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jueves, 25 de agosto de 2011

LA MADRE (I-28). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki
Argentina, diciembre 2001. Imágenes de la represión
La madre miraba sin pestañear. La ola gris de soldados se puso en movimiento y, extendiéndose a todo lo ancho de la calle, avanzó con frialdad, con paso igual, llevando ante sí un rastrillo de separados dientes de acero que centelleaban con fulgores de plata. A grandes pasos, se situó ella cerca del hijo y vio que Andréi se adelantaba a Pável y le protegía con su largo cuerpo.
(Fecha original: 1907)


Al fondo de la calle, cerrando el acceso a la plaza, vio la madre alzarse un muro gris de gente, toda igual, sin rostro. Sobre sus hombros relucían fría y finamente las agudas franjas de las bayonetas. Y del muro aquel, silencioso e inmóvil, venía hacia los obreros un soplo gélido que oprimía el pecho de la madre y le penetraba en el corazón.
Se deslizó entre la multitud hacia donde se encontraban sus conocidos, que iban delante, junto a la bandera, y se fundían con los desconocidos, como apoyándose en ellos. La madre se pegó a un hombre alto y afeitado. El hombre era tuerto, y para mirarla, volvió bruscamente la cabeza.
- ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres? -preguntó.
- La madre de Pável Vlásov -contestó ella, sintiendo que le temblaban las piernas y que, sin querer, se le caía el labio inferior.
- ¡Ah! -dijo el tuerto.
- ¡Camaradas! -gritó la voz de Pável. ¡Toda la vida, adelante! ¡No tenemos otro camino!
Todo quedó en silencio, no se percibía el más leve rumor. La bandera irguióse, se balanceó y, flameando soñadora sobre las cabezas de la gente, avanzó leve hacia el muro gris de los soldados. La madre se estremeció, cerró los ojos y lanzó un gemido; sólo cuatro personas se habían destacado de la multitud: Pável, Andréi, Samóilov y Masin. En el aire tembló lenta la clara voz de Fedia Masin:
Agrupémonos todos ...
Entonó.
En la lucha final ...
Corearon dos voces pastosas, bajando el tono como dos penosos suspiros. La gente dio unos pasos hacia adelante, golpeando discorde la tierra con los pies. Y fluyó una nueva canción llena de energía y brío:
Y se alcen los pueblos con valor ...
Serpenteó como una cinta la voz de Fedia.
Por la Internacional ...
Prosiguieron los camaradas, todos a una.
- ¡Ah, ah! -gritó alguien, desde un lado, con mordaz sarcasmo. ¡Ya empezáis a cantar el gorigori, hijos de perra...!
- ¡Zumbadle a ése! -restalló colérica una voz.
La madre se llevó ambas manos al pecho, echó una ojeada en derredor y vio que la muchedumbre, que antes llenaba la calle en masa compacta, permanecía indecisa, vacilante, mirando a los que se alejaban de ella con la enseña. Tras ellos iban algunas decenas de personas, y cada paso que avanzaban forzaba a alguno a saltar a un lado, como si el centro del camino estuviera incandescente y quemara las plantas de los pies.
y la injusticia caerá ...
Profetizaba la canción en labios de Fedia.
Y el pueblo se levantará ...
Repitió amenazante y con seguridad un coro de potentes voces.
Pero a través de la corriente armoniosa, se infiltraban cuchicheos:
- Está dandp la voz de mando ...
- ¡Desmonten! -resonó delante un grito brusco.
En el aire se balancearon sinuosas las bayonetas, descendieron y se enderezaron en dirección a la bandera, como si sonrieran astutas.
- ¡De frente ... marchen!
- ¡Avanzan! -dijo el tuerto y, metiéndose las manos en los bolsillos, se apartó a grandes zancadas.
La madre miraba sin pestañear. La ola gris de soldados se puso en movimiento y, extendiéndose a todo lo ancho de la calle, avanzó con frialdad, con paso igual, llevando ante sí un rastrillo de separados dientes de acero que centelleaban con fulgores de plata. A grandes pasos, se situó ella cerca del hijo y vio que Andréi se adelantaba a Pável y le protegía con su largo cuerpo.
- ¡A mi lado, camarada! -gritó bruscamente Pável.
Andréi cantaba, con las manos cruzadas a la espalda y la cabeza erguida. Pávelle empujó con el hombro y volvió a gritarle:
