Autoras/es: Máximo Gorki
Mirónov, examinando fijamente a los camaradas preguntó en voz baja:
- Muchachos, dicen que queréis armar un escándalo al director, que le vais a romper los cristales ...
- ¿Acaso estamos borrachos? -replicó Pável.
- Vamos a ir simplemente por la calle con banderas y cantando canciones -dijo el jojol-. Escuche nuestras canciones, en ellas se expresan nuestras creencias.
- ¡Ya conozco yo vuestras creencias! -contestó pensativo Mirónov-. He leído las hojas. ¡Pero cómo, Nílovna! -exclamó sonriendo a la madre con sus ojos inteligentes-. ¿Vas tú también al motín?
- Aunque sea ante la muerte, ¡hay que ir al lado de la verdad!
Cuando salió a la calle y oyó en el aire el rumor de las voces humanas, inquietas y expectantes; cuando vio por todas partes, en las ventanas y a las puertas de las casas, grupos de gentes que seguían a su hijo y a Andréi con miradas de curiosidad, se le nublaron los ojos y ante ellos empezó a girar una mancha, cambiante de color, tan pronto de un verde transparente, como de un gris opaco.
Saludaban a los jóvenes, y en los saludos había algo especial. Su oído percibía observaciones sueltas, hechas a media voz.
- ¡Ahí van los cabecillas!
- No sabemos quién dirige esto ...
- ¡Pero si yo no digo nada malo...!
En otro sitio, salió de un patio un grito de irritación.
-¡Si los agarra la policía, están perdidos...!
- ¡No sería la primera vez!
Una voz exasperada de mujer voló medrosa desde una ventana a la calle:
- ¡Vuelve a tus cabales! ¿Eres acaso soltero o qué?
Cuando pasaron junto a la casa del cojo Zosímov -que recibía una pensión mensual de la fábrica por su invalidez-, éste asomó la cabeza por la ventana, chillando:
- ¡Pável! ¡Te retorcerán el pescuezo por tus faenas! ¡Te la estás buscando, canalla!
La madre se detuvo estremecida. El grito aquel había despertado en ella un agudo sentimiento de ira. Lanzó una mirada al rostro abotagado y gordo del tullido, y éste metió dentro la cabeza, profiriendo insultos.
Apretó ella el paso, dio alcance al hijo y, esforzándose por no quedar rezagada, le siguió de cerca.
Parecía que Pável y Andréi no reparaban en nada, ni oían los gritos que les dirigían. Marchaban tranquilos, sin apresurarse. Les detuvo Mirónov, hombre ya entrado en años, modesto, respetado de todos por su vida austera y limpia.
- ¿Usted tampoco trabaja, Danilo Ivánovich? -preguntó Pável.
- Tengo la mujer de parto. ¡Y el día es tan alborotado...! -explicó Mirónov, examinando fijamente a los camaradas, y preguntó en voz baja:
- Muchachos, dicen que queréis armar un escándalo al director, que le vais a romper los cristales ...
- ¿Acaso estamos borrachos? -replicó Pável.
- Vamos a ir simplemente por la calle con banderas y cantando canciones -dijo el jojol-. Escuche nuestras canciones, en ellas se expresan nuestras creencias.
- ¡Ya conozco yo vuestras creencias! -contestó pensativo Mirónov-. He leído las hojas. ¡Pero cómo, Nílovna! -exclamó sonriendo a la madre con sus ojos inteligentes-. ¿Vas tú también al motín?
- Aunque sea ante la muerte, ¡hay que ir al lado de la verdad!
- ¡Qué cosas se ven! -dijo Mirónov-. Al parecer, es cierto lo que andan diciendo de ti: que llevabas a la fábrica libros prohibidos ...
- ¿Quién dice eso? -preguntó Pável.
- ¡Cualquiera sabe ... lo dicen! Bueno, hasta más ver. ¡Manteneos firmes!
La madre rió bajito. Le resultaba agradable que hablaran así de ella.
Pávelle dijo sonriendo:
- ¡Te veo en la cárcel, madre!
