Autoras/es: Máximo Gorki
La madre observó el rostro del muerto, uno de cuyos vidriosos ojos miraba a la gorra, que yacía entre las separadas piernas, como con cansancio; su boca entreabierta estaba contraída en un rictus de asombro; la perilla bermeja sobresalía ladeada. Su cuerpo flaco y su cabeza en punta, de cara pecosa y huesuda, parecían aún más pequeños, comprimidos por la muerte. La madre se santiguó suspirando. En vida le parecía repugnante, pero ahora le inspiraba una tranquila compasión.
(Fecha original: 1907)Muy de mañana, cuando apenas acababan de salir Andréi y Pável, Kórsunova llamó alarmada a la ventana y gritó con apresuramiento:
- ¡Han matado a Isái! ¡Vamos a verlo...!
La madre se estremeció. Por su mente, como una chispa, pasó fugaz el nombre del asesino.
- ¿Quién? -preguntó brevemente, echándose un chal sobre los hombros.
- El asesino no está sentado junto a Isái; le dio el golpe y se marchó -contestó María.
En la calle, prosiguió:
- Ahora empezarán otra vez a escarbar para encontrar al culpable. Menos mal que tus hombres han estado en casa toda la noche; yo soy testigo. Pasé por delante de aquí, después de medianoche, miré por la ventana y vi que todos estabais sentados a la mesa ...
- ¡Qué cosas tienes, María! ¿Acaso podría pensarse en ellos? -exclamó la madre asustada.
- ¿Pues quién le ha matado? ¡De seguro que gente vuestra! -dijo Kórsunova convencida-. Todos saben que él os espiaba ...
La madre se detuvo jadeante, llevándose la mano al pecho.
- ¿Qué te pasa? ¡No tengas miedo! No le han dado más que su merecido. Vamos de prisa, ¡mira que se lo van a llevar en seguida!
El recuerdo penoso acerca de Vesovschikov, hacía estremecer a la madre.
¡A lo que ha llegado!, pensaba con torpeza.
No lejos de los muros de la fábrica, junto a los escombros de una casa recientemente destruida por un incendio, pisoteando sobre los calcinados restos y levantando nubes de ceniza, se agolpaba una multitud, rumorosa como un enjambre de abejas. Había muchas mujeres, más chiquillos, tenderos, mozos de taberna, agentes de policía y el gendarme Pedin, viejo alto, con rizosa barba plateada y varias medallas en el pecho.
Isái estaba medio tendido en tierra, con la espalda apoyada en una viga ennegrecida por las llamas y la cabeza caída sobre el hombro derecho. Tenía la diestra metida en el bolsillo del pantalón, y los dedos ge la izquierda hundidos en la tierra removida.
La madre observó el rostro del muerto, uno de cuyos vidriosos ojos miraba a la gorra, que yacía entre las separadas piernas, como con cansancio; su boca entreabierta estaba contraída en un rictus de asombro; la perilla bermeja sobresalía ladeada. Su cuerpo flaco y su cabeza en punta, de cara pecosa y huesuda, parecían aún más pequeños, comprimidos por la muerte. La madre se santiguó suspirando. En vida le parecía repugnante, pero ahora le inspiraba una tranquila compasión.
- ¡No hay sangre! -observó alguien a media voz-. Se conoce que le dieron un puñetazo ...
Se oyó una voz, hosca y fuerte:
- Le han tapado la boca a un soplón ...
El gendarme se agitó y, apartando con los brazos a las mujeres, preguntó amenazante:
- ¿Quién ha dicho eso, eh?
Sus empujones dispersaban a la gente. Algunos se alejaban aprisa.
Alguien soltó una risotada sarcástica.
La madre volvió a casa.
¡Nadie le tiene lástima!, pensaba.
Y ante ella continuaba, como un espectro, la ancha figura de Nikolái; sus ojos alargados miraban fríamente, con crueldad, mientras el brazo derecho se le balanceaba, como si lo tuviera herido ...
A la hora de comer, cuando llegaron su hijo y Andréi, ella se apresuró a preguntarles:
- ¿Qué? ¿No han detenido a nadie por lo de Isái?
- No se oye nada -replicó el jojol.
La madre vio que ambos estaban aplanados.
- ¿No se habla de Nikolái? -inquirió la madre en voz queda.
La severa mirada del hijo se detuvo en el rostro de ella.
Recalcando bien las palabras, le contestó:
- No se habla y ni siquiera sospechan de él. Además, está fuera. Ayer a mediodía se fue al río y aún no ha vuelto. Ya he preguntado por él ...
- ¡Gracias a Dios! -dijo la madre, suspirando aliviada-. ¡Gracias a Dios!
