los dispongan favorablemente para el aprendizaje escolar. Dicho conjunto alude, por ejemplo, a la capacidad de dialogar, conocer y dominar el idioma en que se dictan las clases, tratar con extraños, reconocer la autoridad del maestro, "portarse bien", respetar normas institucionales, asumir compromisos, reconocer el valor de las obligaciones, depositar la confianza en otros, etc. Por último, vemos también que las escuelas esperan de los alumnos capacidad de adaptación a un entorno múltiple y cambiante y capacidad de individualización y autonomía. La experiencia escolar, tal como la conocemos hoy en nuestros países, presupone un niño con un conjunto de predisposiciones desarrolladas previamente en el seno de su familia.
Este aprendizaje previo a la escuela se da de múltiples maneras. Por un lado, existen a diario esos momentos en que los adultos enseñan a los niños, por ejemplo, a utilizar adecuadamente los cubiertos en la mesa, a atarse los zapatos, o a cruzar las calles con precaución, situaciones en las que el adulto es conciente de que está enseñando del mismo modo en que el niño sabe que está aprendiendo. Pero además, y por sobre todo, existe todo un aprendizaje que se produce inconscientemente, de modo inadvertido y espontáneo. Es un proceso de educación que se da de un modo no racional, presente en todas las prácticas sociales en las que el niño participa desde su nacimiento. La transmisión doméstica de este conjunto de disposiciones, de este capital cultural incorporado, es el resultado de un trabajo físico y mental por parte del niño, de un esfuerzo en el que involucra su cuerpo, de una exposición a un trabajo de inculcación y asimilación, un trabajo del sujeto sobre sí mismo, caracterizado además por tener una inmensa carga emocional (Tenti, 1994). En efecto, el proceso de conformación del sujeto en su etapa inicial es un proceso de construcción de identidad, que enfrenta al niño con la necesidad de proveerse de la misma, y que requiere de un fuerte lazo afectivo con sus adultos de referencia. El proceso de construcción de identidad presupone una identificación previa con otros, cargado de una fuerte base afectiva.
Un factor que define a este conjunto de disposiciones para poder participar del proceso educativo, como así también para el resto de las esferas de la vida, es que no puede ser transmitido instantáneamente, sino que requiere de tiempo. La adquisición de estas aptitudes resulta de una permanente exposición a situaciones transformadoras, entre las que adquieren centralidad el tiempo real de interacción con sus adultos de referencia, de permanencia en ámbitos en los que se dialoga, de exposición a determinados consumos culturales, de habituación a una cotidianeidad pautada por determinadas normas y valores, etc. Cabe aquí adelantar que uno de los factores que operan en el vínculo entre el origen social y el acceso al capital cultural necesario para acceder a la escuela, o para luego acceder a determinada calidad de vida (laboral, social, etc.) es precisamente la disponibilidad del tiempo necesario para la adquisición de éste último: el tiempo en que el niño puede estar expuesto a espacios que estimulan el desarrollo de estas capacidades básicas, el tiempo en que puede permanecer en la escuela, etc. (Bourdieu, 2002).
La escuela, en tanto experiencia educativa formal, requiere de la presencia y eficacia de esta "educación primera" para su desarrollo. Cuando un niño ingresa a la educación básica debe haber pasado por esta formación previa, la cual está en manos de sus familias. Si bien cada vez más los niños son escolarizados desde muy pequeños, en la mayoría de los países de América Latina la educación es obligatoria a partir de los cinco o seis años de edad, por lo que el paso de los niños por jardines infantiles o salas de preescolar es parte de las decisiones tomadas por los padres o tutores en este proceso de educación inicial. Frente a la oferta educativa actual, este conjunto de aptitudes y disposiciones adquiridas o gestionadas en el seno familiar conforman la base que condiciona y hace posible los aprendizajes posteriores. Para poder educar, hoy nuestras escuelas esperan niños ya educados.
Esta demanda de una dotación específica de disposiciones para poder participar del proceso educativo no sólo se hace manifiesta el primer día de clases, en el momento de la admisión, sino que se renueva permanentemente hasta el momento de la graduación. La asistencia a la escuela implica la posibilidad de cumplir con rutinas cotidianas, contar con recursos para acceder a los materiales y útiles necesarios, disponer del estímulo y acompañamiento de los adultos, y nuevamente contar con tiempo. El aprendizaje en la escuela, al igual que la adquisición de las disposiciones para acceder a ella, significa un trabajo sobre el cuerpo y la mente de los niños y adolescentes, una transformación que es imposible sin un fuerte involucramiento de ellos, y que implica una demanda de energía que debe ser renovada día a día.