- ¡A mi lado! ¡No tienes derecho a ir delante de la bandera!
- ¡Despejen! -gritó con voz aguda un oficialete bajito, blandiendo su rutilante sable.
Levantaba mucho las piernas al andar, sin doblar las rodillas, golpeando, marcial, la tierra con los pies. El intenso brillo de sus relucientes botas hirió los ojos de la madre.
A su lado, un poco más atrás, caminaba pesadamente un hombre de elevada estatura, rasuradas mejillas, grandes bigotes blancos, largo capote gris con forro grana y franjas amarillas en los anchos pantalones.
Como el jojol, llevaba las manos a la espalda y, arqueando mucho sus pobladas y blancas cejas, miraba a Pável.
La mirada de la madre lo abarcaba todo; en su pecho permanecía inmóvil un grito, pronto a escapar a cada suspiro; el grito aquel la ahogaba, pero ella lo contenía, apretándose el pecho con las manos.
La empujaban, vacilaba sobre sus piernas, y seguía avanzando, sin pensar, casi sin conocimiento. Sentía que detrás de ella la gente decrecía de continuo, como si una ola de hielo saliera a su encuentro, dispersándola.
Los que llevaban la bandera roja y la cadena compacta de hombres grises se acercaban cada vez más. Distinguíase ya con claridad la cara de los soldados -estrecha franja de un color amarillento sucio, monstruosamente aplastada, que se extendía a lo ancho de la calle-; en ella, incrustados de un modo desigual, se veían ojos de diferentes colores, y delante centelleaban cruelmente las finas puntas de las bayonetas. Dirigidas contra el pecho de las personas, sin tocarlas aún, hacían que se fueran separando una tras otra de la muchedumbre, disgregándola.
La madre oía ya a sus espaldas las pisadas de los que huían. Voces de desaliento y alarma gritaban:
- ¡Dispersaos, muchachos...!
- ¡Vlásov, echa a correr!
- ¡Atrás, Pável!
- ¡Deja la bandera, Pável! -dijo sombrío Vesovschikov-. Dámela, yo la esconderé.
Empuñó el asta y la bandera se tambaleó hacia atrás.
- ¡Suelta! -exigió Pável.
Nikolái retiró la mano, como si se hubiera quemado. La canción se apagó. La gente se detuvo, formando en torno a Pável un círculo compacto, pero él se abrió paso hacia adelante. Se hizo un silencio brusco, repentino, como si hubiera bajado invisible de algún sitio y envolviera a los hombres en una nube transparente.
Junto a la bandera había una veintena de hombres, no más, pero todos permanecían firmes, atrayendo a la madre a impulsos de un sentimiento de espanto por su suerte y un deseo impreciso de decides algo ...
- ¡Teniente, agárrele usted eso! -resonó la voz sin inflexiones del viejo alto. Y con el brazo extendido señaló la bandera.
El oficialete se puso de un salto junto a Pável. Cogió con su mano el asta y gritó con voz chillona:
- ¡Suelta!
- ¡Aparte las manos! -dijo Pável con voz enérgica.
La enseña roja temblaba en el aire, inclinándose, ya a la derecha, ya a la izquierda, para enderezarse de nuevo; el oficialillo salió lanzado y fue a caer en tierra, donde quedó sentado. Junto a la madre, con una ligereza impropia de él, se deslizó Nikolái con el brazo extendido ante sí y el puño crispado.
- ¡Agarradlos! -rugió el viejo, dando una patada en tierra.
Algunos soldados se abalanzaron impetuosos hacia adelante. Uno de ellos levantó la culata; la bandera vaciló, inclinóse y desapareció entre el puñado gris de soldados.
- ¡Ay! -exclamó alguien tristemente.
Y la madre dio un grito salvaje, como un alarido. Pero de entre la turba de soldados le contestó la voz neta de Pável:
- ¡Hasta la vista, madre! ¡Hasta la vista, querida...!
¡Está vivo! ¡Se acuerda de mí!
Ambos pensamientos hicieron latir su corazón con más fuerza.
- ¡Hasta la vista, madrecita mía!
Empinándose en puntillas y agitando los brazos, trataba de verlos; sobre las cabezas de los soldados, distinguió el rostro redondo de Andréi, que sonreía y la saludaba.
- ¡Queridos míos! ¡Andriusha! ¡Pável...! -gritó ella.
- ¡Hasta la vista, camaradas! -gritaron desde la multitud de soldados.
Les contestó un eco reiterado, roto. Respondió desde las ventanas, desde arriba, desde los tejados.

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