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lunes, 15 de agosto de 2011

LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA (I-2-h). Eduardo Galeano

Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original: 1970)
PRIMERA PARTE
LA POBREZA DEL HOMBRE
COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA
2. EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS
h. EL ARCOÍRIS ES LA RUTA DEL RETORNO A GUINEA
En 1518 el licenciado Alonso Zuazo escribía a Carlos V desde la Dominicana: «Es vano el temor de que los negros puedan sublevarse; viudas hay en las islas de Portugal muy sosegadas con ochocientos esclavos; todo está en cómo son gobernados. Yo hallé al venir algunos negros ladinos, otros huidos a monte; azoté a unos, corté las orejas a otros; y ya no se ha venido más queja». Cuatro años después estalló la primera sublevación de esclavos en América: los esclavos de Diego Colón, hijo del descubridor, fueron los primeros en levantarse y terminaron colgados de las horcas en los senderos del ingenio1
Se sucedieron otras rebeliones en Santo Domingo y luego en todas las islas azucareras del Caribe. Un par de siglos después del sobresalto de Diego Colón, en el otro extremo de la misma isla, los esclavos cimarrones huían a las regiones más elevadas de Haití y en las montañas reconstruían la vida africana: los cultivos de alimentación, la adoración de los dioses, las costumbres. El arcoíris señala todavía, en la actualidad, la ruta del retorno a Guinea para el pueblo de Haití. En una nave de vela blanca... En la Guayana holandesa, a través del río Courantyne, sobreviven desde hace tres siglos las comunidades de los djukas, descendientes de esclavos que habían huido por los bosques de Surinam. En estas aldeas, subsisten «santuarios similares a los de Guinea, y se cumplen danzas y ceremonias que podrían celebrarse en Ghana. Se utiliza el lenguaje de los tambores, muy parecido a los tambores de Ashanti»2 . La primera gran rebelión de los esclavos de la Guayana ocurrió cien años después de la fuga de los djukas: los holandeses recuperaron las plantaciones y quemaron a fuego lento a los líderes de los esclavos. Pero tiempo antes del éxodo de los diukas, los esclavos cimarrones de Brasil habían organizado el reino negro de los Palmares, en el nordeste de Brasil, y victoriosamente resistieron, durante todo el siglo XVII, el asedio de las decenas de expediciones militares que lanzaron para abatirlo, una tras otra, los holandeses y los portugueses. Las embestidas de millares de soldados nada podían contra las tácticas guerrilleras que hicieron invencible, hasta 1693, el vasto refugio. El reino independiente de los Palmares --convocatoria a la rebelión, bandera de la libertad- se había organizado como un estado «a semejanza de los muchos que existían en África en el siglo XVII»3. Se extendía desde las vecindades del Cabo de Santo Agostinho, en Pernambuco, hasta la zona norteña del río San Francisco, en Alagoas: equivalía a la tercera parte del territorio de Portugal y estaba rodeado por un espeso cerco de selvas salvajes. El jefe máximo era elegido entre los más hábiles y sagaces: reinaba el hombre «de mayor prestigio y felicidad en la guerra o en el mando»4. En plena época de las plantaciones azucareras omnipotentes, Palmares era el único rincón de Brasil donde se desarrollaba el policultivo. Guiados por la experiencia adquirida por ellos mismos o por sus antepasados en las sabanas y en las selvas tropicales de África, los negros cultivaban el maíz, el boniato, los frijoles, la mandioca, las bananas y otros alimentos. No en vano, la destrucción de los cultivos aparecía como el objetivo principal de las tropas coloniales lanzadas a la recuperación de los hombres que, tras la travesía del mar con cadenas en los pies, habían desertado de las plantaciones.
La abundancia de alimentos de Palmares contrastaba con las penurias que, en plena prosperidad, padecían las zonas azucareras del litoral. Los esclavos que habían conquistado la libertad la defendían con habilidad y coraje porque compartían sus frutos: la propiedad de la tierra era comunitaria y no circulaba el dinero en el estado negro. «No figura en la historia universal ninguna rebelión de esclavos tan prolongada como la de Palmares. La de Espartaco, que conmovió el sistema esclavista más importante de la antigüedad, duró dieciocho meses»5. Para la batalla final, la corona portuguesa movilizó el mayor ejército conocido hasta la muy posterior independencia de Brasil. No menos de diez mil personas defendieron la última fortaleza de Palmares; los sobrevivientes fueron degollados, arrojados a los precipicios o vendidos a los mercaderes de Río de Janeiro y Buenos Aires. Dos años después, el jefe Zumbi, a quien los esclavos consideraban inmortal, no pudo escapar a una traición. Lo acorralaron en la selva y le cortaron la cabeza.
Pero las rebeliones continuaron. No pasaría mucho tiempo antes de que el capitán Bartolomeu Bueno Do Prado regresara del río das Mortes con sus trofeos de la victoria contra una nueva sublevación de esclavos. Traía tres mil novecientos pares de orejas en las alforjas de los caballos.
También en Cuba se sucederían las sublevaciones. Algunos esclavos se suicidaban en grupo; burlaban al amo «con su huelga eterna y su inacabable cimarronería por el otro mundo», dice Fernando Ortiz. Creían que así resucitaban, carne y espíritu, en África. Los araos mutilaban los cadáveres, para que resucitaran castrados, mancos o decapitados, y de este modo conseguían que muchos renunciaran a la idea de matarse. Allá por 1870, según la reciente versión de un esclavo que en su juventud había huido a los montes de Las Villas, los negros ya no se suicidaban en Cuba. Mediante un cinturón mágico, «se iban volando, volaban por el cielo y cogían para su tierra», o se perdían en la sierra porque «cualquiera se cansaba de vivir. Los que se acostumbraban tenían el espíritu flojo. La vida en el monte era más saludable»6. Los dioses africanos continuaban vivos entre los esclavos de América como vivas continuaban, alimentadas por la nostalgia, las leyendas y los mitos de las patrias perdidas. Parece evidente que los negros expresaban así, en sus ceremonias, en sus danzas, en sus conjuros, la necesidad de afirmación de una identidad cultural que el cristianismo negaba. Pero también ha de haber influido el hecho de que la Iglesia estuviera materialmente asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos del siglo XVIII, mientras en las islas inglesas los esclavos convictos de crímenes morían aplastados entre los tambores de los trapiches de azúcar y en las colonias francesas se los quemaba vivos o se los sometía al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil formulaba dulces recomendaciones a los dueños de ingenios en Brasil, para evitar excesos semejantes: «A los administradores no se les debe consentir de ninguna manera dar puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que andan preñadas ni dar garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se miden los golpes y pueden herir en la cabeza a un esclavo eficiente, que vale mucho dinero, y perderlo»7 En Cuba, los mayorales descargaban sus látigos de cuero o cáñamo sobre las espaldas de las esclavas embarazadas que habían incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca abajo, con el vientre en un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación. Los sacerdotes, que recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción de azúcar, daban su absolución cristiana: el mayoral castigaba como Jesucristo a los pecadores. El misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat publicaba sus sermones a los negros: «!Pobrecitos! No os asustéis porque sean muchas las penalidades que tengáis que sufrir como esclavos. Esclavo puede ser vuestro cuerpo: pero libre tenéis el alma para volar un día a la feliz mansión de los escogidos»8. El dios de los parias no es siempre el mismo que el dios del sistema que los hace parias. Aunque la religión católica abarca, en la información oficial, el 94 por ciento de la población de Brasil, en la realidad la población negra conserva vivas sus tradiciones africanas y viva perpetúa su fe religiosa, a menudo camuflada tras las figuras sagradas del cristianismo9. Los cultos de raíz africana encuentran amplia proyección entre los oprimidos -cualquiera que sea el color de su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas.
Las divinidades del vudú de Haití, el bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de Brasil son más o menos las mismas, pese a la mayor o menor transfiguración que han sufrido, al nacionalizarse en tierras de América, los ritos y los dioses originales.
En el Caribe y en Bahía se entonan los cánticos ceremoniales en nagó, yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los suburbios de las grandes ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua portuguesa, pero han brotado de la costa del oeste de Africa las divinidades del bien y del mal que han atravesado los siglos para transformarse en los fantasmas vengadores de los marginados, la pobre gente humillada que clama en las favelas de Río de Janeiro:
                         Fuerza bahiana,
                         fuerza africana,
                         fuerza divina,
                         ven acá.
                         Ven a ayudarnos.