El sol se elevaba cada vez más alto, comunicando su tibieza al animoso frescor del día primaveral. Las nubes bogaban más lentamente; sus sombras se iban haciendo más tenues, más transparentes. Se deslizaban suaves por las calles y por los tejados de las casas, envolvían a las gentes, era como si limpiaran el arrabal, llevándose el barro y el polvo de muros y tejados y disipando el enojo de las caras. Todo se tomaba más alegre, las voces se hacían más sonoras, ahogando el lejano ruido de las máquinas.
De nuevo, a oídos de la madre, deslizándose y volando desde las ventanas y los patios, llegaban de todas partes palabras de inquietud o de rabia, tristes o alegres, pero ahora sentía deseos de replicar, de agradecer, de explicar, de mezclarse en la vida extrañamente abigarrada de aquel día. A la vuelta de una esquina, en una angosta callejuela, se había congregado un centenar de personas, y en el fondo de la multitud resonaba la voz de Vesovschikov.
- ¡Nos exprimen la sangre como a los arándanos el jugo! -y sus torpes palabras caían sobre las cabezas de la gente.
- ¡Es verdad! -contestaron a un tiempo varias voces con sonoro rumor.
- ¡Se afana el muchacho! -dijo el jojol-. ¡Voy a ayudarle!
Se agachó y, antes de que Pável pudiera sujetarle, incrustó en la multitud, como un sacacorchos en un tapón, su cuerpo largo y ágil.
Resonó su armoniosa voz:
- ¡Camaradas! Dicen que en la tierra hay diferentes pueblos: hebreos y alemanes, ingleses y tártaros. Pero yo no lo creo. Sólo hay dos pueblos, dos razas irreconciliables: los ricos y los pobres. La gente se viste de diferente manera y su lenguaje también es distinto, pero mirad cómo tratan los ricos, franceses, alemanes o ingleses, al pueblo trabajador, y veréis que todos ellos son lo mismo para el obrero: unos jenízaros. ¡Así revienten todos!
En la multitud, alguien se echó a reír.
- Y si miramos por otro lado, veremos que el obrero francés, como el tártaro y el turco, llevan la misma vida de perros que nosotros, obreros rusos.
A la calle acudía cada vez más gente; unos tras otros, en silencio, estiraban el pescuezo, se empinaban en puntillas y se introducían en la callejuela.
Andréi alzó más la voz.
- En el extranjero, los obreros ya han comprendido esta sencilla verdad y hoy, en el día luminoso del Primero de Mayo ...
- ¡La policía! -gritó alguien.
Viniendo de la calle, cuatro guardias de a caballo entraron en la callejuela y, agitando las fustas, se lanzaron contra la multitud, gritando:
- ¡Disolveos!
La gente, frunciendo el ceño, dejaba de mala gana paso a los caballos. Algunas personas se subieron a las vallas.
- Han montado los cerdos a caballo, y gruñen: ¡Aquí estamos nosotros, los jefes! -gritó una voz sonora y atrevida.
El jojol se había quedado solo en medio de la callejuela. Dos caballos se le vinieron encima, cabeceando. Se apartó a un lado, al tiempo que la madre le agarraba de un brazo y tiraba de él refunfuñando:
- Prometiste estar junto a Pável, ¡y eres el primero en meterte tú solo en el peligro!
- ¡Perdón! -dijo el jojol sonriendo.
Una fatiga angustiosa, extenuante, se iba apoderando de Nílovna; se alzaba en su interior haciendo que le diese vueltas la cabeza, mientras la pena y la alegría se alternaban, de un modo extraño, en su corazón.
Deseaba que sonase cuanto antes la sirena, anunciando la hora del almuerzo.
Llegaron a la plaza, junto a la iglesia. A su alrededor y en el pórtico apiñábanse, en pie o sentadas, unas quinientas personas: alegres jóvenes y chiquillos. La multitud se agitaba, levantaba la cabeza, intranquila, y miraba a lo lejos, en todas direcciones, aguardando impaciente. Se percibía una exaltación imprecisa; algunos miraban distraídos, otros se hacían los valientes. Murmuraban quedo sofocadas voces de mujeres, los hombres se volvían de espaldas con enfado, de cuando en cuando restallaban blasfemias en voz baja ... Un sordo rumor de voces hostiles envolvía a la abigarrada multitud.
