Autoras/es: Eduardo Galeano
(Fecha original: 1970)
PRIMERA PARTE
LA POBREZA DEL HOMBRE
COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA
2. EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS:
a. LAS PLANTACIONES, LOS LATIFUNDIOS Y EL DESTINO
La búsqueda del oro y de la plata fue, sin duda, el motor central de la conquista. Pero en su segundo viaje, Cristóbal Colón trajo las primeras raíces de caña de azúcar, desde las islas Canarias, y las plantó en las tierras que hoy ocupa la República Dominicana. Una vez sembradas, dieron rápidos retoños, para gran regocijo del almirante1. El azúcar, que se cultivaba en pequeña escala en Sicilia y en las islas Madeira y Cabo Verde y se compraba, a precios altos, en Oriente, era un artículo tan codiciado por los europeos que hasta en los ajuares de las reinas llegó a figurar como parte de la dote. Se vendía en las farmacias, se lo pesaba por gramos.
Durante poco menos de tres siglos a partir del descubrimiento de América, no hubo, para el comercio de Europa, producto agrícola más importante que el azúcar cultivado en estas tierras. Se alzaron los cañaverales en el litoral húmedo y caliente del nordeste de Brasil y, posteriormente, también las islas del Caribe -Barbados, Jamaica, Haití y la Dominicana, Guadalupe, Cuba, Puerto Rico y Veracruz y la costa peruana resultaron sucesivos escenarios propicios para la explotación, en gran escala, del «oro blanco»2 . Inmensas legiones de esclavos vinieron de África para proporcionar, al rey azúcar, la fuerza del trabajo numerosa y gratuita que exigía: combustible humano para quemar. Las tierras fueron devastadas por esta planta egoísta que invadió el Nuevo Mundo arrasando los bosques, malgastando la fertilidad natural y extinguiendo el humus acumulado por los suelos. El largo ciclo del azúcar dio origen, en América Latina, a prosperidades tan mortales como las que engendraron, en Potosí, Ouro Preto, Zacatecas y Guanajuato, los furores de la plata y el oro; al mismo tiempo, impulsó con fuerza decisiva, directa e indirectamente, el desarrollo industrial de Holanda, Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
La plantación, nacida de la demanda de azúcar en ultramar, era una empresa movida por el afán de ganancia de su propietario y puesta al servicio del mercado que Europa iba articulando internacionalmente. Por su estructura interna, sin embargo, tomando en cuenta que se bastaba a sí misma en buena medida, resultaban feudales algunos de sus rasgos predominantes. Utilizaba, por otra parte, mano de obra esclava. Tres edades históricas distintas -mercantilismo, feudalismo, esclavitud- se combinaban así en una sola unidad económica y social, pero era el mercado internacional quien estaba en el centro de la constelación de poder que el sistema de plantaciones integró desde temprano.
De la plantación colonial, subordinada a las necesidades extranjeras y financiada, en muchos casos, desde el extranjero, proviene en línea recta el latifundio de nuestros días. Este es uno de los cuellos de botella que estrangulan el desarrollo económico de América Latina y uno de los factores primordiales de la marginación y la pobreza de las masas latinoamericanas. El latifundio actual, mecanizado en medida suficiente para multiplicar los excedentes de mano de obra, dispone de abundantes reservas de brazos baratos. Ya no depende de la importación de esclavos africanos ni de la «encomienda» indígena. Al latifundio le basta con el pago de jornales irrisorios, la retribución de servicios en especies o el trabajo gratuito a cambio del usufructo de un pedacito de tierra; se nutre de la proliferación de los minifundios, resultado de su propia expansión, y de la continua migración interna de legiones de trabajadores que se desplazan empujados por el hambre, al ritmo de las zafras sucesivas.
La estructura combinada de la plantación funcionaba, y así funciona también el latifundio, como un colador armado para la evasión de las riquezas naturales. Al integrarse al mercado mundial, cada área conoció un ciclo dinámico; luego, por la competencia de otros productos sustitutivos, por el agotamiento de la tierra o por la aparición de otras zonas con mejores condiciones, sobrevino la decadencia. La cultura de la pobreza, la economía de subsistencia y el letargo son los precios que cobra, con el transcurso de los años, el impulso productivo original. El nordeste era la zona más rica de Brasil y hoy es la más pobre; en Barbados y Haití habitan hormigueros humanos condenados a la miseria; el azúcar se convirtió en la llave maestra del dominio de Cuba por los Estados Unidos, al precio del monocultivo y del empobrecimiento implacable del suelo. No sólo el azúcar. Esta es también la historia del cacao, que alumbró la fortuna de la oligarquía de Caracas; del algodón de Maranhão, de súbito esplendor y súbita caída; de las plantaciones de caucho en el Amazonas, convertidas en cementerios para los obreros nordestinos reclutados a cambio de moneditas; de los arrasados bosques de quebracho del norte argentino y del Paraguay; de las fincas de henequén, en Yucatán, donde los indios yaquis fueron enviados al exterminio. Es también la historia del café, que avanza abandonando desiertos a sus espaldas, y de las plantaciones de frutas en Brasil, en Colombia, en Ecuador y en los desdichados países centroamericanos. Con mejor o peor suerte, cada producto se ha ido convirtiendo en un destino, muchas veces fugaz, para los países, las regiones y los hombres. El mismo itinerario han seguido, por cierto, las zonas productoras de riquezas minerales. Cuanto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea. La zona menos castigada por esta ley de acero, el río de la Plata, que arrojaba cueros y luego carne y lana a las corrientes del mercado internacional, no ha podido, sin embargo, escapar de la jaula del subdesarrollo.
