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lunes, 1 de agosto de 2011

LA MADRE (I-20). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki
- Yo creo que todos hemos andado descalzos sobre vidrios rotos y todos hemos tenido alguna hora sombría en que hemos respirado como tú ahora -continuó el jojol.
- ¡Tú no puedes decirme nada! -murmuró Vesovschikov-. ¡Mi alma aúlla como un lobo...!
- ¡Ni quiero! Pero sé que esto ha de pasar. Puede que no del todo, ¡pero pasará!
Sonrió y, dando a Nikolái una palmada en el hombro, continuó:
- Esto es una enfermedad infantil; una especie de sarampión, hermano. A todos nos ha atacado; a los fuertes, menos; a los débiles, más. Nos domina cuando el hombre se encuentra a sí mismo, pero no ve aún la vida ni su puesto en ella. Le parece a uno que es como el único pepino bueno sobre la tierra y que todos se lo quieren comer. Después, pasa algún tiempo, y ves que si tu alma es un buen bocado, otros pechos encierran almas no peores, y encuentras algún alivio. Y sientes un poco de vergüenza: ¿para qué me habré encaramado al campanario, cuando es tan pequeña mi campana, que no se la oye los días en que repican fuerte? Más tarde, verás que tu sonido se oye en el coro, pero, en la soledad, las campanas viejas lo sofocan con su potencia, como se ahoga una mosca en aceite. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
(Fecha original: 1907)


Una noche, mientras la madre hacía calceta, sentada a la mesa, y el jojol leía en voz alta la historia de la sublevación de los esclavos romanos, alguien llamó con fuerza a la puerta, y, cuando el jojol la hubo abierto, entró Vesovschikov con un bulto bajo el brazo, el gorro echado hacia atrás, cubierto de barro hasta las rodillas.
- Al pasar, vi que teníais luz. Y he entrado a saludaros. ¡Vengo directamente de la cárcel! -declaró con una voz extraña y, agarrando la mano de Vlásova, se la sacudió con fuerza, diciendo:
- Pável te manda saludos ...
Después, sentóse indeciso en una silla y escudriñó el cuarto con su mirada hosca, recelosa.
A la madre no le resultaba agradable; en su cabeza angulosa y rapada, en sus ojillos, había algo que siempre la había asustado, pero ahora estaba contenta y, sonriendo afectuosa, le dijo con animación:
- ¡Has adelgazado! Andriusha, vamos a darle té ...
- Ya estoy preparando el samovar -contestó el jojol desde la cocina.
- Bueno. ¿Cómo se encuentra Pável? ¿Han soltado a alguno más, o sólo a ti?
Nikolái bajó la cabeza y contestó:
- Pável sigue allí, ¡lo lleva con paciencia! ¡Sólo me han soltado a mí! -alzó los ojos hacia la cara de la madre, y continuó despacio, entre dientes:
- Yo les dije: ¡Basta! ¡Dejadme en libertad...! Si no, mataré a alguno y yo también me mataré. Y me han soltado.
- Vaya, vaya -dijo la madre, apartándose, y al encontrarse su mirada con los ojos de Nikolái, agudos y estrechos, pestañeó sin querer.
- ¿Cómo está Fedia Masin? -gritó el jojol desde la cocina-. ¿Escribe poesías?
- Sí, las escribe. Yo esto, ¡no lo comprendo! -dijo Nikolái, moviendo la cabeza-. ¿Es un jilguero o qué? Le meten en una jaula, ¡y canta! Yo no comprendo más que una cosa: que no tengo gana de ir a casa ...
- Sí, ¿qué encontrarás allí? -dijo pensativa la madre-. Estará vacía, el horno apagado, hará frío ...
Él guardó silencio, entornando los ojos. Sacó del bolsillo una cajetilla y se puso a fumar lentamente, mirando las grises volutas de humo que se disipaban ante su rostro, mientras sonreía, con la mueca de un perro mohíno.
- Sí, debe hacer frío. Por el suelo habrá cucarachas heladas. Los ratones también se habrán helado. Pelagueia Nílovna, ¿me dejas que pase la noche en tu casa, puedo quedarme? -preguntó sordamente, sin mirarla.
- ¡Pues claro está, querido! -asintió la madre con viveza. Se sentía molesta, cohibida, en su presencia.
- Ahora son tiempos en que los hijos se avergüenzan de sus padres ...
- ¿Cómo? -preguntó la madre estremeciéndose.
Él la miró, cerró los ojos y su rostro picado de viruelas quedó sin expresión.
- ¡Digo que los hijos empiezan a avergonzarse de sus padres! -repitió, lanzando un ruidoso suspiro-. Pável no se avergonzará de ti nunca. Pero yo me avergüenzo de mi padre. Y a su casa ... no volveré más. Yo no tengo padre ... ¡ni tengo casa! Estoy sometido a la vigilancia de la policía, si no, ya me habría marchado a Siberia ... Yo daría allí libertad a los desterrados, les prepararía la huida ...
