La Reina de las Nieves (Snedronningen)
es un cuento de hadas escrito por Hans Christian Andersen. El cuento
fue publicado por primera vez en el año 1845, y se centra en la lucha
entre el bien y el mal vivida por dos niños, Kai y Gerda.
(Fecha original del cuento: 1845)
TERCER EPISODIO
El jardín de la hechicera
Pero, ¿qué hacía Margarita, al ver que Carlos no
regresaba? ¿Dónde estaría el niño? Nadie lo sabía, nadie pudo darle noticias.
Los chicos de la calle contaban que lo habían visto atar su trineo a otro muy
grande y hermoso que entró en la calle, y salió por la puerta de la ciudad.
Todos ignoraban su paradero; corrieron muchas lágrimas, y también Margarita
lloró copiosa y largamente. Después la gente dijo que había muerto, que se
habría ahogado en el río que pasaba por las afueras de la ciudad.
¡Ah, qué días de invierno más largos y tristes! Y
llegó la primavera, con su sol confortador.
- Carlos murió; ya no lo tengo -dijo la pequeña
Margarita.
- No lo creo -respondió el sol.
- Está muerto y ha desaparecido -dijo la niña a
las golondrinas.
- ¡No lo creemos! -replicaron éstas; y al fin la
propia Margarita llegó a no creerlo tampoco.
- Me pondré los zapatos colorados nuevos -dijo un
día-. Los que Carlos no ha visto aún, y bajaré al río a preguntar por él.
Era aún muy temprano. Dio un beso a su abuelita,
que dormía, y, calzándose los zapatos rojos, salió sola de la ciudad, en
dirección al río.
- ¿Es cierto que me robaste a mi compañero de
juego? Te daré mis zapatos nuevos si me lo devuelves.
Y le pareció como si las ondas le hiciesen unas
señas raras. Se quitó los zapatos rojos, que le gustaban con delirio, y los
arrojó al río; pero cayeron junto a la orilla, y las leves ondas los
devolvieron a tierra. Habríase dicho que el río no aceptaba la prenda que
ella más quería, porque Carlos no estaba en él. Pero Margarita, pensando que
no había echado los zapatos lo bastante lejos, subióse a un bote que flotaba
entre los juncos y, avanzando hasta su extremo, arrojó nuevamente los zapatos
al agua. Pero resultó que el bote no estaba amarrado y, con el movimiento
producido por la niña, se alejó de la orilla. Al darse cuenta la niña, quiso
saltar a tierra, pero antes que pudiera llegar a popa, la embarcación se
había separado ya cosa de una vara de la ribera y seguía alejándose a
velocidad creciente.
Margarita, en extremo asustada, rompió a llorar,
pero nadie la oyó aparte los gorriones, los cuales, no pudiendo llevarla a
tierra, se echaron a volar a lo largo de la orilla, piando como para consolarla:
"¡Estamos aquí, estamos aquí!." El bote avanzaba, arrastrado por la
corriente, y Margarita permanecía descalza y silenciosa; los zapatitos rojos
flotaban en pos de la barca, sin poder alcanzarla, pues ésta navegaba a mayor
velocidad.
Las dos orillas eran muy hermosas, con lindas
flores, viejos árboles y laderas en las que pacían ovejas y vacas; pero no se
veía ni un ser humano.
"Acaso el río me conduzca hasta
Carlitos," pensó Margarita, y aquella idea le devolvió la alegría. Se
puso en pie y estuvo muchas horas contemplando la hermosa ribera verde, hasta
que llegó frente a un gran jardín plantado de cerezos, en el que se alzaba
una casita con extrañas ventanas de color rojo y azul. Por lo demás, tenía el
tejado de paja, y fuera había dos soldados de madera, con el fusil al hombro.
Margarita los llamó, creyendo que eran de verdad;
pero como es natural, no respondieron; se acercó mucho a ellos, pues el río
impelía el bote hacia la orilla.