La educación no es una simple transmisión de conocimientos que pone al alumno en el lugar de receptor pasivo, sino que es una construcción que se desarrolla en una relación pedagógica respecto de la cual tanto los alumnos como los docentes se asignan roles y expectativas. Este proceso sólo es posible en la medida en que los alumnos se constituyan en sujetos capaces de llevar adelante este proceso, en sujetos educables.
b) La familia como proveedora de condiciones de educabilidad
Sin lugar a dudas, una escuela que espera de los niños y adolescentes que llegan a ella ese conjunto de recursos, aptitudes y predisposiciones mencionadas, pone a la familia en el centro de la escena. La familia no sólo debe garantizar a los niños condiciones económicas que hacen posible que diariamente puedan asistir a las clases, sino que también debe prepararlos desde su nacimiento para que puedan participar activamente de ellas, y aprender. Dicha preparación apela a una gran variedad de recursos por parte de la familia: recursos económicos, disponibilidad de tiempo, valores, consumos culturales, capacidad de dar afecto, estabilidad, etc.
¿Qué esfuerzos significa para la familia el preparar a sus hijos para que puedan ir a la escuela y poder participar exitosamente del proceso educativo? En los primeros años de vida los niños adquieren la capacidad de pensar, hablar, aprender y razonar, por lo que es fundamental que puedan tener un desarrollo saludable que no obstaculice este proceso. Así, toman centralidad las condiciones en que nacen, una adecuada alimentación, las prácticas preventivas que promueven un crecimiento sano y la captación temprana y el tratamiento adecuado de enfermedades y discapacidades con el fin de evitar secuelas o retrasos en el desarrollo.
El conjunto de factores se amplía si se considera que el desarrollo de un niño en los primeros años de vida trasciende a los aspectos relativos a su salud física, y que implica también aspectos relacionados a las aptitudes cognitivas, sociales y emocionales. De modo que su familia no sólo debe proveerle un espacio saludable, sino también un contexto en que pueda descubrir y construir el lenguaje, y vivir la transición desde un vínculo cerrado en su núcleo familiar más primario hacia la coexistencia de otros pares cuya presencia desafía los esquemas interpretativos iniciales. El contexto cultural que le ofrecen sus padres determina el espectro de representaciones que portarán en el futuro.
Ya en edad escolar, aparece un conjunto de factores que hacen que los niños y niñas puedan participar del proceso educativo, y que tienen que ver con la existencia de condiciones en el desarrollo de la vida cotidiana que les permitan insertarse en la dinámica que la escolarización exige. Esto presupone la capacidad de las familias de hacer frente a exigencias tanto materiales como no materiales. En primer lugar implica poder sostener los crecientes gastos asociados a la educación, al mismo tiempo que se prescinde de los ingresos que los niños o adolescentes aportarían en caso de trabajar. En segundo lugar, sostener la motivación sobre ellos respecto al estudio, y mantener condiciones de estabilidad en el funcionamiento del hogar que no la erosionen. Es importante destacar que para que los niños y adolescentes desarrollen la capacidad de postergar gratificaciones de necesidades inmediatas hasta alcanzar metas educativas lejanas, tanto ellos como sus padres deberán estar convencidos de que los sacrificios actuales serán recompensados por logros futuros (Kaztman, 2001).
Las diversas formas de capital con las que cuentan las familias definen fuertemente las posibilidades de que los niños logren un adecuado aprovechamiento de la experiencia escolar o que, por el contrario, se vean expulsados del sistema. En primer lugar, y por su impacto en la construcción del bienestar de las familias, es fundamental el tipo de articulación que ellas tienen con el sistema productivo. La composición del grupo familiar, la trayectoria social y educativa de sus miembros adultos y el capital social de los mismos son factores determinantes del lugar que ocupan en el mundo del trabajo, ya sea en puestos directivos en los sectores más integrados de la economía o como un trabajador precario de las márgenes del sector informal. El nivel y la estabilidad de los ingresos de las familias es un factor que opera claramente como condición de posibilidad u obstáculo a un desarrollo adecuado de los niños y su posterior éxito en el paso por las instituciones educativas.
Al conjunto de factores que hacen a las condiciones materiales de vida de las familias debe sumarse, en segundo lugar, aquellos que tienen que ver con los recursos con los que ellas cuentan para acompañar el proceso de crecimiento y desarrollo del niño.
Más allá de ciertos saberes básicos relativos a pautas de crianza y estimulación precoz, se hace aquí referencia a todos aquellos aspectos que conforman un clima cultural, valorativo y educativo en que los niños crecen, y que además resultan en diferentes grados de aceptación y reconocimiento de las instituciones escolares (López, 2001).
¿Pueden hoy las familias preparar a ese niño que la escuela espera el primer día de clases? En otros términos, ¿puede la familia lograr que sus hijos sean educables? La idea de educabilidad se instala cuando se analizan las dificultades de los sistemas educativos de garantizar sus objetivos en contextos de extrema pobreza y crisis social.