El jojol le echó una mirada y bajó la cabeza.
- Está tendido en tierra -prosiguió la madre pensativa- y tiene en el rostro como una expresión de asombro, y nadie se compadece de él ni le dedica un buen recuerdo ... Tan insignificante, tan poquita cosa. Parece un cascote desprendido de alguna parte. Ha caído y está allí, tirado ...
Interrumpiendo súbitamente la comida, Pável dejó la cuchara sobre la mesa y exclamó:
- ¡No lo comprendo!
- ¿El qué? -preguntó el jojol.
- Matar a una bestia, sólo porque hay que comer, es ya una mala acción. Matar a una fiera, a un animal carnicero ... se comprende. Yo mismo podría matar a un hombre que fuese una fiera para sus semejantes. Pero matar a un ser tan lastimoso ... ¿Cómo habrá podido alzarse la mano?
El jojol se encogió de hombros. Luego, dijo:
- Era no menos dañino que una fiera. Matamos al mosquito que nos chupa un poquitín de sangre -añadió.
- Sí, es verdad, pero yo no me refiero a eso ... ¡Yo digo que es repugnante!
- ¡Qué le vamos a hacer! -replicó Andréi, volviendo a encogerse de hombros.
- ¿Podrías tú matar a un ser así? -preguntó Pável pensativo, después de un largo silencio.
El jojol le miró con sus redondos ojos, echó después una rápida ojeada a la madre y contestó tristemente, pero con firmeza:
- Por la causa, por los camaradas, puedo hacerlo todo; hasta matar. Aunque fuera a mi propio hijo ...
- ¡Huy, Andriusha! -exclamó quedo la madre.
Sonrió él y le dijo:
- ¡No hay más remedio! La vida es así ...
- Sí ... -le apoyó Pável lentamente-. Así es la vida.
De pronto, excitado, como obedeciendo a algún impulso interior, Andréi levantóse, agitó los brazos y empezó a decir:
- ¿Qué otra cosa podemos hacer? Hay que odiar a los hombres para que llegue cuanto antes el día en que solamente se les pueda admirar. Hay que aniquilar al que entorpezca el curso de la vida, al que venda a los demás por dinero para comprarse honores y una vida descansada. Si en el camino de la gente honrada se cruza un Judas dispuesto a traicionar, yo sería también Judas si no le aniquilara. ¿Acaso no tengo derecho a hacerlo? Y ellos, nuestros amos, ¿tienen derecho a servirse de soldados y de verdugos, de prostíbulos y de cárceles, de los trabajos forzados y de toda esta inmundicia que protege su seguridad y bienestar? Si llega el momento de empuñar en mis manos su garrote, ¿qué voy a hacer? Lo tomaré, no lo rechazaré. Ellos nos asesinan a docenas, a cientos, y esto me da derecho a levantar el brazo y dejarlo caer sobre la cabeza del enemigo que más se haya acercado a mí y sea más pernicioso que los otros para la causa de mi vida. ¡Así es la vida! Yo voy en contra de eso, yo tampoco lo quiero. Ya sé que la sangre de los enemigos no crea nada, ¡no es fecunda...! La verdad brota con fuerza cuando nuestra sangre riega la tierra como una lluvia torrencial; en cambio, la de ellos está podrida y desaparece sin dejar huella alguna; ¡esto también lo sé! Pero estoy dispuesto a cometer el delito, a matar, si veo que es necesario. Porque yo no hablo más que por mí. Mi pecado morirá conmigo, no será una mancha para el futuro, no mancillará a nadie más que a mí, ¡a nadie más!
Iba y venía por la habitación, agitando las manos ante su rostro, como si cortara algo en el aire, desgajándolo de sí mismo. La madre le miraba con tristeza y ansiedad, percibiendo que algo habíase roto en el interior de Andréi y que él sentía dolor. Los tenebrosos e inquietantes pensamientos sobre el homicidio la habían abandonado; si Vesovschikov no era el asesino, ningún otro camarada de Pável podía haber hecho aquello. Su hijo, cabizbajo, escuchaba al jojol, que decía con insistencia y recia voz:
- Cuando se va camino adelante, hay que ir incluso contra uno mismo. Hay que saber darlo todo, todo el corazón. Dar la vida, morir por la causa, ¡eso es fácil! Da más, entrega también lo que para ti es más preciado que tu vida, entrégalo; y entonces, brotará vigoroso lo más querido para ti: ¡tu verdad...!