La niña volvió a llamar más fuerte, y entonces
salió de la casa una mujer muy vieja, muy vieja, que se apoyaba en una
muletilla; llevaba, para protegerse del sol, un gran sombrero pintado de
bellísimas flores.
- ¡Pobre pequeña! -dijo la vieja-. ¿Cómo viniste
a parar a este río caudaloso y rápido que te ha arrastrado tan lejos? -. Y,
entrando en el agua, la mujer sujetó el bote con su muletilla, tiró de él
hacia tierra y ayudó a Margarita a desembarcar.
Se alegró la niña de volver a pisar tierra firme,
aunque la vieja no dejaba de inspirarle cierto temor.
- Ven y cuéntame quién eres y cómo has venido a
parar aquí -dijo la mujer.
Margarita se lo explicó todo, mientras la mujer
no cesaba de menear la cabeza diciendo: "¡Hm, hm!." Y cuando la
niña hubo terminado y preguntado a la vieja si por casualidad había visto a
Carlitos, respondió ésta que no había pasado por allí, pero que seguramente
vendría. No debía afligirse y sí, en cambio, probar las cerezas, y contemplar
sus flores, que eran más hermosas que todos los libros de estampas, y además
cada una sabía un cuento. Tomó a Margarita de la mano y entró con ella en la
casa, cerrando la puerta tras de sí.
Las ventanas eran muy altas, y los cristales, de
colores: rojo, azul y amarillo, por lo que la luz del día resultaba muy
extraña. Sobre la mesa había un plato de exquisitas cerezas, y Margarita
comió todas las que le vinieron en gana, con permiso de la dueña. Mientras
comía, la vieja la peinaba con un peine de oro, y el pelo se le iba
ensortijando y formando un precioso marco dorado para su carita cariñosa,
redonda y rosada.
- ¡Siempre he suspirado por tener una niña bonita
como tú -dijo la vieja-. ¡Ya verás qué bien lo pasamos las dos juntas! -. Y
mientras seguía peinando el cabello de Margarita, ésta iba olvidándose de su
amiguito Carlos, pues la vieja poseía el arte de hechicería, aunque no fuera
una bruja perversa. Practicaba su don sólo para satisfacer algún antojo, y le
habría gustado quedarse con Margarita. Por eso salió a la rosaleda y,
extendiendo la muletilla hacia todos los rosales, magníficamente floridos,
hizo que todos desaparecieran bajo la negra tierra, sin dejar señal ni
rastro. Temía la mujer que Margarita, al ver las rosas, se acordase de las
suyas y de Carlitos y escapase.
Entonces condujo a la niña al jardín. ¡Dios
santo! ¡Qué fragancia y esplendor! Crecían allí todas las flores imaginables;
las propias de todas las estaciones aparecían abiertas y magníficas; ningún
libro de estampas podía comparársele. Margarita se puso a saltar de alegría y
estuvo jugando hasta que el sol se ocultó tras los altos cerezos. Entonces
fue conducida a una bonita cama, con almohada de seda roja llena de pétalos
de violetas, y se durmió y soñó cosas como sólo las sueña una reina el día de
su boda.
Al día siguiente volvió a jugar al sol con las
flores, y de este modo transcurrieron muchos días. Margarita conocía todas
las flores, y a pesar de las muchas que había, le parecía que faltaba una,
sin poder precisar cuál. En una ocasión en que estaba sentada contemplando el
sombrero de la vieja, que tenía pintadas tantas flores, vio también la más
bella de todas: la rosa. La vieja se había olvidado de borrarla del sombrero
cuando hizo desaparecer las restantes bajo tierra. Pero, ya se sabe, uno no
puede estar en todo.
- Ahora que caigo en ello -exclamó Margarita-,
¿no hay rosas aquí? -y se puso a recorrer los arriates, busca que busca, pero
no había ninguna. Entonces se sentó en el suelo y rompió a llorar; sus
lágrimas ardientes caían sobre un lugar donde se había hundido uno de los
rosales, y cuando humedecieron el suelo, brotó de pronto el rosal, tan
florido como en el momento de desaparecer, y Margarita lo abrazó, y besó sus
rosas, y le volvieron a la memoria las preciosas de su casa y, con ellas,
Carlitos.