En tanto el proceso educativo implica un involucramiento pleno, en tiempo y en energía, por parte del educando, ¿cuál es el mínimo de bienestar necesario para que los niños y adolescentes cuenten con los recursos - materiales, culturales y actitudinales - que el proceso educativo requiere de ellos?
c) El estado y la sociedad civil como proveedores y garantes de condiciones de educabilidad Centrar la atención en las condiciones de educabilidad de los niños y adolescentes lleva a interrogar a la escuela respecto a qué es lo que espera de ellos. Estas condiciones no se definen en sí mismas, sino que resultan del modelo de alumno que presupone la institución escolar. ¿Cuál es el tipo de alumno que está en condiciones de responder a la dinámica que el sistema propone, y terminar exitosamente su carrera educativa? ¿En qué alumno están pensando los sistemas educativos cuando diseñan sus estrategias pedagógicas?. La noción de educabilidad debe ser comprendida como un concepto relacional, en tanto se define en la tensión entre los recursos que el niño porta y los que la escuela espera de ellos o exige. Es en esa relación, en el punto límite del encuentro entre estas dos esferas, donde se definen los criterios de educabilidad.
"El niño está en la encrucijada de estas dos socializaciones, y el éxito escolar de unos se debe a la proximidad de estas dos culturas, la familiar y la escolar, mientras que el fracaso de otros se explica por las distancias de esas culturas y por el dominio social de la segunda sobre la primera" (Dubet y Martucelli, 2000). En la misma línea, Pierre Bourdieu señala que la productividad específica del trabajo escolar se mide según el grado en que el sistema de los medios necesarios para el cumplimiento del trabajo pedagógico está objetivamente organizado en función de la distancia existente entre el habitus que pretende inculcar y el habitus producido por los trabajos pedagógicos anteriores (Tenti, 1994).
La educabilidad, en última instancia, puede ser interpretada como el resultado de una adecuada distribución de responsabilidades entre la familia y la escuela. Más específicamente, el problema de la educabilidad apunta a la calidad de un arreglo institucional entre Estado, familia y sociedad civil, y el fortalecimiento o deterioro de las condiciones de educabilidad resulta de cambios en la relación entre estas esferas, desajustes entre lo que el niño trae y lo que la escuela exige.
¿A quién le toca socializar a los niños? ¿Compete exclusivamente a la familia? ¿Qué responsabilidad deben asumir otros actores sociales? ¿Cuál es el rol del Estado? ¿Cuánto puede pedirse a la sociedad civil? El esquema que rige actualmente en los países de América Latina presupone un reparto de responsabilidades en que la familia asume el compromiso de llevar adelante ese proceso de formación inicial, socialización primaria o primera educación, y la institución escolar, regulada por el Estado, se apoya sobre esa primer formación para el desarrollo del proceso de educación formal. La transición entre una esfera y otra es objeto de intervención y regulación social, al definirse la obligatoriedad de la educación formal a partir de determinadas edades, o al promoverse la cada vez más temprana institucionalización preescolar.
En este marco, todos los niños y adolescentes son educables. La no educabilidad es la expresión de un desajuste institucional: da cuenta de una distribución inadecuada de las responsabilidades entre las diferentes instituciones comprometidas en este proceso, o de la dificultad de las mismas de hacer frente a sus obligaciones.
Identificar niños y adolescentes que no acceden a condiciones básicas de educabilidad no debe ser entendido, desde esta perspectiva, como un modo de depositar en ellos la responsabilidad de su situación, culpabilizando y estigmatizando así a aquellos que quedan fuera del sistema educativo. Por el contrario, señalar situaciones de no educabilidad implica una alerta a las escuelas y los sistemas educativos por no poder desarrollar estrategias adecuadas a las necesidades específicas de estos niños o adolescentes para garantizarles una educación de calidad, poniéndoles condiciones que les son imposibles de cumplir. Las escuelas generan ineducabilidad cuando esperan que sus alumnos puedan asistir a clases en momentos del año en que su participación en determinadas actividades productivas es vital para la supervivencia de sus familias y su comunidad, cuando exigen un uniforme al que sólo se accede comprándolo, cuando dan tareas para el hogar a aquellos niños que no cuentan con las condiciones mínimas para hacerlas, o cuando esperan pautas de comportamiento inexistentes en sus familias. También lo hacen cuando los admiten, pero con la convicción de que, por su condición social, étnica o racial, no podrán tener un adecuado desempeño.
Pero identificar y señalar situaciones de ineducabilidad significa fundamentalmente una denuncia a la sociedad en su conjunto, por privar a las familias del acceso a aquellos recursos que permitirían garantizar a sus niños condiciones para poder participar exitosamente del proceso educativo. Nuestras sociedades generan ineducabilidad cuando privan a sus miembros de acceder a un trabajo digno y estable, cuando estigmatiza y culpabiliza a los perdedores, o cuando promueven políticas económicas y sociales que profundizan las desigualdades y la fragmentación social.
Por último, nuestras sociedades generan ineducabilidad cuando no movilizan los recursos necesarios para cambiar las propuestas educativas escolares vigentes.
d) Las familias y la educación de sus hijos.
