Autoras/es: Máximo Gorki
Estuvieron sentados a la mesa hasta la medianoche, tomando té y hablando cordialmente de la vida, de los hombres, del futuro ... y cuando un pensamiento estaba claro para la madre, ella, suspirando, tomaba de su pasado cualquier hecho, siempre penoso y grosero, y con aquella piedra arrancada de su corazón afianzaba el pensamiento.
En el cálido torrente de la charla su inquietud se iba derritiendo, sentíase como el día aquel en que su padre le dijera en tono severo:
- ¡No hay por qué hacer ascos! Se ha presentado un imbécil que quiere casarse contigo ... ¡pues cásate! Todas las mozas se casan, todas las mujeres paren hijos; ¡para todos los padres los hijos son una desgracia! ¿Y tú qué, no eres acaso una persona?
Se acercaba la primavera e iba derritiéndose la nieve, dejando al descubierto el barro y la carbonilla que yacía en su hondura. Cada día veíase más fango, y todo el arrabal parecía no haberse lavado, cubierto de harapos. De día, los tejados goteaban, mientras, cansados y sudorosos, exhalaban vaho los grisáceos muros de las casas; de noche, por doquier, blanqueaban tenuemente los carámbanos. En el cielo aparecía el sol cada vez con mayor frecuencia, y los arroyos empezaban a murmurar con fuerza, corriendo hacia el pantano.
Se preparaban para festejar el Primero de Mayo.
En la fábrica y por el arrabal volaban las hojas, explicando la significación de la fiesta, y hasta los jóvenes que no estaban influenciados por la propaganda decían al leerlas:
- ¡Hay que organizar eso!
Vesovschikov, sonriendo sombrío, exclamaba:
- ¡Ya va siendo hora! ¡Basta de jugar al escondite!
Fedia Masin se regocijaba. Había enflaquecido mucho, y por el nervioso temblor de su habla y movimientos parecía una alondra enjaulada. Iba siempre en compañía de Yákov Sómov, muchacho taciturno, con una seriedad impropia de sus pocos años, que trabajaba ahora en la ciudad. Samóilov, cuyo pelo se había vuelto aún más rojo en la cárcel, Vasili Gúsev, Bukin, Dragúnov y algunos más consideraban que era indispensable proveerse de armas, pero Pável, el jojol, Sómov y otros discutían con ellos.
Llegaba Egor, siempre cansado, jadeante, bañado en sudor, y decía bromeando:
- El trabajo para cambiar el régimen existente es una gran obra, camaradas; mas, a fin de que se desarrolle con mayor éxito, ¡tengo que comprarme unas botas nuevas! -y enseñaba las que llevaba, completamente rotas y empapadas-. Mis chanclos están también enfermos, con una enfermedad incurable, y todos los días me mojo los pies. No quiero trasladarme al seno de la tierra sin que antes hayamos renegado del mundo viejo de una manera pública y visible, y por eso, rechazando la proposición del camarada Samóilov referente a la manifestación armada, propongo que se me arme a mí con un par de botas fuertes, porque estoy profundamente convencido de que esto será más útil para el triunfo del socialismo ... ¡que incluso la más descomunal de las refriegas!
De aquella misma manera gráfica, iba contando a los obreros la historia de cómo en los demas países el pueblo trataba de mejorar su vida.
A la madre le gustaba oír sus discursos y sacaba de ellos una impresión extraña; se imaginaba que los más astutos enemigos del pueblo, los que le engañaban con mayor frecuencia y saña, eran unos hombrecillos pequeños, barrigudos, de carota colorada, desvergonzados y codiciosos, taimados y crueles. Cuando bajo el poder de los zares ellos llevaban una vida difícil, azuzaban al pueblo ignorante contra el poder monárquico, pero cuando el pueblo se sublevaba y arrancaba el poder de manos del rey, aquellos hombrecillos se lo arrebataban, valiéndose de engaños, y arrojaban de nuevo al pueblo a sus cuchitriles, y si éste discutía con ellos, lo aniquilaban a centenares, a millares.
Una vez, tomando ánimos, la madre desplegó ante Egor aquel cuadro de la vida, creado con sus discursos, y, sonriendo confusa, le preguntó:
- ¿Es así, Egor Ivánovich?
Él prorrumpió en carcajadas, poniendo los ojos en blanco mientras se frotaba el pecho con las manos.
