Autoras/es: Pola Gutiérrez Alegre (*)
(Fecha original del libro: 2005)
Relato recomendado para niños/as +10
Cuando Pepe y Paco reunieron a toda la familia para anunciarles que iban a tener un bebé, los abuelos se quedaron mudos, los tíos boquiabiertos y los hermanos, primos y demás parientes no pararon de hablar durante días. No era que Pepe y Paco estuvieran embarazados, no, que la ciencia ha avanzado mucho, una barbaridad, pero hasta ahora, que yo sepa, no se ha llegado a eso. Todavía. Pepe y Paco iban a tener, por fin, un bebé en adopción. Y ese bebé era yo.
–Seremos tu papá y tu mamá los dos al mismo tiempo, sin distinción, así que para evitar líos mejor nos llamas Paco y Pepe, ¿eh, bichito? –me dijeron entre beso y beso a los pocos días de llegar a casa. Yo no les entendí, pero dije gu-gu y se quedaron tan contentos.
Consultaron con todos los pediatras que venían en la guía telefónica, leyeron todos los manuales de puericultura que encontraron. Se apuntaron a doscientos cursillos para nuevos padres. A pesar de ello, yo era el bebé más feliz del mundo. Entre mimitos y carantoñas el tiempo pasó y me hice un niño mayor. Pepe y Paco decidieron que además de amor y cuidados tenían que darme una educación.
A veces me reñían, y hasta me castigaban cuando me portaba mal.
Sobre todo cuando me ponía bruto y me empeñaba en no ir al colegio.
Me escondía debajo de la cama, o me encerraba en el armario o en el cuarto de baño. Como no podían conmigo por las buenas, le pedían ayuda a la vecina de abajo, que me sacaba de mi escondite por las malas.
Es bombera y estoy seguro de que duerme con el casco y la manguera puestos porque no tarda ni cinco minutos en subir. Con un chorro de agua a toda presión tiraba la puerta abajo y dirigiendo la manguera hacia mí me ensopaba bien ensopado, estampándome cual calcomanía en la pared. Pepe o Paco tenían que recoger cubos y cubos de agua, que los de abajo ya se han quejado de que tienen una gotera enorme y que ven la tele con paraguas y chubasquero.
–Levántate, que te voy a preparar un desayuno de rechupete –me despertó Pepe.
A Pepe le encanta cocinar. Antes, trabajaba de cocinero en un colegio, pero hace un mes le despidieron. El director le llamó a su despacho y le dijo muy enfadado que ya estaba bien, que menos “Merluza en lecho de setas y salsa de nueces” y más filetes empanados con patatas, pollo asado o macarrones con tomate que es lo que a todos los niños les gusta comer. ¡Qué vulgares! Ese día volvió a casa muy deprimido, quejándose de lo poco que saben apreciar el arte hoy en día.
–Bueno, no te preocupes, ahora podrás cocinar lo que quieras, inventar nuevas recetas. –le consoló Paco, y a Pepe le pareció buena la idea.
–¡El desayuno! Como no estés aquí en cinco minutos llamaré a Paco –me advirtió Pepe.
Paco está supercachas, como el Suasenomesale ese, el de las películas.
Todos los días, antes de ir al puesto de carnicería que tiene en el mer- cado, va al gimnasio para mantenerse en forma. Pesa ciento treinta kilos, -todo músculo, todo fibra, según él-, y ha sido tres veces campeón de sumo. En eso y otras muchas cosas Paco es un fiera.
–Anda, Pepe, sé bueno, enséñame a cocinar. No todo es estudiar matemáticas, geografía o historia. Hay cosas que no te enseñan en el cole y que todos deberíamos saber. Por ejemplo, planchar, barrer, poner la lavadora… –le supliqué–. Cuando venga Paco le sorprenderemos con la comida más exquisita que haya probado nunca y no le importará que no haya ido al cole. ¿Qué te parece? Pepe dudó. La verdad es que tener un pinche de cocina no le venía nada mal.
–Bueno, pero solo por hoy.
Lo primero, hacer la sopa. Cortar en trocitos pequeños las verduras, lavarlas bajo el chorro del grifo, echarlas en la cazuela. Después, pasar por la picadora la carne, amasar la harina, preparar un sofrito. Aquello sí que iba a ser divertido. Luego, extender la masa, preparar el relleno.