El proceso de debilitamiento de los mecanismos de integración social, que se expresan en la crisis del mercado de trabajo y, consecuentemente, la pérdida de derechos y garantías que devienen de la condición de trabajador, implican un deterioro muy fuerte de la capacidad de las familias de lograr la estabilidad y el bienestar necesarios para ofrecer a sus niños educabilidad. Al mismo tiempo, al diluirse las funciones sociales del Estado y la pérdida de capital social que resulta de la degradación de los espacios públicos como espacios de cohesión e integración, las familias dependen casi exclusivamente del trabajo para construir su bienestar, en momentos en que el trabajo es cada vez más escaso e inestable.
Así, las familias carecen de un modo creciente de recursos y activos socialmente construidos para afrontar la cotidianeidad y acceder a un bienestar básico. Ya no hay instituciones que las protejan, una normativa que ofrezca estabilidad laboral, un mercado de trabajo que las contenga, una comunidad que la integre. Las familias están cada vez más solas, y al momento de evaluar con qué recursos cuentan para construir su bienestar ven que sólo cuentan con lo propio. Aquellas que tienen un gran capital social, humano, económico y cultural se posicionarán exitosamente en la sociedad por contar con recursos que les permiten aprovechar al máximo las oportunidades que la sociedad les ofrece. Quienes no cuentan con ninguna forma de capital, al no recibir ningún tipo de recursos que le provea la sociedad, están condenados a la pobreza y la exclusión.
¿Qué significa para estas familias garantizar las condiciones de educabilidad de sus hijos? ¿Cómo pueden ellas responder al compromiso que tienen asumido ante la escuela?. Cabe, a modo de ejemplo, profundizar en el modo en que se viven hoy los procesos de socialización, cuya centralidad es indiscutible al analizar las condiciones en que los niños y adolescentes llegan a las escuelas. "Desde una perspectiva clásica, la socialización aparece como un proceso que va desde lo social a lo individual, conformando así progresivamente una subjetividad, un proceso de interiorización de la exterioridad. Ello implica la existencia de un mundo acabado previo al nacimiento de cada niño, y que el proceso de socialización es la gradual incorporación de este mundo al niño, y así del niño al mundo. La función de los socializadores, que en la infancia es fundamentalmente la familia, es tomar ese mundo y ofrecérselo, lo cual pone a estos actores en meros transmisores entre el mundo externo (lo social), y el niño. (...) En la actualidad es imposible seguir pensando los procesos de socialización desde esta perspectiva. Las concepciones contemporáneas sobre la socialización confrontan con esta visión clásica criticando tres supuestos que están en la base de la misma: en primer lugar la separación entre individuos y sociedad; en segundo lugar, la primacía de esta última sobre los primeros; por último, la concepción de la sociedad como una totalidad acabada, sin contradicciones "(Tenti, 2002).
En este punto es importante destacar una cuestión central para abordar el proceso de socialización de los niños y jóvenes, y que tiene que ver con lo que Dubet y Martucelli (2000) denominan "el vuelco de las instituciones". La familia, la iglesia y la escuela perdieron su identificación con principios generales y su capacidad de socializar a los individuos a partir de estos principios. La diversificación de estos últimos, indujo un vuelco en que la producción de normas se ubicó del lado de la subjetividad y de la experiencia de los individuos. Los valores y las normas ya no pueden ser percibidos como valores trascendentales, ya existentes y por encima de los individuos. Aparecen como producciones sociales en las cuales los hábitos, los intereses diversos, instrumentales y emocionales, las políticas jurídicas y sociales desembocan en equilibrios y formas más o menos estables en el seno de las cuales los individuos construyen sus experiencias y se construyen ellos mismos como actores y como sujetos. Esta ausencia de esquemas preconcebidos confronta a las familias con la necesidad de definir su propio marco valorativo y representativo desde el cual acompañar al desarrollo de los niños, al mismo tiempo que las muestra más frágiles y vulnerables ante un contexto cada vez más simbólicamente agresivo.
En la actualidad, el proceso de socialización dista mucho de ser un proceso unidireccional, y los padres son más que meros intermediarios de saberes, normas y valores ya construidos. La socialización es una interacción entre padre e hijo en la cual ambos se construyen, y en que ante la falta de contenidos que ofrece la sociedad los padres se ven en la necesidad de construir sus propias respuestas. La sociedad no da respuestas únicas, sino que múltiples opciones y debates. El rol del socializador no es transmitir un mensaje prearmado sino tener que tomar posición en esos debates, saber elegir entre las múltiples opciones, construir su posicionamiento frente al mundo y saber transmitir recursos para moverse en espacios plagados de incertidumbre.
"Hoy nuestras sociedades latinoamericanas están en transformación permanente.
Masas de individuos deben enfrentar contextos estructurales completamente diferentes de aquellos que presidieron la configuración de su subjetividad (campesinos que deben acomodarse en las ciudades, mujeres hechas para el hogar que tienen que trabajar, etc., individuos que llegan a instituciones que no han sido hechas para ellos).