Se detuvo en medio de la habitación, pálido, entornados los ojos, y alzando la mano en actitud de promesa solemne, continuó:
- Lo sé; tiempos vendrán en que los hombres sientan admiración mutua, ¡en que cada cual brille como una estrella ante los ojos de los demás! Habrá en la tierra hombres libres, grandes por su libertad, que avanzarán con los corazones abiertos; el corazón de cada uno estará limpio de envidia y nadie conocerá el rencor. Entonces la vida no será ya vida, sino culto rendido al hombre; se exaltará su imagen; ¡para los hombres libres serán accesibles todas las alturas! Entonces se vivirá en libertad, con la verdad, para la belleza, y se considerará los mejores a quienes más ampliamente abracen con su corazón al mundo, a quienes lo amen con intensidad mayor; los hombres mejores serán los más libres, ¡en ellos estará la mayor belleza! Grandes serán los hombres de esa vida ...
Guardó silencio, irguióse y dijo con voz sonora, plena:
- Pues bien, en nombre de esa vida, estoy dispuesto a todo ...
Su cara se estremeció convulsa, y, una tras otra, brotaron de sus ojos lágrimas grandes, pesadas.
Pável alzó la cabeza y, pálido, abriendo mucho los ojos miró al rostro de su camarada; la madre incorporóse un poco en la silla, sintiendo que iba creciendo y se cernía sobre ella una sombría inquietud.
- ¿Qué te pasa, Andréi? -preguntó Pável en voz baja.
El jojol sacudió la cabeza, tendió el cuerpo hacia adelante, como una cuerda tensa, y dijo, mirando a la madre:
- Yo lo he visto ... Sé ...
Ella se levantó, acercóse a él impetuosa y le agarró las manos; intentó él desprender la derecha, pero la madre se la sujetó con fuerza, murmurando con ardiente susurro:
- ¡Cálmate, hijo mío! Cálmate, querido ...
- Esperad -barbotó sordamente el jojol-. Yo os diré cómo ha sido ...
- ¡No, no! -rogó quedo la madre, fijos en él los ojos anegados en lágrimas-. No es necesario, Andriusha ...
Pável se le acercó lentamente, mirando al camarada con ojos húmedos. Estaba pálido y, con risa forzada, le dijo despacio, sin alzar la voz:
- La madre teme que hayas sido tú ...
- ¡Yo no lo temo! ¡No lo creo! ¡Aunque lo hubiera visto, no lo creería!
- ¡Esperad! -prosiguió el jojol, sin mirarles, moviendo la cabeza y logrando soltar su mano-. No he sido yo, pero hubiera podido evitarlo ...
- ¡Cállate Andréi! -dijo Pável. Y agarrándole la mano con una de las suyas, le puso la otra en el hombro, como queriendo detener el convulso temblor de todo aquel largo cuerpo. Inclinó el jojol la cabeza hacia Pável y continuó en voz baja, entrecortada:
- Yo no quería esto, ya lo sabes tú, Pável. Verás lo que pasó: cuando tú te adelantaste y yo me detuve con Drágúnov, Isái asomó por la esquina y se paró un poco aparte. Empezó a miramos y a reírse ... Dragúnov me dijo: ¿Ves? Ése me está espiando toda la noche. Le voy a ajustar las cuentas. Y se marchó; yo pensé que a casa ... Entonces Isái se acercó a mí ...
El jojol dio un suspiro.
- Nadie me había insultado de un modo tan soez como lo hizo ese perro.
La madre, en silencio, le tiraba del brazo para acercarle a la mesa, hasta que por fin logró sentarle en una silla. Ella sentóse junto a él, hombro con hombro. Pável estaba en pie ante ellos, pellizcándose la barba con aspecto sombrío.
- Me dijo que la policía nos conoce a todos, que estamos fichados y que nos iban a cazar a todos antes del Primero de Mayo. Yo no le contesté; me reí, pero el corazón me hervía en el pecho. Empezó a decirme que yo era un muchacho inteligente y que no debía seguir por ese camino, que yo haría mejor ...
Se detuvo y limpióse el sudor del rostro con la mano izquierda; sus ojos brillaban con seco fulgor.
- ¡Ya comprendo! -dijo Pável.
- Me dijo: ¿No sería mejor que te pusieras al servicio de la ley, eh?
El jojol alzó el brazo y blandió en el aire el puño crispado.
- ¡La ley! ¡Maldita sea su alma! -masculló Andréi, mordiendo las palabras-. Mejor hubiera sido que me hubiese abofeteado, para mí habría sido menos penoso, y puede que para él también. Pero cuando me escupió en el corazón con su fétida saliva, no me pude contener.
Andréi, de un convulso tirón, soltó su mano de la de Pável, y añadió en voz más sorda, con asco:
- Le di una bofetada y me marché. Oí que, detrás, Dragúnov decía en voz baja: ¡Caíste, pájaro! Debía estar detrás de la esquina ...