- ¡Mítenka! -tembló suavemente una voz de mujer-. ¡Ten mucho cuidado!
- ¡Déjame! -se oyó en respuesta.
La reposada voz de Sisov se alzó tranquila y persuasiva:
- No, ¡nosotros no debemos abandonar a los jóvenes! Se han vuelto más sensatos que nosotros, ¡viven con mayor audacia! ¿Quién nos defendió en lo del kopek del pantano? ¡Ellos! ¡Hay que tenerlo presente! Por eso los metieron en la cárcel, mientras que todos salimos ganando ...
Rugió la sirena, ahogando con su negro sonido las conversaciones de las gentes. La multitud se estremeció, los que estaban sentados se pusieron en pie y, por un momento, todo quedó como petrificado, como al acecho; muchos rostros palidecieron.
- ¡Camaradas! -se oyó, sonora y recia, la voz de Pável. Una neblina seca, ardiente, quemó los ojos de la madre, y de un solo impulso de su cuerpo, que había recobrado de pronto las fuerzas, se colocó detrás del hijo. Todos se volvían hacia Pável, rodeándole éomo las limaduras de hierro al imán.
La madre le miró a la cara y no vio más que sus ojos, orgullosos, audaces, abrasadores ...
- ¡Camaradas! ¡Hemos decidido declarar abiertamente quiénes somos; hoy levantamos nuestra bandera, la bandera de la razón, de la verdad, de la libertad!
Un asta blanca y larga se elevó en el aire; después inclinóse, cortó a la multitud, se escondió entre ella y, al cabo de un instante, se desplegó sobre las cabezas alzadas de la gente, como un pájaro escarlata, el amplio lienzo de la bandera del pueblo trabajador.
Pável levantó el brazo, vaciló el asta y decenas de manos empuñaron el palo, liso y blanco: entre ellas, la de la madre.
- ¡Viva el pueblo trabajador! -gritó Pável.
Centenares de voces le contestaron con un grito sonoro:
- ¡Viva el Partido Obrero Socialdemócrata, nuestro partido, camaradas, nuestra patria espiritual!
La multitud hervía. A través de ella, abríanse paso hacia la bandera los que comprendían su significado; junto a Pável se agruparon Masin, Samóilov y los Gúsev. Agachando la cabeza, Nikolái apartaba a la gente, mientras otros jóvenes, de encendidos ojos, a quienes la madre no conocía, la empujaban.
- ¡Vivan los obreros de todos los países! -gritó Pável.
Con fuerza y alegría crecientes, le contestaba ya el eco de miles de voces que estremecían el alma con su fragor.
La madre cogió la mano de Nikolái y la de alguien más; ahogábanla las lágrimas, pero no lloraba, las piernas le temblaban y, trémulos los labios, decía:
- Queridos míos ...
Una ancha sonrisa se extendía por la cara picada de viruelas de Nikolái, que miraba a la bandera y, lanzando inarticulados gritos, tendía la mano hacia ella; de prontó asió con aquella mano a la madre por el cuello, le dio un beso y se echó a reír.
- ¡Camaradas! -resonó cantarina y dulce la voz del jojol, dominando el sordo murmullo de la multitud-. Hemos emprendido ahora un camino penoso en nombre de un dios nuevo, ¡ el dios de la luz y de la verdad, el dios de la razón y del bien! Nuestro objetivo final está lejos; las coronas de espinas, cerca. El que no crea en la fuerza de la verdad, el que no tenga valor para defenderla hasta la muerte, el que no confíe en sí mismo y tema los sufrimientos, ¡que se aparte de nuestro lado! Llamamos junto a nosotros a aquellos que tienen fe en nuestra victoria; los que no vean nuestro objetivo, que no vengan con nosotros, a ésos sólo les esperan penas. ¡Formad filas, camaradas! ¡Viva la fiesta de los hombres libres! ¡Viva el Primero de Mayo!