Lo normal es el desajuste entre el habitus y las condiciones de vida. En este contexto “tienen éxito” aquellos que han desarrollado un sistema de predisposiciones apto para decidir en la incertidumbre, cambiar permanentemente de preferencias, mantener su seguridad básica aun cuando cambien radicalmente las circunstancias, ser uno mismo mientras el mundo cambia…etc. El resultado es un individuo escindido, atravesado por contradicciones, sin un sistema ontológico de seguridad básica bien establecido" (Tenti, 2001). Es este sujeto escindido quien tiene la responsabilidad de socializar a sus hijos, una responsabilidad cada vez más compleja y con menos recursos para hacerle frente.
Esta redefinición de las formas de socialización tiene sus implicancias para el caso de los adolescentes. Como señala Urresti, la adolescencia es el momento de salida desde la familia hacia el grupo de pares, hacia una relación autónoma con otras instituciones o con la comunidad en general. Este corrimiento supone un enfrentamiento con las elecciones predeterminadas por las familias, que al final del camino podrán ser recuperadas, trasformadas o desechadas. En este nuevo contexto, el adolescente actual no tendría a qué oponerse, al menos no claramente, en la medida en que no habría fuertes referentes familiares ideológicos y valorativos, una herencia con la que elaborar el contraste, "hecho que expresaría una identidad formada en el collage, la composición sin plan, como un pastiche en el que no habría conflicto ni rebelión, y por lo tanto no habría brecha, sino simplemente huida sin choques, indiferencia". La situación de las familias es más compleja frente a sus hijos adolescentes a partir de que los espacios alternativos de pertenencia que pueden fortalecer su transición hacia la vida adulta proveyendo una inserción social, la escuela y el mercado de trabajo, dejaron de ser opciones atractivas en la actualidad. Compiten con ellas "otras instituciones tradicionalmente desvalorizadas, como es el caso visible de los circuitos de la marginalidad y la ilegalidad" (Urresti, 2000).
En síntesis, hoy las familias viven en un escenario que no sólo les escatima recursos para fortalecerlas en la función de socialización de sus hijos sino que también les ofrece obstáculos, oponiéndole fuerzas que la neutralizan en esta función. ¿Cómo sostener en este contexto valores tales como el sacrificio, el trabajo, el progreso para, a partir de ellos, promover la postergación de la satisfacción en los hijos? ¿Desde dónde transmitir el reconocimiento de la autoridad, si quienes provienen de los sectores dominantes ven a la autoridad como súbditos y quienes viven en contextos de exclusión como enemigos? ¿Cómo fortalecer la autoestima en un medio atravesado por la frustración y el desconcierto? ¿Cómo construir un discurso coherente que no niegue la corrupción en el gobierno, el descrédito de la justicia y el desencanto con la democracia, y desde el cual promover el respeto a las instituciones? Por último, ¿cómo pueden las familias garantizar la estabilidad material y emocional que requiere el proceso educativo? Desafíos para una política social y educativa
a) La respuesta de los sistemas educativos durante los años 90.
La década de los años '90 está signada por una fuerte reforma de las agencias estatales responsables de las áreas sociales. Cabe destacar el renunciamiento a los principios universalistas que daban fundamento a las acciones sociales del Estado, la descentralización no siempre exitosa de las políticas sociales hacia provincias y municipios, y la progresiva privatización de la prestación de los servicios sociales básicos. Obviamente la escuela, y el sistema educativo en su conjunto, quedan comprendidos en esta dinámica, y es en este marco que se desarrollan las reformas educativas aplicadas en la gran mayoría de los países de la región.
El hecho de que las reformas educativas tengan lugar en este escenario tiene algunas implicancias. En primer lugar, y tal como se destacó, las mismas son parte constitutiva de las reformas de estado y del conjunto de las políticas sociales desarrolladas en ese período, por lo que no pueden ser interpretadas como hechos aislados, exclusivos del campo educativo. En segundo lugar, la relevancia política de la educación en la agenda social de los países de la región se ve reforzada durante los años ‘90, entre otros factores, por el lugar central que se da a la educación como motor del desarrollo social, en el marco del nuevo modelo económico y social imperante. Por último, la lógica de la focalización presente en los programas de todas las áreas sociales de la década y el agravamiento de la situación social se articulan para dar cabida al desarrollo de los programas compensatorios en educación, acciones que se caracterizan por estar orientadas sobre la base de principios de discriminación positiva a favor de los sectores más pobres.
Las reformas llevadas a cabo en la región estuvieron regidas por los imperativos de calidad y equidad, y los sistemas educativos no dejaron de considerar la complejidad del contexto del que provienen sus alumnos, orientando muchas de sus acciones a reducir la creciente brecha que los separa de la escuela. Los programas compensatorios constituyeron la principal política de equidad en el campo educativo, y partieron precisamente del reconocimiento de la creciente heterogeneidad social, y su impacto en el aumento de las desigualdades en las posibilidades educativas de los niños y adolescentes.