- ¡Así es en realidad, madrecita! Ha cogido usted por los cuernos al toro de la historia. Sobre este fondo amarillo hay algunos ornamentos, es decir, algunos bordados, pero éstos no cambian la cosa. Precisamente esos hombrecillos gordetes son los principales pecadores y los más venenosos gusanos que se comen al pueblo. Los franceses los han llamado, con acierto, burgueses. Acuérdese, madrecita: burgueses. Ellos nos sacan el jugo, nos mastican y nos devoran.
- Es decir ¿los ricos? -preguntó la madre.
- ¡Precisamente! En ello estriba su desgracia. Verá usted, si en la comida de un niño se le pone un poquito de cobre, se retardará el desarrollo de sus huesos y se quedará enano, y si envenenamos a un hombre con oro, su alma se volverá pequeña, mortecina y grisácea, exactamente igual que una pelota de goma de cinco kopeks ...
Una vez, hablando de Egor, Pável dijo:
- ¿No sabes, Andréi?, las personas que más bromean son aquellas cuyo corazón sufre sin cesar ...
El jojol guardó silencio y, entornando los ojos, contestó:
- Si fuera verdad lo que dices, toda Rusia estaría muriéndose de risa ...
Reapareció Natasha. Había estado también en la cárcel, en otra ciudad, pero esto no la había cambiado nada. La madre observó que, cuando estaba ella delante, el jojol se ponía más alegre, gastaba bromas, metíase con todos, pinchándoles con sus inofensivas pullas, provocando en ella una risa alegre. Pero cuando la joven se iba, empezaba él a silbotear melancólico sus interminables canciones y a pasearse por la habitación, arrastrando los pies tristemente.
Con frecuencia acudía Sáshenka, siempre entristecida, siempre con prisas y, sin que se supiera la causa, cada vez más angulosa y brusca.
Una vez, cuando Pável salió al zaguán a acompañarla, no cerraron la puerta tras sí, y la madre oyó una rápida conversación:
- ¿Llevará usted la bandera? -preguntó la muchacha en voz baja.
- Sí.
- ¿Es cosa decidida?
- Sí. Es mi derecho.
- ¿Y otra vez a la cárcel?
Pável guardó silencio.
- ¿No podría usted...? -empezó a decir ella, y se detuvo.
- ¿Qué? -preguntó Pável.
- Dejársela a otro ...
- ¡No! -repuso él en voz alta.
- Piénselo bien. ¡Tiene usted tanta influencia, le quieren a usted tanto...! Usted y Najodka son aquí los primeros; piense todo lo que pueden hacer en libertad. En cambio, por esto le desterrarán, muy lejos, ¡para mucho tiempo!
A la madre le pareció que en la voz de la muchacha se percibían unos sentimientos para ella conocidos: la ansiedad y el temor. Y las palabras de Sáshenka empezaron a caer en su corazón como goterones de agua helada.
- ¡No, ya lo he decidido! -dijo Pável-. A eso no renuncio por nada del mundo.
- ¿Ni aunque yo se lo ruegue...?
Pável, de pronto, empezó a hablar deprisa y con marcada severidad.
- Usted no debe hablar así. ¡Qué cosas tiene! ¡Usted no debe!
- Yo también soy una persona -dijo ella en voz queda.
- ¡Una buena persona! -replicó Pável, también en voz baja, pero de un modo raro, como si le faltase el aliento-. Una persona querida para mí. Y por eso ..., por eso mismo, no hay que hablar así ...
- ¡Adiós! -dijo la muchacha.
Por su taconeo, comprendió la madre que se marchaba andando deprisa, casi corriendo. Pável salió al patio en pos de ella.
Un temor asfixiante y penoso oprimió el pecho de la madre. No comprendía de qué se trataba, pero presentía que ante ella cerníase alguna desgracia.
¿Qué querrá hacer él? Pável volvió en compañía de Andréi; el jojol dijo, moviendo la cabeza:
- ¡Ay, Isái, Isái! ¿Qué determinación tomamos con él?
- ¡Hay que aconsejarle que deje su empresa! -repuso Pável ceñudo.
- Pável, ¿qué quieres hacer? -preguntó la madre, gacha la cabeza.
- ¿Cuándo? ¿Ahora?
- El Primero ... El Primero de Mayo.