La muchedumbre se hizo más compacta. Pável tremoló la bandera, que se desplegó en el aire y ondeó hacia adelante, iluminada por el sol, que sonreía ancho y rojo ...
En pie los esclavos sin pan ...
Arriba los pobres del mundo ...
Arriba los pobres del mundo ...
Se alzó la voz sonora de Fedia Masin, y decenas de voces resonaron, haciéndole eco, como una ola blanda y fuerte.
La madre, con una sonrisa ardiente en los labios, iba detrás de Masin, y por encima de su cabeza veía a su hijo y a la bandera. A su alrededor aparecían y desaparecían alegres rostros, ojos de diferentes colores; delante de todos iban su hijo y Andréi. Oía sus voces; la de Andréi, velada y suave, se fundía en un solo sonido con la del hijo, pastosa y recia.
Agrupémonos todos
en la lucha final ...
en la lucha final ...
Y la gente corría al encuentro de la enseña roja, gritaba, se fundía con la multitud, marchaba con ella de vuelta y los gritos se apagaban entre los sonidos de la canción; aquella canción, que cantaban en casa en voz más baja que otras, fluía en la calle, sin trémolos, recta, con una fuerza terrible. En ella se percibía un valor férreo, llamaba a los hombres a seguir una larga senda hacia el futuro, advirtiéndoles lealmente de las penalidades del camino. En su llama, grande y serena, se fundía la negra escoria de lo sobrevivido, la pesada bola de los sentimientos habituales, y se quemaba, convirtiéndose en cenizas, el maldito temor a lo nuevo ...
Una cara, asustada y alegre, oscilaba junto a la madre, y una voz temblorosa exclamó sollozando:
- Mitia, ¿adónde vas?
La madre respondió sin pararse:
- ¡Déjele que vaya! ¡No se inquiete! Yo también tenía mucho miedo. El mío va delante de todos. ¡El que lleva la bandera es mi hijo!
- ¿Adónde vais, condenados? ¡Allí está la tropa!
Y agarrando de pronto la mano de la madre con la suya huesuda, la mujer, alta y delgada, exclamó:
- ¡Ay, querida mía! ¡Cómo cantan! Y Mitia también canta ...
- ¡No se inquiete! -murmuró la madre-. Esto es una causa sagrada ... Piense usted, ¡Jesús mismo no habría existido si los hombres no hubieran muerto por él!
El pensamiento alumbró de pronto en su cabeza y la dejó asombrada por su verdad, clara y sencilla. Miró al rostro de la mujer, que le apretaba el brazo con mucha fuerza, y repitió, con sonrisa de asombro:
- ¡No habría existido Cristo, si los hombres no hubieran perecido por él, por la gloria de Dios!
A su lado surgió Sisov. Se quitó el gorro y, moviéndolo al compás de la canción, dijo:
- Ya no se esconden, ¿eh, madre? Han inventado un himno. ¡Y qué himno! ¿Eh, madre? ¡No tienen miedo a nada! Y mi pobre hijo, en la sepultura ...
El corazón de la madre latía con demasiada fuerza, y empezó a quedarse rezagada. La empujaron con rapidez a un lado, la apretaron contra una valla, y ante ella una densa ola humana empezó a deslizarse, balanceándose. La muchedumbre era numerosa, y esto le causó gozo.
Arriba los pobres del mundo ...
Hubiérase dicho que en el aire cantaba una enorme trompeta de cobre, despertando a los hombres: en un pecho hacía surgir la disposición para el combate; en otro, una vaga alegría, el presentimiento de algo nuevo, una curiosidad ardiente; aquí suscitaba la palpitación de esperanzas inciertas; allá daba salida al cáustico torrente de odio acumulado en el correr de los años. Todos miraban hacia delante, donde se balanceaba y ondeaba al viento la bandera roja.
- ¡Ahí van! -rugió una voz entusiasmada-. ¡Bravo, muchachos!