Un hecho que caracteriza al conjunto de programas compensatorios desarrollados en la región es una gran similitud en sus planteos. Hay ciertos rasgos comunes a todos los programas, entre los cuales se pueden destacar, en primer lugar, que estas políticas pusieron especial énfasis en aspectos propios del sistema educativo, principalmente en aquellos de índole material. Así, se hicieron en los países de la región grandes esfuerzos en infraestructura y equipamiento de los establecimientos orientados a ampliar la oferta y recomponer las condiciones de trabajo en el aula. Un segundo elemento de similitud es el estímulo al desarrollo de proyectos en el ámbito local, como parte de la meta de descentralización que está presente en todas las reformas de estos países. Por último, un tercer aspecto común a las políticas desarrolladas, que entra en tensión con el punto anterior, es la escasa participación de los beneficiarios de estos programas en su diseño y gestión. Esta homogeneidad en el campo de los programas compensatorios se replica en gran medida en el conjunto de las políticas educativas y sociales en la región durante los años ‘90. Es importante alertar sobre el riesgo de aplicar esquemas homogéneos en escenarios crecientemente heterogéneos. Es precisamente la capacidad de poder dar cuenta de la diversidad de situaciones que presenta la región, y encontrar respuestas a los desafíos que cada uno de los escenarios propone, una de las claves para poder avanzar hacia políticas de equidad en el acceso a la educación.
Si bien los programas compensatorios representaron el principal instrumento de acción orientado a neutralizar las disparidades en las condiciones con las que llegan los niños a las escuelas, los mismos estaban acompañados por otras acciones constitutivas de las reformas, tales como los cambios curriculares, el desarrollo de nuevas propuestas pedagógicas, o las actividades de formación docente, entre otras. Coexisten con estas políticas y acciones institucionales un conjunto de prácticas informales llevadas a cabo por los maestros y profesores en las aulas en su trabajo cotidiano, orientadas a contener a sus alumnos, a proveerles de aquello a lo que no acceden en otros ámbitos. Así, los docentes se convierten en consejeros, en quienes deben dar cabida a la angustia y los problemas de sus alumnos, en cocineros, en quienes incluso buscan soluciones a sus problemas familiares y económicos.
Con relación a estas acciones que tienen lugar en el aula cabe hacer dos comentarios: en primer lugar es cada vez más visible que los docentes, al igual que los trabajadores sociales y demás profesionales cuyas prácticas se despliegan interactuando con los sectores más pobres y excluidos de la sociedad, se ven hoy desbordados por la gravedad de la situación, y carentes de herramientas teóricas y metodológicas para hacer frente a realidades tan críticas. Esto provoca en ellos una gran frustración, al mismo tiempo que representan oportunidades perdidas para las agencias sociales para las que trabajan. En segundo lugar, estas prácticas, en tanto informales, en general son espontáneas, con escasa articulación y sin la base de conocimiento requerida para su implementación, lo cual las expone al riesgo de su ineficacia. El carácter no institucional de estas prácticas denuncia la dificultad de los sistemas educativos de ponerse a la altura de la complejidad del escenario en que operan.
¿Cuál fue el impacto de estas reformas en la situación educativa de la región? Si bien es posible sostener que otro factor común de las reformas implementadas es la ausencia de evaluaciones que permitan conocer con detenimiento el impacto de las mismas, la información disponible muestra que en la década de los años '90 continúa en la mayoría de los países de la región la expansión de la matrícula escolar que caracterizó a las décadas anteriores, y se percibe un significativo aumento de la escolarización en los niveles inicial y medio. De todos modos, hay en la actualidad indicios suficientes para que comience a tener lugar la hipótesis de que se esté llegando a un techo en la capacidad de expansión de los sistemas educativos, si no se hace una profunda revisión de las políticas que se vienen implementando hasta la actualidad (López, 2002).
En términos generales, se sabe que los procesos de avance en los programas de desarrollo social siguen una dinámica según la cual los logros son cada vez más dificultosos y requieren de mayores recursos en la medida en que se aproximan a sus metas finales. En contextos de baja escolarización, por ejemplo, la educación forma parte de lo que se podrían denominar como "áreas blandas" de la política social, es decir, aquellas que ofrecen menos resistencia al cambio (Kaztman y Gerstenfeld, 1990). En estos contextos, la ampliación de la oferta o la implementación de ciertas reformas en términos de gestión, por ejemplo, pueden tener un gran impacto en la ampliación de dicha cobertura. En la medida en que se avanza en el proceso de expansión del sistema educativo y en una mayor cobertura de la demanda, la sociedad en su conjunto debe realizar mayores esfuerzos e inversiones para continuar hacia la plena escolarización. Cuando ya se tiene a tres de cada cuatro adolescentes escolarizados, lograr captar a aquellos que quedan afuera significa neutralizar los efectos de la exclusión, la marginalidad, la creciente deslegitimación de la educación formal, etc. Así, la educación paulatinamente se va colocando dentro del conjunto de las llamadas "áreas duras" de la política social.