- ¡Ah! -exclamó Pável, bajando la voz-. Llevaré nuestra bandera. Iré con ella delante de todos. Por esto, probablemente, me volverán a meter en la cárcel.
Le empezaron a arder los ojos a la madre; una sequedad desagradable le llenó la boca. Él le tomó la mano, la acarició.
- Es necesario, madre, ¡compréndelo!
- ¡Si yo no digo nada! -replicó ella, alzando lentamente la cabeza, y cuando sus ojos tropezaron con el brillo tenaz de los del hijo, la volvió a bajar.
Él soltó su mano, lanzó un suspiro y prosiguió, como reconviniéndola:
- Deberías alegrarte, en vez de sentir pena. ¿Cuándo habrá madres que manden con alegría a sus hijos incluso a la muerte...?
- ¡Arre, arre! -gruñó el jojol-. ¡Arremangándose el caftán, salió al galope nuestro pan!
- Pero, ¿es que he dicho algo? -repitió la madre-. Yo no te lo impido. Y si me da lástima de ti, ¡es porque soy madre...!
Él apartóse un poco, y ella le oyó unas palabras duras, punzantes:
- Hay cariños que son un estorbo en la vida ...
Estremecióse, y temiendo que él fuese a decir aún algo más que pudiese herirla, exclamó con viveza:
- ¡No hables así, Pável! Yo comprendo, no puedes obrar de otra manera, por los camaradas ...
- ¡No! -repuso él-. Esto lo hago por mí.
Andréi estaba en pie en el umbral; más alto que la puerta, dobladas de un modo extraño las rodillas, parecía encuadrado en su marco; apoyado un hombro en una jamba, asomaba bajo el dintel el otro hombro, el cuello y la cabeza.
- ¡Mejor sería que no charlara usted tanto, señor mío! -dijo fijando en la cara de Pável sus ojos saltones, con expresión sombría.
Parecía un lagarto oculto en la hendidura de una piedra. La madre sentía ganas de llorar y, no queriendo que el hijo viera sus lágrimas, murmuró de pronto:
- ¡Ay Dios mío! Se me había olvidado ... y salió al zaguán. Allí, apoyada la cabeza en un rincón, dio rienda suelta a sus lágrimas de agravio; lloraba en silencio, sin ruido, desfalleciéndose, como si con las lágrimas se le fuera la sangre del corazón.
Y a través de la rendija de la mal cerrada puerta, se deslizaban hasta ella los sordos rumores de la discusión.
- ¿Tú en qué piensas, es que te gozas en atormentarla? -preguntaba el jojol.
- ¡No tienes derecho a hablarme así! -gritó Pável.
- Buen camarada tuyo sería, si me callara al ver tus piruetas estúpidas de cabra. ¿Por qué le has dicho eso? ¿Lo sabes?
- Hay que hablar siempre con firmeza, ¡y saber decir sí y no!
- ¿A ella?
- ¡A todos! No quiero amor ni amistad que me encadene, que me sujete ...
- ¡Vaya un héroe! ¡Límpiate los mocos! Límpiatelos y ve a decirle eso mismo a Sáshenka. A ella hubieras debido hablarle así.
- ¡Ya se lo he dicho!
- ¿Así? ¡Mientes! A ella le hablaste con voz cariñosa, con ternura ... No te oí, ¡pero lo sé! Delante de tu madre das rienda suelta a tu heroísmo ... Compréndelo, animal. ¡Tu heroísmo no vale un pito!
Vlásova empezó a enjugarse rápidamente las lágrimas. Temía que el jojol ofendiese a Pável, y abrió apresuradamente la puerta; al entrar en la cocina, temblando toda de aflicción y miedo, dijo en voz alta:
- ¡Huy, qué frío hace! Y eso que estamos en primavera ...
Y mientras, sin objeto alguno, iba quitando en la cocina cosas de en medio, prosiguió, más alto, con ánimo de dominar las amortiguadas voces de la habitación:
- Todo ha cambiado, la gente se ha vuelto más ardiente, y el aire más frío. Antes, por esta época hacía ya un tiempo templado, el cielo estaba sin nubes, con solecillo ...
La habitación quedó en silencio. Ella se detuvo, en medio de la cocina, esperando.
- ¿Has oído? -sonó la queda pregunta del jojol-. ¡Esto hay que comprenderlo, demonio! ¡Tiene mejor corazón que tú!