Con su sensible corazón, la madre comprendía los sufrimientos de aquel hombre, pero su dolor no despertaba en ella piedad.
- Pues si es así ... ¡más vale marcharse allá! -le dijo, para no ofenderle con su silencio.
De la cocina salió Andréi e inquirió riendo:
- ¿Qué estás predicando ahí, eh?
La madre se levantó y dijo:
- Hay que preparar algo para comer ...
Vesovschikov miró con fijeza al jojol y declaró de pronto:
- ¡Opino que hay gentes a quienes es preciso matar!
- ¡Hum! ¿Y para qué? -preguntó el jojol.
- Para que no existan ...
El jojol, alto y seco, balanceándose sobre las piernas, permanecía plantado en medio de la habitación con las manos metidas en los bolsillos y. miraba de arriba abajo a Nikolái, mientras éste estaba arrellanado en la silla, envuelto en nubes de humo y en su rostro grisáceo iban apareciendo unas manchas rojas.
- ¡A ese Isái Górbov le arrancaré la cabezota! ¡Ya lo verás!
- ¿Por qué? -preguntó el jojol.
- Para que no haga más de espía, ni vaya a delatar. Por él se ha perdido mi padre, por su culpa está a punto de volverse un soplón -dijo Vesovschikov mirando a Andréi con sombría hostilidad.
- ¡Vaya, hombre! -exclamó el jojol-. Pero, ¿quién te puede echar eso en cara? ¡Sólo los imbéciles...!
- Los imbéciles y los inteligentes ... están embadurnados con la misma mirra -dijo con firmeza Nikolái-. Ya ves, tú eres inteligente, y Pável también; pero yo, ¿acaso soy para vosotros como Fedia Masin o como Samóilov o lo que sois los dos el uno para el otro? No mientas, de todos modos no te creeré ... Todos vosotros me dais de lado, me ponéis aparte.
- Tienes el alma enferma, Nikolái -dijo el jojol en voz baja y cariñosa, sentándose junto a él.
- La tengo. Y también vosotros ... Sólo que vuestras llagas os parecen más nobles que las mías. Todos somos, unos para otros, unos canallas; esto es lo que yo digo. Y tú, ¿qué puedes decirme? ¡Venga!
Fijó su mirada aguda en el rostro de Andréi y esperó, enseñando los dientes. Su rostro picado de viruelas continuaba impasible y por sus gruesos labios corría un temblor, como si algo se los quemase.
- ¡No te diré nada! -replicó el jojol acariciando la mirada hostil de Vesovschikov con una sonrisa triste de sus ojos azules-. Sé que discutir con un hombre, cuando en su corazón todos los rasguños manan sangre, sólo sirve para ofenderle. ¡Yo lo sé, hermano!
- Conmigo no se puede discutir, ¡yo no sé! -masculló Nikolái, bajando los ojos.
- Yo creo que todos hemos andado descalzos sobre vidrios rotos y todos hemos tenido alguna hora sombría en que hemos respirado como tú ahora -continuó el jojol.
- ¡Tú no puedes decirme nada! -murmuró Vesovschikov-. ¡Mi alma aúlla como un lobo...!
- ¡Ni quiero! Pero sé que esto ha de pasar. Puede que no del todo, ¡pero pasará!
Sonrió y, dando a Nikolái una palmada en el hombro, continuó:
- Esto es una enfermedad infantil; una especie de sarampión, hermano. A todos nos ha atacado; a los fuertes, menos; a los débiles, más. Nos domina cuando el hombre se encuentra a sí mismo, pero no ve aún la vida ni su puesto en ella. Le parece a uno que es como el único pepino bueno sobre la tierra y que todos se lo quieren comer. Después, pasa algún tiempo, y ves que si tu alma es un buen bocado, otros pechos encierran almas no peores, y encuentras algún alivio. Y sientes un poco de vergüenza: ¿para qué me habré encaramado al campanario, cuando es tan pequeña mi campana, que no se la oye los días en que repican fuerte? Más tarde, verás que tu sonido se oye en el coro, pero, en la soledad, las campanas viejas lo sofocan con su potencia, como se ahoga una mosca en aceite. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
- Puede que lo entienda -dijo Nikolái, moviendo la cabeza-. Sólo que ... ¡no lo creo!
El jojol se echó a reír, incorporóse de un salto y empezó a dar por la habitación ruidosas zancadas.
- Yo tampoco lo creía. ¡Bah, eres una carreta!
- ¿Por qué una carreta? -preguntó Nikolái, con sombría sonrisa, mirando al jojol.
- ¡Porque lo pareces!
De pronto Vesovschikov rompió a reír ruidosamente, abriendo la boca de oreja a oreja.
- ¿Qué te pasa? -preguntó el jojol, asombrado, plantándose frente a él.
- Y yo que pensaba ... ¡imbécil será quien te ofenda! -afirmó Nikolái, moviendo la cabeza.
- ¿Con qué se me puede ofender a mí? -replicó el jojol, encogiéndose de hombros.