La idea de que la educación se instaló en las áreas duras de las políticas sociales implica que el avance hacia metas de mayor captación y retención de los niños y adolescentes para proveerles una educación de calidad requiere de mayores esfuerzos, capaces de remover aquellos obstáculos estructurales que se presentan.
Desde el punto de vista operativo, las herramientas de políticas que se mostraron muy eficientes al momento de iniciar los procesos de expansión de la cobertura, o aquellas otras que llevaron a los sistemas de educación al nivel de logros que pueden mostrar en la actualidad no necesariamente son las adecuadas para poder avanzar hacia sus metas de educación de calidad para todos (Tedesco y López, 2002).
b) Desafíos hacia el futuro.
Profundizar en la noción de educabilidad permite identificar ciertas cuestiones que dan lugar a algunas recomendaciones de políticas sociales y educativas. En efecto, cuando se destaca que se trata de un concepto relacional, lo que se está marcando es que nadie es educable o ineducable en sí mismo, sino que su situación de educabilidad depende de la distancia que existe entre los recursos que la escuela requiere de cada persona para que pueda participar del proceso educativo, y aquellos recursos que estas personas portan.
Reducir los déficit en términos de educabilidad, o revertir los procesos de deterioro de las condiciones de educabilidad que resultan de las transformaciones sociales ocurridas en la región, es operar precisamente en esa relación, procurando reducir esa distancia al mínimo. Ello implica actuar sobre la escuela y los sistemas educativos en su conjunto, procurando el desarrollo de estrategias pedagógicas que partan de un mayor reconocimiento de la situación de sus alumnos (acercar la escuela a las familias), y al mismo tiempo operar sobre los múltiples mecanismos de integración social, con el fin de que las familias puedan acceder a aquellos recursos que hacen posible que sus niños y adolescentes puedan asumir y hacer efectivo el compromiso de educarse (acercar a la familia a las escuelas).
La dimensión pedagógica representa un área que debe ser priorizada en un futuro inmediato por los sistemas educativos para poder avanzar en sus metas. Si bien acciones que fueron constitutivas de las políticas de equidad y programas compensatorios desarrollados en la década pasada, tales como orientar recursos para infraestructura y equipamiento o suministrar materiales didácticos para el trabajo en las aulas, siguen siendo necesarias para poder abordar la enseñanza a sectores sociales muy empobrecidos o excluidos, hoy debe sumarse a ellas un profundo debate en torno a las estrategias pedagógicas que se están llevando adelante.
Por un lado, cabe insistir en la pregunta de cómo se educa a niños y adolescentes que viven diversas formas de segregación o marginación social. Escenarios caracterizados por la guerra, la violencia, la desesperanza, son ejemplos de la necesidad de identificar y promover nuevas formas de abordar las prácticas de enseñanza y aprendizaje, diseñadas específicamente a partir de un profundo conocimiento de estas realidades. Por otra parte, en tanto las prácticas en el aula se apoyan también en las representaciones, valores y predisposiciones de los alumnos, el problema de la educabilidad no sólo es un problema asociado a la pobreza, sino que atraviesa al conjunto de los estratos sociales.
Este último fenómeno es hoy más visible en el caso de la educación media. Las políticas orientadas a retener a los adolescentes en las escuelas y aumentar así la cobertura en la educación media han sido exitosas en buena parte de los países de la región durante la década del 90. Como consecuencia de ellas, las aulas se van llenando de jóvenes que habitualmente no conformaron el alumnado típico de las escuelas medias, y esta diversidad de trayectorias sociales y expectativas que portan estos nuevos alumnos comienza a aparecer como un nuevo desafío para los educadores. Las culturas juveniles se filtran al aula, y atentan contra un clima de trabajo esperado, tradicionalmente efectivo en estas instituciones.
Ahora bien, como ya se adelantó, un recorrido por las zonas más castigadas de la región nos pone ante escenarios frente a los cuales no hay pedagogía posible. Es aquí donde aparecen los límites de las políticas educativas, y la necesidad de demandar un mínimo de equidad y bienestar para poder educar. Así como no es posible promover una sociedad más justa y equitativa sin profundizar en estos cambios en el campo educativo, tampoco es posible sin políticas sociales que garanticen estos mínimos de bienestar para poder educar.
Se diluye aquí el límite entre las políticas educativas y el resto de las políticas sociales.
Frente a un horizonte de búsqueda de mayor equidad y cohesión social, se instala la necesidad de promover una articulación compleja de las políticas educativas con políticas económicas, de promoción social, de salud, de familia, de fortalecimiento comunitario, etc. Esto lleva a la necesidad de profundizar en los esfuerzos por pasar de prácticas políticas sectoriales hacia una visión integrada y transversal de las políticas de desarrollo, entre las cuales las educativas ocupan un lugar de privilegio.