Y el hombre, sintiendo, al parecer, algo grande, que no podía expresar con las palabras habituales, soltaba terribles juramentos. Pero también el furor, el furor sombrío y ciego del esclavo, silbaba como una serpiente, retorciéndose en iracundas palabras, alarmado e inquieto por la luz que sobre él caía.
- ¡Herejes! -gritaron desde una ventana con voz desgarrada, amenazando con el puño crispado.
Y un aullido penetrante, lanzado por alguien, se metió en los oídos de la madre:
- ¿Os levantáis contra Su Majestad el emperador, contra Su Majestad el zar?
Ante ella aparecían y desaparecían al instante caras perplejas; hombres y mujeres avanzaban saltando, corría la gente como negra lava arrastrada por aquella canción, cuyos enérgicos sones parecían arrasarlo todo a su paso, desbrozando el camino. Al mirar de lejos a la roja enseña, la madre veía, sin verlo, el rostro del hijo, su bronceada frente y sus ojos, encendidos por el luminoso fuego de la fe. Ya estaba la madre a la cola de la multitud, entre gentes que caminaban sin apresurarse, que miraban hacia delante con indiferencia, con la fría curiosidad del espectador que conoce de antemano el desenlace de lo que se está representando. Iban andando y hablando con aplomo, sin alzar la voz:
- Hay una compañía junto a la escuela y otra en la fábrica ...
- Ha llegado el gobernador ...
- ¿De veras?
- Yo mismo lo he visto, ¡ha llegado!
Alguien, alegremente, soltó un taco y dijo:
- A pesar de los pesares, ¡empiezan a tenernos miedo! ¡Hasta nos mandan tropas, y al gobernador y todo!
¡Queridos míos!, palpitó en el corazón de la madre.
Pero las palabras sonaban a su alrededor frías, muertas. Apresuró el andar para alejarse de aquella gente y le fue fácil adelantar su lento y cansino paso.
Y de pronto pareció que la cabeza de la multitud había chocado contra algo, y su cuerpo retrocedió sin detenerse, con sordo rugido de alarma. La canción se estremeció también; luego, se desbordó con mayor rapidez y fuerza. Y de nuevo la densa ola de sonidos bajó, resbaló hacia atrás, las voces del coro iban disminuyendo, callando una tras otra; se oían acordes aislados, tratando de elevar la canción a su altura primitiva, de darle un impulso hacia adelante:
Arriba los pobres del mundo ...
En pie los esclavos sin pan ...
En pie los esclavos sin pan ...
Pero en el llamamiento no se percibía la firme certeza de todos, había ya en él un temblor de alarma.
Sin ver nada, sin saber lo que ocurría delante, la madre empujaba a la gente, avanzando rápida; pero en dirección contraria retrocedían: unos con la cabeza gacha y el entrecejo fruncido, otros sonriendo confusos y otros silbando burlonamente. Miraba ella con tristeza a sus caras, sus ojos inquirían en silencio, suplicaban, llamaban ...
- ¡Camaradas! -resonó la voz de Pável-. Los soldados son también hombres como nosotros; no nos atacarán. ¿Por qué han de atacarnos? ¿Porque llevamos la verdad, necesaria para todos? Esta verdad es también necesaria para ellos. Todavía no lo comprenden, pero ya se acerca el día en que se pondrán a nuestro lado, en que marcharán, no bajo la bandera del pillaje y del asesinato, sino bajo nuestra bandera de la libertad. Y para que comprendan cuanto antes nuestra verdad, debemos avanzar. ¡Adelante, camaradas! ¡Siempre adelante!
ta voz de Pável resonaba firme, las palabras retumbaban en el aire distintas y netas, pero el gentío se iba disolviendo; unos tras otros se apartaban a la derecha o a la izquierda, hacia las casas, arrimábanse a las vallas ... La multitud tomó la forma de un triángulo cuyo vértice era Pável, y sobre su cabeza flameaba bermeja la bandera del pueblo trabajador. La multitud se asemejaba a un pájaro negro con las alas ampliamente desplegadas, como al acecho para levantar el vuelo, y Pável era su pico ...
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