1 Fernando Ortiz, op. cit.
2 Philip Reno, El drama de la Guayana británica. Un pueblo desde la esclavitud a la. lucha por el socialismo, Monthli, Review, núm. 17/18, Buenos Aires, enero-febrero de 1965
3 Edison Carneiro, O quilombo dos Palrnares, Río de Janeiro, 1966.
4 Nina Rodrigues, Os africanos no Brasil, Río de janeiro, 1932.
5 Décio de Freitas A guerra dos escravos, inédito.
6 Esteban Montejo tenía más de un siglo de edad cuando contó su historia a Miguel Barnet (Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, 1968).
7 Roberto C. Simonsen, História económica do Brasil (1500-1820), São Paulo, 1962
8 Manuel Moreno Fraginals, op. cit. Un jueves santo, el conde de Casa Bayona decidió humillarse ante sus esclavos. Inflamado de fervor cristiano, lavó los pies a doce negros y los sentó a comer, con él, a su mesa. Fue la última cena propiamente dicha. Al día siguiente, los esclavos se sublevaron, y prendieron fuego al ingenio. Sus cabezas fueron clavadas sobre doce lanzas, en el centro del batey.
9 Eduardo Galeano, Los dioses y los diablos en las favelas de Río, en Amaru, núm. 10, Lima, junio de 1969.

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