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domingo, 7 de agosto de 2011

LA MADRE (I-22). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki
- Yo, madre, me daba cuenta de que muchas cosas te herían en el alma, eran difíciles para ti. Pensaba que nunca llegarías a estar de acuerdo con nosotros, que no aceptarías nuestros pensamientos como tuyos, que te limitarías a sufrir en silencio, como habías sufrido durante toda tu vida. ¡Eso era duro...!
- ¡Andriusha me ha hecho comprender muchas cosas! -dijo ella.
- ¡Ya me ha hablado de ti! -dijo Pável riendo.
- También Egor. Somos paisanos. Andréi hasta quería enseñarme a leer ...
- Y a ti te dio vergüenza y empezaste tú misma a aprender a escondidas, ¿no es eso?
(Fecha original: 1907)


Un día de fiesta, cuando la madre venía de la tienda, abrió la puerta, y, al pisar el umbral, sintióse inundada de pronto por un gozo semejante a la lluvia cálida del estío: en la habitación se oía la fuerte voz de Pável.
- ¡Ahí la tienes! -exclamó el jojol.
Vio la madre con cuánta rapidez se volvía Pável y cómo se iluminaba su rostro, augurando algo grande para ella.
- Ya está aquí ... ¡en casa! -balbuceó, desconcertada por la sorpresa, y sentóse.
Él se inclinó hacia ella, pálido; en las comisuras de sus ojos brillaban luminosas unas pequeñas lágrimas y los labios le temblaban.
Estuvo un instante callado; la madre le miraba, también en silencio.
El jojol, silbando suavemente, pasó junto a ellos, gacha la cabeza, y salió al patio.
- ¡Gracias, madre! -dijo Pável con voz baja y profunda, apretándo le la mano con sus dedos trémulos-. ¡Gracias, madre querida!
Alegremente conmovida por la expresión de su rostro y el tono de su voz, ella le acarició los cabellos; conteniendo los latidos del corazón, le dijo muy quedo:
- ¡Bendito sea Dios! ¿Por qué...?
- ¡Gracias por ayudar a la gran obra nuestra! -repuso él-. Cuando un hombre puede llamar a su propia madre también madre en espíritu ... ¡es una dicha rara!
Ella, en silencio, bebiéndose ávidamente sus palabras con el corazón abierto, contemplaba al hijo: allí estaba ante ella, tan luminoso, tan cercano ...
- Yo, madre, me daba cuenta de que muchas cosas te herían en el alma, eran difíciles para ti. Pensaba que nunca llegarías a estar de acuerdo con nosotros, que no aceptarías nuestros pensamientos como tuyos, que te limitarías a sufrir en silencio, como habías sufrido durante toda tu vida. ¡Eso era duro...!
- ¡Andriusha me ha hecho comprender muchas cosas! -dijo ella.
- ¡Ya me ha hablado de ti! -dijo Pável riendo.
- También Egor. Somos paisanos. Andréi hasta quería enseñarme a leer ...
- Y a ti te dio vergüenza y empezaste tú misma a aprender a escondidas, ¿no es eso?
- Entonces, ¡es que me ha estado vigilando! -exclamó confusa.
Y, agitada por la alegría desbordante que llenaba su pecho, propuso a Pável:
- ¡Vamos a llamarle! Se marchó adrede para no estorbarnos. Él no tiene madre.
- ¡Andréi...! -gritó Pável, abriendo la puerta del zaguán-. ¿Dónde estás?
- Aquí ... quiero partir un poco de leña.
- ¡Ven aca!
Pero no volvió inmediatamente. Pasado un rato, al entrar en la cocina, declaró, mostrándose atareado por las necesidades caseras:
- Hay que decirle a Nikolái que traiga leña, tenemos poca. ¿Ve usted, madre, cómo está Pável? En lugar de castigar a los rebeldes, el gobierno los engorda ...
La madre se echó a reír. Se le oprimía el corazón dulcemente, estaba embriagada de gozo, pero un sentimiento ávido y prudente le infundía ya el deseo de ver al hijo tan tranquilo como de ordinario. Había demasiada dicha en su alma, y deseaba que la primera gran alegría de toda su existencia se le aposentara al instante, para siempre, en el corazón, con la misma vida y fuerza con que había llegado. Y temerosa de que se le aminorase la dicha, se apresuraba a protegerla, como el pajarero que ha atrapado, por casualidad, un ave rara.