- ¡Ay, cómo me he entretenido! -exclamó la niña-.
Yo iba en busca de Carlos. ¿No sabéis dónde está? -preguntó a las rosas.-
¿Creéis que está vivo o que está muerto?
- Muerto no está -respondieron las rosas-.
Nosotras hemos estado debajo de la tierra, donde moran todos los muertos,
pero Carlos no estaba.
- Gracias -dijo Margarita, y, dirigiéndose a las
otras flores, miró sus cálices y les preguntó: - ¿Sabéis por ventura dónde
está Carlos?
Pero todas las flores tomaban el sol,
ensimismadas en sus propias historias. Margarita oyó muchísimas, pero ninguna
decía nada de Carlos.
¿Qué decía, pues, la azucena de fuego?
- Oye el tambor: "¡Bum, bum!." Son sólo
dos notas, siempre "¡bum! ¡bum!." Escucha el plañido de las
mujeres. Escucha la llamada de los sacerdotes. Envuelta en su largo manto
rojo, la mujer está sobre la pira; las llamas la rodean, así como a su esposo
muerto. Pero la mujer hindú piensa en el hombre vivo que está entre la
multitud: en él, cuyos ojos son más ardientes que las llamas; en él, el ardor
de cuyos ojos agita su corazón más que el fuego, que pronto reducirá su
cuerpo a cenizas. ¿Puede la llama del corazón perecer en la llama de la
hoguera?
- No comprendo una palabra de lo que dices
-exclamó Margarita.
- Pues éste es mi cuento -replicó la azucena.
¿Qué dijo la campanilla?
- Más arriba del sendero de montaña se alza un
antiguo castillo. La espesa siempreviva crece en torno de los vetustos muros
rojos, hoja contra hoja, rodeando la terraza. Allí mora una hermosa doncella
que, inclinándose sobre la balaustrada, mira constantemente al camino. No hay
en el rosal una rosa más fresca que ella; ninguna flor de manzano arrancada
por el viento flota más ligera que ella; el crujido de su ropaje de seda
dice: "¿No viene aún?."
- ¿Te refieres a Carlos? -preguntó Margarita.
- Yo hablo tan sólo de mi leyenda, de mi sueño
-respondió la campanilla.
¿Qué dice el rompenieves?
- Entre unos árboles hay una larga tabla, colgada
de unas cuerdas; es un columpio. Dos lindas chiquillas - sus vestidos son
blancos como la nieve, y en sus sombreros flotan largas cintas de seda verde
- se balancean sentadas en él. Su hermano, que es mayor, está también en el
columpio, de pie, rodeando la cuerda con un brazo para sostenerse, pues tiene
en una mano una escudilla, y en la otra, una paja, y está soplando pompas de
jabón. El columpio no para, y las pompas vuelan, con bellas irisaciones; la
última está aún adherida al canutillo y se tuerce al impulso del viento, pues
el columpio sigue oscilando. Un perrito negro, ligero como las pompas de
jabón, se levanta sobre las patas traseras; también él quería subir al
columpio. Pasa volando el columpio, y el perro cae, ladrando furioso, y las
pompas estallan. Un columpio, una esferita de espuma que revienta; ¡ésta es
mi canción!
- Acaso sea bonito eso que cuentas, pero lo dices
de modo tan triste, y además no hablas de Carlitos.
¿Qué decían los jacintos?
- Éranse tres bellas hermanas, exquisitas y
transparentes. El vestido de una era rojo; el de la segunda, azul, y el de la
tercera, blanco. Cogidas de la mano bailaban al borde del lago tranquilo, a
la suave luz de la luna. No eran elfos, sino seres humanos. El aire estaba
impregnado de dulce fragancia, y las doncellas desaparecieron en el bosque.