Esto de cocinar llevaba su tiempo, no acababas nunca, siempre había algo más que hacer. Era agotador. No entendía cómo Pepe podía hacer esto todos los días sin tener que llamar a urgencias para que le trajeran una bombona de oxígeno.
Cuando Paco vino a casa se armó la gorda. Ni la sopa ni el relleno de carne calmaron su furia.
–Muy bien. Si no quieres estudiar… ¡a trabajar! –dijo cuando por fin se calmó.
Me agarró del brazo y arrastrándome calle arriba, me llevó hasta el mercado.
No le va nada mal el negocio de la carnicería teniendo en cuenta que él se come la mitad del género. Tiene un ayudante, Antonio, que tampoco está mal. Está muy, pero que muy bien, dice Pepe. El chaval, de carne no entiende mucho, que no sabe ni cómo se corta un filete, pero atrae a la clientela, y el pobre se pone muy colorado cuando alguna señora le dice “qué rico estás, Antoñito”, y ya no atina con el cuchillo, que un día se le va a resbalar de las manos y alguien se va a quedar sin oreja.
Me puse una bata que me llegaba hasta los pies. Paco me indicó con la cabeza que me colocase detrás del mostrador. Mientras Antonio destrozaba unos filetes de lomo, una señora me preguntó: –Eh, joven, ¿tienes falda? La miré con cara de asesino y no contesté por educación, por no decirle una grosería. ¿Qué le importaba a ella lo que yo llevase debajo de la bata? ¡Anda con la cotilla! –Digo que si tienes falda de ternera, niño… –¡Ah! Espere, que voy a ver… Rojo como un tomate entré en el enorme frigorífico donde guardaban las grandes piezas de carne y allí vi vacas, cerdos, terneros, muchos animales colgando de los ganchos. Todos chorreaban sangre.
–No, señora, no hay ninguna ternera con faldas, hoy han traído desnudos a todos los animales.
La señora dio media vuelta y sin decir ni adiós, se fue. Un señor que estaba detrás aprovechó para colarse y pedir.
–Quiero una aleta de kilo y medio –me dijo.
–Eso, caballero, en la pescadería –contesté yo, asombrado por la pregunta.
¿En qué colegio habrá estudiado este hombre que no sabe que las aletas las tienen los pescados y no las vacas o los cerdos? Paco me dio un pescozón que vi las estrellas. Su paciencia había llegado al límite y con una patada en el culo me sacó del mercado.
Pepe y Paco discutieron durante varios días hasta tomar una decisión sobre mí y mi futuro.
–Muy bien. Si no te gusta trabajar ni estudiar, entonces te dedicarás al deporte. Desde mañana empezarás a entrenarte como luchador de sumo. ¿Qué te parece? No contesté. Cogí la mochila y me fui al colegio.
Consultaron con todos los pediatras que venían en la guía telefónica, leyeron todos los manuales de puericultura que encontraron. Se apuntaron a doscientos cursillos para nuevos padres. A pesar de ello, yo era el bebé más feliz del mundo. Entre mimitos y carantoñas el tiempo pasó y me hice un niño mayor. Pepe y Paco decidieron que además de amor y cuidados tenían que darme una educación.
A veces me reñían, y hasta me castigaban cuando me portaba mal.
Sobre todo cuando me ponía bruto y me empeñaba en no ir al colegio.
Me escondía debajo de la cama, o me encerraba en el armario o en el cuarto de baño. Como no podían conmigo por las buenas, le pedían ayuda a la vecina de abajo, que me sacaba de mi escondite por las malas.
Es bombera y estoy seguro de que duerme con el casco y la manguera puestos porque no tarda ni cinco minutos en subir. Con un chorro de agua a toda presión tiraba la puerta abajo y dirigiendo la manguera hacia mí me ensopaba bien ensopado, estampándome cual calcomanía en la pared. Pepe o Paco tenían que recoger cubos y cubos de agua, que los de abajo ya se han quejado de que tienen una gotera enorme y que ven la tele con paraguas y chubasquero.
–Levántate, que te voy a preparar un desayuno de rechupete –me despertó Pepe.
A Pepe le encanta cocinar. Antes, trabajaba de cocinero en un colegio, pero hace un mes le despidieron. El director le llamó a su despacho y le dijo muy enfadado que ya estaba bien, que menos “Merluza en lecho de setas y salsa de nueces” y más filetes empanados con patatas, pollo asado o macarrones con tomate que es lo que a todos los niños les gusta comer. ¡Qué vulgares! Ese día volvió a casa muy deprimido, quejándose de lo poco que saben apreciar el arte hoy en día.