- ¿Queréis té? -preguntó la madre con trémula voz. Y sin aguardar la respuesta, para disimular su turbación, exclamó:
- ¿Qué me pasará hoy que estoy helada?
Pável se acercó a ella lentamente. La miró de reojo, con una sonrisa de culpa temblándole en los labios.
- ¡Perdóname, madre! -murmuró-. Soy todavía un chiquillo, un imbécil ...
- ¡No sigas! -gritó la madre con tristeza, estrechando la cabeza del hijo contra su pecho-. ¡No me digas nada! ¡Que el Señor sea contigo, tu vida es cosa tuya! Pero no me hieras en lo más vivo del corazón ... ¿Acaso puede una madre no tener lástima? No puede. ¡Todos me dais lástima! ¡Todos sois como algo mío, todos sois buenos! ¿Y quién, si no yo, iba a tener compasión de vosotros...? Tú avanzas, tras de ti van otros, lo han dejado todo, ¡se han puesto en marcha ... Pável!
En su pecho palpitaba una idea grande, ardiente. Un alentador sentimiento de gozo, que era a la vez ansiedad y pesar, daba ánimos a' su corazón, pero no encontraba palabras para expresarse, y en el martirio de su mudez, agitaba la mano y miraba al hijo a la cara con ojos encendidos de un dolor agudo y luminoso ...
- ¡Bueno, madrecita! Perdóname, ¡lo veo! -murmuró él, bajando la cabeza; con una sonrisa, la miró un instante y añadió, volviendo la cara turbado, pero contento:
- Nunca lo olvidaré. ¡Palabra de honor!
Ella le apartó, y echando una ojeada a la habitación, dijo a Andréi, suplicante y cariñosa:
- ¡Andriusha! No le riña. Usted, claro, es mayor que él.
El jojol, inmóvil, de espaldas a ella, aulló de un modo extraño y cómico:
- ¡Hu-u-u-u! ¡Le gritaré! Sí, y además, ¡le pegaré!
Ella se aproximó despacio a él, tendiéndole la mano, y dijo:
- Qué persona tan querida es usted para mí ...
El jojol volvióse, bajó la cabeza, como un toro al embestir, y, apretadas las manos a la espalda, pasó junto a ella y se fue a la cocina.
Desde allí resonó su voz, con burlona hosquedad:
- Vete, Pável, ¡si no quieres que te arranque la cabeza! Esto no me lo crea, madrecita, ¡es una broma! Ahora voy a preparar el samovar. ¡Vaya un carbón que tenemos...! Está húmedo. ¡Maldito sea!
Guardó silencio. Cuando la madre entró en la cocina, estaba sentado en el suelo, soplando para encender el samovar. Sin mirarla, reanudó su perorata:
- ¡No tenga usted miedo, que no me lo voy a comer! Soy tierno como un nabo cocido. Y yo ... ¡eh, tú, héroe, no escuches...!, ¡también le quiero! Lo que no me gusta es su chaleco. Se ha puesto uno nuevo, ya ve usted, está encantado con él y va sacando la barriga y empujando a todos: ¡Eh, mirad qué chaleco tengo! La prenda es bonita, cierto; pero, ¿a qué dar empujones? ¡Hay ya tan poco sitio...!
Pável preguntó sonriendo:
- ¿Vas a seguir gruñendo mucho tiempo? Ya me has echado un buen rapapolvo, ¡ya está bien!
El jojol, sentado en el suelo, tenía el samovar entre las estiradas piernas y lo contemplaba. La madre, en pie junto a la puerta, permanecía con la mirada fija, cariñosa y triste, en la redonda cabeza y el inclinado cuello de Andréi. Éste, apoyando las manos en el suelo, echó el cuerpo hacia atrás, miró a la madre y al hijo con ojos levemente enrojecidos y, parpadeando, dijo, sin alzar la voz:
- Buenas personas sois, ¡buenas!
Pável inclinóse y le agarró un brazo.
- ¡No tires! -dijo el jojol sordamente-. Me vas a hacer caer ...
- ¿A qué avergonzarse? -dijo la madre con tristeza-. Mejor sería que os dierais un abrazo fuerte, bien fuerte.
- ¿Quieres? -preguntó Pável.
- ¿Por qué no? -contestó el jojol, levantándose.