- ¡No sé! -contestó Vesovschikov, sonriendo, entre bondadoso y condescendiente-. Yo sólo sé que el hombre que te insultara se quedaría después muy avergonzado.
- ¡Mira a dónde has ido a parar! -dijo riendo el jojol.
- ¡Andriusha! -llamó la madre desde la cocina.
Andréi fue allá.
Una vez solo, Vesovschikov echó una mirada en derredor, estiró la pierna, calzada con pesada bota alta, la miró, se inclinó, palpóse el muslo con ambas manos y, alzando una de ellas hasta la cara, examinó atentamente la palma; luego, la volvió del revés. La mano era gorda, de cortos dedos, cubierta de amarillo vello. La agitó en el aire y se levantó, Cuando Andréi volvió con el samovar, Vesovschikov, que estaba en pie ante el espejo, le recibió con estas palabras:
- Hacía tiempo que no me había visto la cara ...
Sonrióse y, moviendo la cabeza, añadió:
- ¡Vaya una cara que tengo!
- ¿Y por qué te importa eso? -preguntó Andréi, mirándole con curiosidad.
- Verás, Sáshenka dice que la cara es el espejo del alma -repuso lentamente Nikolái.
- ¡No es cierto! -exclamó el jojol-. Ella tiene la nariz ganchuda, los pómulos como tijeras, y sin embargo, su alma es como una estrella.
Vesovschikov le miró y sonrióse. Se sentaron a tomar el té.
Vesovschikov cogió una patata gorda, echó abundante sal en un trozo de pan y empezó a masticar despacio, con el sosiego de un buey.
- ¿Qué tal van por aquí las cosas? -preguntó con la boca llena.
Y cuando Andréi empezó a contarle alegremente el auge de la propaganda en la fábrica, de nuevo sombrío, observó:
- ¡Todo eso es muy largo! Es menester más rapidez ...
La madre le miró y en su pecho agitóse en silencio un sentimiento hostil hacia aquel hombre.
- La vida no es un caballo, ¡y no se la puede hacer avanzar a latigazos! -replicó Andréi.
Vesovschikov movió la cabeza con obstinación.
- ¡Es largo! ¡No me alcanza la paciencia! ¿Qué voy a hacer?
Mirando al jojol a la cara, abrió los brazos con ademán de impotencia y quedó callado, en espera de una respuesta.
- Todos tenemos que aprender y enseñar a los demás, ¡esa es nuestra misión! -repuso Andréi, bajando la cabeza ...
Vesovschikov preguntó:
- ¿Y cuándo vamos a pelear?
- Antes nos darán de golpes más de una vez, ¡eso lo sé! -contestó el jojol sonriendo-. ¡Lo que no sé es cuándo tendremos que luchar! Mira, primero hay que armar la cabeza, y después, las manos; esta es mi opinión ...
Nikolái empezó de nuevo a comer. La madre, de reojo, sin que él lo notara, examinaba su ancho rostro, tratando de encontrar en él algo que la reconciliase con la maciza y cuadrada figura de Vesovschikov.
Y al tropezar con la mirada penetrante de sus ojillos, movía las cejas con timidez. Andréi parecía intranquilo; tan pronto se soltaba a hablar como rompía a reír y, cortando de pronto su discurso, empezaba a silbar. La madre creía comprender su inquietud. Nikolái seguía sentado en silencio, y cuando el jojol le preguntaba algo, contestaba brevemente, con visible desgana.
Los dos moradores del cuartito se sentían a disgusto, sin aire suficiente, estrechos, y tanto uno como otro lanzaban alternativamente miradas al huésped. Por fin éste se levantó y dijo:
- Quisiera acostarme. Me pasé encerrado mucho tiempo, de pronto me soltaron y eché a andar. Estoy cansado.
Nikolái se marchó a la cocina, removióse allí un poco, y cuando se hizo un repentino silencio, como si se hubiera muerto, la madre, aguzando el oído, cuchicheó a Andréi:
- ¡Piensa cosas terribles...!
- ¡Es un muchacho difícil! -asintió el jojol, moviendo la cabeza-. Pero ... ¡se le pasará! A mí también me ocurría lo mismo. Cuando el corazón no arde con llama clara, se acumula dentro mucho hollín. Bueno, madrecita, acuéstese, yo me quedaré un rato a leer.
Se fue ella al rincón donde había una cama, oculta por unas cortinillas de percal, y Andréi, sentado a la mesa, estuvo escuchando durante largo rato el cálido susurro de sus oraciones y suspiros. Mientras volvía con rapidez las hojas del libro, se enjugaba excitado la frente, se retorcía los bigotes con sus largos dedos y movía las piernas. Sonaba el péndulo del reloj; tras la ventana, suspiraba el viento.
Oyóse la tenue voz de la madre:
- ¡Oh, Señor! ¡Cuánta gente hay en el mundo y cada uno gime a su manera! ¿Dónde estarán los felices?
- ¡Los hay ya, los hay! Y pronto habrá muchos, ¡muchos! -replicó el jojol.

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