–Bueno, no te preocupes, ahora podrás cocinar lo que quieras, inventar nuevas recetas. –le consoló Paco, y a Pepe le pareció buena la idea.
–¡El desayuno! Como no estés aquí en cinco minutos llamaré a Paco –me advirtió Pepe.
Paco está supercachas, como el Suasenomesale ese, el de las películas.
Todos los días, antes de ir al puesto de carnicería que tiene en el mer- cado, va al gimnasio para mantenerse en forma. Pesa ciento treinta kilos, -todo músculo, todo fibra, según él-, y ha sido tres veces campeón de sumo. En eso y otras muchas cosas Paco es un fiera.
–Anda, Pepe, sé bueno, enséñame a cocinar. No todo es estudiar matemáticas, geografía o historia. Hay cosas que no te enseñan en el cole y que todos deberíamos saber. Por ejemplo, planchar, barrer, poner la lavadora… –le supliqué–. Cuando venga Paco le sorprenderemos con la comida más exquisita que haya probado nunca y no le importará que no haya ido al cole. ¿Qué te parece? Pepe dudó. La verdad es que tener un pinche de cocina no le venía nada mal.
–Bueno, pero solo por hoy.
Lo primero, hacer la sopa. Cortar en trocitos pequeños las verduras, lavarlas bajo el chorro del grifo, echarlas en la cazuela. Después, pasar por la picadora la carne, amasar la harina, preparar un sofrito. Aquello sí que iba a ser divertido. Luego, extender la masa, preparar el relleno.
Esto de cocinar llevaba su tiempo, no acababas nunca, siempre había algo más que hacer. Era agotador. No entendía cómo Pepe podía hacer esto todos los días sin tener que llamar a urgencias para que le trajeran una bombona de oxígeno.
Cuando Paco vino a casa se armó la gorda. Ni la sopa ni el relleno de carne calmaron su furia.
–Muy bien. Si no quieres estudiar… ¡a trabajar! –dijo cuando por fin se calmó.
Me agarró del brazo y arrastrándome calle arriba, me llevó hasta el mercado.
No le va nada mal el negocio de la carnicería teniendo en cuenta que él se come la mitad del género. Tiene un ayudante, Antonio, que tampoco está mal. Está muy, pero que muy bien, dice Pepe. El chaval, de carne no entiende mucho, que no sabe ni cómo se corta un filete, pero atrae a la clientela, y el pobre se pone muy colorado cuando alguna señora le dice “qué rico estás, Antoñito”, y ya no atina con el cuchillo, que un día se le va a resbalar de las manos y alguien se va a quedar sin oreja.
Me puse una bata que me llegaba hasta los pies. Paco me indicó con la cabeza que me colocase detrás del mostrador. Mientras Antonio destrozaba unos filetes de lomo, una señora me preguntó: –Eh, joven, ¿tienes falda? La miré con cara de asesino y no contesté por educación, por no decirle una grosería. ¿Qué le importaba a ella lo que yo llevase debajo de la bata? ¡Anda con la cotilla! –Digo que si tienes falda de ternera, niño… –¡Ah! Espere, que voy a ver… Rojo como un tomate entré en el enorme frigorífico donde guardaban las grandes piezas de carne y allí vi vacas, cerdos, terneros, muchos animales colgando de los ganchos. Todos chorreaban sangre.
–No, señora, no hay ninguna ternera con faldas, hoy han traído desnudos a todos los animales.
La señora dio media vuelta y sin decir ni adiós, se fue. Un señor que estaba detrás aprovechó para colarse y pedir.
–Quiero una aleta de kilo y medio –me dijo.
–Eso, caballero, en la pescadería –contesté yo, asombrado por la pregunta.
¿En qué colegio habrá estudiado este hombre que no sabe que las aletas las tienen los pescados y no las vacas o los cerdos? Paco me dio un pescozón que vi las estrellas. Su paciencia había llegado al límite y con una patada en el culo me sacó del mercado.
Pepe y Paco discutieron durante varios días hasta tomar una decisión sobre mí y mi futuro.
–Muy bien. Si no te gusta trabajar ni estudiar, entonces te dedicarás al deporte. Desde mañana empezarás a entrenarte como luchador de sumo. ¿Qué te parece? No contesté. Cogí la mochila y me fui al colegio.
(*) Extraído de:
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