La creciente variedad de escenarios que se va consolidando a partir de los procesos de diversificación cultural y los de fragmentación social, marginación y exclusión, y la necesidad de iniciar un camino de articulación de políticas sectoriales hacia un abordaje transversal en torno a problemas sociales específicos lleva a poner la mirada en la dimensión local. En efecto, frente a las múltiples configuraciones sociales, económicas y culturales que profundizan la diversidad y las desigualdades al interior de nuestras sociedades, cada vez resulta menos operativa la implementación de esquemas universales de política, que tienden a homogeneizar en sus acciones, fortaleciendo así las desigualdades. Por el contrario, se fortalece la necesidad de diseñar estrategias acordes a las especificidades de cada comunidad, a partir de un profundo conocimiento de ellas, y es en el espacio local donde se puede dar una adecuada articulación de actores que resulte en diagnósticos más precisos y una adecuada evaluación de los recursos disponibles para cimentar en ellos las acciones, y así tender al diseño de políticas que abran camino al acceso a una educación de calidad.
Pero además cabe destacar que el ámbito local muestra mayor potencialidad a la hora de promover acciones de política no sectoriales, como efecto de la posibilidad de desarrollar modalidades innovadoras de articulación de políticas, nuevas formas de gestión de los recursos, y un mayor aprovechamiento de oportunidades. Si bien la búsqueda de acciones transversales implica enfrentarse con obstáculos que devienen del involucramiento de múltiples actores y agencias gubernamentales con normas y estrategias diversas, y diferentes grados de autonomía, hábitos y estilos de acción, dichos obstáculos pueden ser salvados en la medida en que existan factores culturales y políticos que facilitan la integración, tales como los liderazgos personales o institucionales, el desarrollo de la organización y normas de convivencia, la participación comunitaria y la iniciativa del gobierno local en el impulso de políticas sociales.
“Estos tienden a la promoción de procesos de tipo sinérgico, donde la solución de un aspecto, correspondiente a un sector, coadyuva a la solución de aspectos problemáticos de otros sectores y todo ello contribuye a desarrollar procesos de aprendizaje y empoderamiento con márgenes crecientes de confianza y reglas del juego más estables. Los procesos de empoderamiento fortalecen institucionalmente tanto a las organizaciones de la comunidad como al gobierno local conformando de este modo formas locales de poder político y desarrollo de nuevos liderazgos. La dinámica política local adquiere así mayor autonomía frente a las dinámicas provinciales/estaduales o nacionales, las cuales comúnmente tienden a “partir” el ámbito local con sus propias lógicas (de partidos políticos o de áreas de gobierno al servicio de caudillos enrolados en fracciones distintas)” (N. Neirotti, 2003).
En síntesis, dos de las principales líneas de trabajo que deben abordarse para profundizar en los logros de los sistemas educativos y tender hacia una educación de calidad para todos están en el campo de la pedagogía, buscando la forma de llegar con propuestas más ajustadas a niños y adolescentes de orígenes sociales y culturales cada vez más diversos, y en el campo del diseño y gestión de políticas, promoviendo acciones integradas y transversales que den prioridad a la especificidad y precisión de los espacios locales frente a la generalidad y ambigüedad de las propuestas universales.
Trabajar en estas dos líneas tiene, desde ya, sus riesgos. La experiencia reciente nos alerta respecto a que se está muy cerca del peligro de promover acciones que terminen profundizando las inequidades ya existentes. Es posible ver hoy en nuestra región cómo al desarrollar ofertas educativas acordes a las características de los alumnos se termina creando escuelas pobres para pobres y escuelas ricas para ricos, o cómo la descentralización, en tanto modo de promover estrategias con base en lo local, se traduce en un profundo debilitamiento de instancias de gobierno de los sistemas educativos y sociales que permitan garantizar la equidad en el acceso al conocimiento. Todavía queda mucho por aprender de una revisión profunda y crítica de los procesos de reformas implementados en cada uno de nuestros países en los últimos quince años, y el avance en estas líneas de política educativa estaría condenado al fracaso si no se nutre de los logros y los desaciertos ya experimentados en la región.
Notas:
1 Este trabajo es una versión reducida y actualizada del documento “Las condiciones de educabilidad de los niños y adolescentes de América Latina”, elaborado por Néstor López y Juan Carlos Tedesco en junio del año 2002, en el marco del proyecto “Educación, reformas y equidad en los países de los Andes y Cono Sur”, que IIPE UNESCO Buenos Aires está llevando a cabo con financiamiento del Programa de Educación y Medios de la Oficina de la Fundación Ford para el Área Andina y del Cono Sur
2 Investigador de IIPE UNESCO Buenos Aires. E-mail: n.lopez@iipe-buenosaires.org.ar 
3 IIPE-BUENOS AIRES - SEDE REGIONAL DEL INSTITUTO INTERNACIONAL DE PLANEAMIENTO DE LA EDUCACIÓN BUENOS AIRES , 2004

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