Se dieron un apretado abrazo y quedaron inmóviles por un instante, dos cuerpos y una sola alma, encendida en ardiente amistad.
Por el rostro de la madre resbalaban dulcemente las lágrimas, ya leves. Enjugándoselas, dijo turbada:
- A las mujeres les gusta llorar. Lloran de pena, ¡lloran de alegría...!
El jojol apartó un poco a Pável con un ligero movimiento y, restregándose también los ojos con la mano, exclamó:
- ¡Se acabó! Ya han retozado bastante los terneros; ahora, ¡al asador! ¡Vaya un demonio de carbón! He estado sopla que te sopla y se me han cegado los ojos ...
Pável, gacha la cabeza, se sentó junto a la ventana y dijo en voz baja:
- ¡No hay que avergonzarse de lágrimas como éstas!
La madre se le acercó y sentóse a su lado. Un alentador sentimiento le arrobaba, cálido y suave, el corazón. Estaba triste, pero, al propio tiempo, llena de placidez y calma.
- Yo recogeré los cacharros; usted, madrecita, ¡quédese ahí sentada! -dijo el jojol, entrando en la habitación-. Descanse. ¡Bastante la han hecho padecer...!
Y en la habitación resonó potente su cantarina voz:
- ¡Qué agradable es sentir un momento de vida verdaderamente humana, como el que acabamos de vivir ahora...!
- ¡Cierto! -dijo Pável, volviendo los ojos hacia la madre.
- ¡Todo se ha vuelto de otra manera! -replicó ella-. La pena es otra, la alegría es otra ...
- ¡Y así debe ser! -exclamó el jojol-. Porque está naciendo un nuevo corazón, madrecita, ¡un nuevo corazón crece en la vida! El hombre avanza, alumbrando la vida con la luz de la razón, y llama a gritos: ¡Eh, hombres de todos los países, uníos en una sola familia! Y a su llamada, todos los corazones, con sus partículas más sanas, forman otro enorme, fuerte, sonoro como una campana de plata ...
La madre apretaba con fuerza los labios, para que no le temblaran, y cerraba los ojos, para contener las lágrimas.
Pável levantó un brazo, iba a decir algo, pero la madre le agarró del otro y, dándole un tirón, susurró:
- No le interrumpas.
- ¿Sabéis? -dijo el jojol, en pie junto a la puerta-. A las gentes les está aún reservado mucho dolor, aún les sacarán mucha sangre, pero todo el dolor y toda mi sangre valen poco para pagar lo que ya poseo en mi pecho, en mi cerebro ... Ya soy rico, como una estrella lo es con sus rayos. Todo lo soportaré, lo sufriré todo, ¡porque llevo en mí un gozo que nadie ni nada matará nunca! ¡En este gozo está la fuerza!
Estuvieron sentados a la mesa hasta la medianoche, tomando té y hablando cordialmente de la vida, de los hombres, del futuro ... y cuando un pensamiento estaba claro para la madre, ella, suspirando, tomaba de su pasado cualquier hecho, siempre penoso y grosero, y con aquella piedra arrancada de su corazón afianzaba el pensamiento.
En el cálido torrente de la charla su inquietud se iba derritiendo, sentíase como el día aquel en que su padre le dijera en tono severo:
- ¡No hay por qué hacer ascos! Se ha presentado un imbécil que quiere casarse contigo ... ¡pues cásate! Todas las mozas se casan, todas las mujeres paren hijos; ¡para todos los padres los hijos son una desgracia! ¿Y tú qué, no eres acaso una persona?
Después de aquellas palabras, ella vio ante sí un sendero fatal que se alargaba interminable en torno a un lugar desierto y sombrío. Y el convencimiento de tener que ir, inevitablemente, por aquel sendero, le llenó el pecho de una calma ciega. Ahora le pasaba lo mismo. Mas, presintiendo la llegada de una nueva desgracia, se decía en su fuero interno, dirigiéndose a alguien:
Toma, ahí tienes.
Aquello alivió el suave dolor de su corazón, que se estremecía y cantaba en su pecho, como una cuerda tensa. Y en lo profundo de su alma, turbada por la ansiedad de la espera, oscilaba débilmente, pero sin apagarse, la esperanza de que no se lo quitarían todo, ¡de que no se lo arrancarían! Algo le quedaría ...
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