Luego de un instante de silencio, el jojol prosiguió:
- No me volví, aunque lo presentía ... Oí el golpe ... Me marché tranquilamente, como si hubiera dado un puntapié a un sapo. Cuando me levanté para ir al trabajo, oí gritar: ¡Han matado a Isái! No lo creía, pero mi mano estaba agarrotada, la movía con dificultad; no sentía dolor, y, sin embargo, era como si se me hubiera quedado más corta.
Lanzó una mirada furtiva a la mano y dijo:
- Seguramente en toda mi vida lograré ya lavarme esta mancha asquerosa.
- Con tal que tu corazón esté limpio, querido mío -replicó quedamente la madre.
- ¡No me acuso, no! -dijo con firmeza-. ¡Pero me repugna! No necesitaba yo esto para nada.
- ¡No te entiendo bien! -dijo Pável, encogiéndose de hombros-. No le mataste tú, pero aunque así hubiera sido ...
- Hermano, ¿y saber que están matando y no impedirlo...?
Pável dijo con firmeza:
- No lo comprendo, en absoluto ...
Quedó pensativo un instante y añadió:
- Es decir, lo comprendo, pero no puedo compartir ese sentimiento.
Comenzó a rugir la sirena. Ladeó el jojol la cabeza para escuchar el llamamiento autoritario y, estremeciéndose, dijo:
- No voy a trabajar ...
- Yo tampoco -replicó Pável.
- Me voy al baño -añadió el jojol, con una mueca de forzada sonrisa, y luego de recoger apresuradamente, en silencio, todo lo necesario, se marchó sombrío.
La madre le siguió con una mirada compasiva y empezó a decirle al hijo:
- ¡Como tú quieras, Pável! Yo sé que es un pecado matar a un hombre, y sin embargo, considero que nadie es culpable. Isái me da lástima, era como un clavo insignificante; le miraba, me acordaba de que me había amenazado con colgarte y no sentía ni rencor contra él ni alegría porque hubiera muerto. Sencillamente, daba lástima. Pero ahora, ni siquiera le tengo compasión ...
Guardó silencio, se quedó pensativa y, sonriendo asombrada, prosiguió:
- ¡Señor mío Jesucristo...! ¿Oyes, Pável, lo que estoy diciendo?
Pável no debía haberlo oído. Paseando despacio por la habitación, gacha la cabeza, dijo pensativo y sombrío:
- ¡Así es la vida! ¿Ves cómo enfrentan a los hombres unos contra otros? Aunque no quieras, ¡golpea! ¿Y a quién? A un hombre tan privado de derechos como tú mismo. Él es aún más desdichado que tú, porque es estúpido. Policías, gendarmes, confidentes; todos ellos son enemigos nuestros, y sin embargo, son personas como nosotros. También a ellos les chupan la sangre y tampoco los consideran como a hombres. ¡Hacen igual que con nosotros! Así han puesto a unos enfrente de otros; los han cegado con la estupidez y con el miedo, los han atado de pies y manos, los oprimen, los explotan, los aplastan y los golpean, valiéndose de unos contra otros. Han convertido a los hombres, en fusiles, en palos, en piedras, y dicen: ¡Esto es el Estado...!
Se acercó aún más a la madre.
- ¡Esto es un crimen, madre! El más repugnante asesinato de millones de hombres, el asesinato de las almas ... ¿Comprendes? Matan las almas ... ¿Ves la diferencia entre ellos y nosotros? Ha pegado a un hombre y le da repugnancia, vergüenza, le duele, y, lo principal, ¡siente asco! En cambio, ellos matan a miles de hombres con toda tranquilidad, sin compasión, sin que el corazón les tiemble, ¡asesinan con gusto! y dan muerte a todos y a todo, solamente para conservar la plata, el oro, unos papeluchos insignificantes, toda esa basura miserable que les da el poder sobre los hombres. Piénsalo, esas gentes no se protegen a sí mismas, defendiéndose, con el asesinato, del pueblo, mutilando las almas, no lo hacen por ellos mismos, sino para defender su propiedad. No se protegen por dentro, sino por fuera ...
Le tomó las manos, se las apretó, e inclinándose hacia ella, agregó:
- Si sintieras toda esa abominación, toda esa infecta podredumbre, comprenderías nuestra verdad, ¡y verías todo lo grande y luminosa que es...!
La madre se levantó conmovida, henchida de deseo de fundir su corazón con el del hijo, en un solo fuego.
- ¡Espera, Pasha, espera! -murmuró jadeante-. ¡La siento, espera!
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