- ¡Vamos a comer! Tú, Pável, ¿aún no habrás comido nada? -propuso la madre, diligente.
- No. Me enteré ayer por el celador de que habían resuelto ponerme en libertad, y hoy, de la alegría, no he podido comer ni beber nada ...
- La primera persona con quien me he encontrado aquí, ha sido el viejo Sisov -refirió Pável-. Al verme, cruzó la calle para saludarme. Yo le dije: Tenga usted cuidado conmigo, soy un hombre peligroso, sujeto a la vigilancia de la policía. No importa, me respondió. ¿Y sabes lo que me ha preguntado acerca de su sobrino? Qué, ¿se ha portado bien Fedor en la cárcel? ¿Qué quiere decir portarse bien en la cárcel?, repuse. Y él me contestó: Pues que si no se ha ido de la lengua ni ha hablado algo de más contra los camaradas. Y cuando le dije que Fedia era una persona honrada e inteligente, se acarició la barba y declaró con orgullo: Nosotros, los Sisov, ¡no tenemos en nuestra familia gente mala!
- ¡Es un viejo con seso! -dijo el jojol, moviendo la cabeza-. Hablamos con frecuencia. Es un buen hombre. ¿Dejarán pronto libre a Fedia?
- Creo que soltaran a todos. No tienen más pruebas que las declaraciones de Isái, y él, ¿qué podía decir?
La madre iba y venía contemplando al hijo. Andréi le escuchaba en pie, junto a la ventana, con las manos a la espalda. Pável se paseaba por la habitación. Habíale crecido la barba, que se le rizaba en las mejillas, ensortijada, negra, fina, atenuando el color cetrino de su rostro.
- ¡Sentaos! -dijo la madre, poniendo sobre la mesa la comida caliente.
Mientras comían, Andréi estuvo hablando de Ribin. Y cuando terminó, Pável comentó con pena:
- De haber estado yo en casa, no le habría dejado marchar. ¿Qué es lo que lleva consigo? Un gran sentimiento de rebeldía y un lío en la cabeza.
- Bueno -dijo el jojol riéndose-. Cuando un hombre ha cumplido ya los cuarenta y ha luchado mucho con las fieras en el interior de su alma, es difícil transformarle ...
Se entabló una de aquellas discusiones en que empleaban palabras incomprensibles para la madre. Terminaron de comer y, cada vez con mayor encarnizamiento, continuaron descargando, uno sobre otro, una sonora granizada de palabras doctas. A veces se expresaban con sencillez.
- Nosotros debemos seguir por nuestro camino, ¡sin apartarnos ni un paso de él! -declaró Pável con firmeza.
- Y tropezamos por el camino con algunas decenas de millones de hombres que nos saldrán al encuentro, como enemigos ...
La madre escuchaba y comprendía que a Pável no le gustaban los campesinos, mientras que el jojol salía en su defensa, demostrando que también a los mujiks había que enseñarles el bien. Comprendía mejor a Andréi y le parecía que tenía razón, mas cada vez que éste le decía algo a Pável, esperaba ella atenta, con la respiración contenida, la contestación del hijo, para saber en seguida si le había ofendido el jojol. Pero ellos se gritaban mutuamente, sin ofenderse.
A veces, la madre preguntaba al hijo:
- ¿Es así, Pável?
Él contestaba sonriendo:
- ¡Así es!
- Usted, señor mío -decía el jojol con cariñosa ironía-, ha comido bien, pero ha masticado mal y se le ha atravesado algún trozo en la garganta. ¡Enjuáguese la gargantita!
- ¡No digas tonterías! -le aconsejaba Pável.
- ¿Yo? ¡Pero si estoy más serio que en un entierro!
La madre se reía bajito, moviendo la cabeza ...

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