Durante poco menos de tres siglos a partir del descubrimiento de América, no hubo, para el comercio de Europa, producto agrícola más importante que el azúcar cultivado en estas tierras. Se alzaron los cañaverales en el litoral húmedo y caliente del nordeste de Brasil y, posteriormente, también las islas del Caribe -Barbados, Jamaica, Haití y la Dominicana, Guadalupe, Cuba, Puerto Rico y Veracruz y la costa peruana resultaron sucesivos escenarios propicios para la explotación, en gran escala, del «oro blanco»2 . Inmensas legiones de esclavos vinieron de África para proporcionar, al rey azúcar, la fuerza del trabajo numerosa y gratuita que exigía: combustible humano para quemar. Las tierras fueron devastadas por esta planta egoísta que invadió el Nuevo Mundo arrasando los bosques, malgastando la fertilidad natural y extinguiendo el humus acumulado por los suelos. El largo ciclo del azúcar dio origen, en América Latina, a prosperidades tan mortales como las que engendraron, en Potosí, Ouro Preto, Zacatecas y Guanajuato, los furores de la plata y el oro; al mismo tiempo, impulsó con fuerza decisiva, directa e indirectamente, el desarrollo industrial de Holanda, Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
La plantación, nacida de la demanda de azúcar en ultramar, era una empresa movida por el afán de ganancia de su propietario y puesta al servicio del mercado que Europa iba articulando internacionalmente. Por su estructura interna, sin embargo, tomando en cuenta que se bastaba a sí misma en buena medida, resultaban feudales algunos de sus rasgos predominantes. Utilizaba, por otra parte, mano de obra esclava. Tres edades históricas distintas -mercantilismo, feudalismo, esclavitud- se combinaban así en una sola unidad económica y social, pero era el mercado internacional quien estaba en el centro de la constelación de poder que el sistema de plantaciones integró desde temprano.
De la plantación colonial, subordinada a las necesidades extranjeras y financiada, en muchos casos, desde el extranjero, proviene en línea recta el latifundio de nuestros días. Este es uno de los cuellos de botella que estrangulan el desarrollo económico de América Latina y uno de los factores primordiales de la marginación y la pobreza de las masas latinoamericanas. El latifundio actual, mecanizado en medida suficiente para multiplicar los excedentes de mano de obra, dispone de abundantes reservas de brazos baratos. Ya no depende de la importación de esclavos africanos ni de la «encomienda» indígena. Al latifundio le basta con el pago de jornales irrisorios, la retribución de servicios en especies o el trabajo gratuito a cambio del usufructo de un pedacito de tierra; se nutre de la proliferación de los minifundios, resultado de su propia expansión, y de la continua migración interna de legiones de trabajadores que se desplazan empujados por el hambre, al ritmo de las zafras sucesivas.
La estructura combinada de la plantación funcionaba, y así funciona también el latifundio, como un colador armado para la evasión de las riquezas naturales. Al integrarse al mercado mundial, cada área conoció un ciclo dinámico; luego, por la competencia de otros productos sustitutivos, por el agotamiento de la tierra o por la aparición de otras zonas con mejores condiciones, sobrevino la decadencia. La cultura de la pobreza, la economía de subsistencia y el letargo son los precios que cobra, con el transcurso de los años, el impulso productivo original. El nordeste era la zona más rica de Brasil y hoy es la más pobre; en Barbados y Haití habitan hormigueros humanos condenados a la miseria; el azúcar se convirtió en la llave maestra del dominio de Cuba por los Estados Unidos, al precio del monocultivo y del empobrecimiento implacable del suelo. No sólo el azúcar. Esta es también la historia del cacao, que alumbró la fortuna de la oligarquía de Caracas; del algodón de Maranhão, de súbito esplendor y súbita caída; de las plantaciones de caucho en el Amazonas, convertidas en cementerios para los obreros nordestinos reclutados a cambio de moneditas; de los arrasados bosques de quebracho del norte argentino y del Paraguay; de las fincas de henequén, en Yucatán, donde los indios yaquis fueron enviados al exterminio. Es también la historia del café, que avanza abandonando desiertos a sus espaldas, y de las plantaciones de frutas en Brasil, en Colombia, en Ecuador y en los desdichados países centroamericanos. Con mejor o peor suerte, cada producto se ha ido convirtiendo en un destino, muchas veces fugaz, para los países, las regiones y los hombres. El mismo itinerario han seguido, por cierto, las zonas productoras de riquezas minerales. Cuanto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea. La zona menos castigada por esta ley de acero, el río de la Plata, que arrojaba cueros y luego carne y lana a las corrientes del mercado internacional, no ha podido, sin embargo, escapar de la jaula del subdesarrollo.
1 Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La Habana, 1.963.
2 Caio Prado Júnior, Historia económica del Brasil, Buenos Aires, 1960.
2 Caio Prado Júnior, Historia económica del Brasil, Buenos Aires, 1960.
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