La fragancia se hizo más intensa; tres féretros, que contenían a las hermosas
muchachas, salieron de la espesura de la selva, flotando por encima del lago,
rodeados de luciérnagas, que los acompañaban volando e iluminándolos con sus
lucecitas tenues. ¿Duermen acaso las doncellas danzarinas, o están muertas?
El perfume de las flores dice que han muerto; la campana vespertina llama al
oficio de difuntos.
- ¡Qué tristeza me causas! -dijo Margarita-. ¡Tu
perfume es tan intenso! No puedo dejar de pensar en las doncellas muertas.
¡Ay!, ¿estará muerto Carlitos? Las rosas estuvieron debajo de la tierra y
dijeron que no.
- ¡Cling, clang! - sonaban los cálices de los
jacintos -. No doblamos por Carlitos, no lo conocemos. Cantamos nuestra
propia pena, la única que conocemos.
Y Margarita pasó al botón de oro, que asomaba por
entre las verdes y brillantes hojas.
- ¡Cómo brillas, solecito! -le dijo-. ¿Sabes dónde
podría encontrar a mi campanero de juegos?
El botón de oro despedía un hermosísimo brillo y
miraba a Margarita. ¿Qué canción sabría cantar? Tampoco se refería a Carlos.
No sabía qué decir.
- El primer día de primavera, el sol del buen
Dios lucía en una pequeña alquería, prodigando su benéfico calor; sus rayos
se deslizaban por las blancas paredes de la casa vecina, junto a las cuales
crecían las primeras flores amarillas, semejantes a ascuas de oro al contacto
de los cálidos rayos. La anciana abuela estaba fuera, sentada en su silla; la
nieta, una linda muchacha que servía en la ciudad, acababa de llegar para una
breve visita y besó a su abuela. Había oro, oro puro del corazón en su beso.
Oro en la boca, oro en el alma, oro en aquella hora matinal. Ahí tienes mi
cuento -concluyó el botón de oro.
- ¡Mi pobre, mi anciana abuelita! -suspiró
Margarita-. Sin duda me echa de menos y está triste pensando en mí, como lo
estaba pensando en Carlos. Pero volveré pronto a casa y lo llevaré conmigo.
De nada sirve que pregunte a las flores, las cuales saben sólo de sus propias
penas. No me dirán nada -. Y se arregazó el vestidito para poder andar más
rápidamente; pero el lirio de Pascua le golpeó en la pierna al saltar por
encima de él. Se detuvo la niña y, considerando la alta flor amarilla, le
preguntó: - ¿Acaso tú sabes algo? -y se agachó sobre la flor. ¿Qué le dijo
ésta?
- Me veo a mí misma, me veo a mí misma. ¡Oh, cómo
huelo! Arriba, en la pequeña buhardilla, está, medio desnuda, una pequeña
bailarina, que ora se sostiene sobre una pierna, ora sobre las dos, recorre
con sus pies todo el mundo, pero es sólo una ilusión. Vierte agua de la
tetera sobre un pedazo de tela que sostiene: es su corpiño, ¡la limpieza es
una gran cosa! El blanco vestido cuelga de un gancho; fue también lavado en
la tetera y secado en el tejado. Se lo pone, se pone alrededor del cuello el
chal azafranado, y así resalta más el blanco del vestido. ¡Arriba la pierna!
¡Mira qué alardes hace sobre un tallo! ¡Me veo a mí misma, me veo a mí misma!
¡Oh esto es magnífico!
- ¡Y qué me importa eso a mí! -dijo Margarita.-
¿A qué viene esa historia? -. Y echó a correr hacia el extremo del jardín.
La puerta estaba cerrada, pero ella forcejeó con
el herrumbroso cerrojo hasta descorrerlo; abrióse por fin, y la niña se lanzó
al vasto mundo con los pies descalzos. Por tres veces se volvió a mirar, pero
nadie la perseguía. Al fin, fatigadísima, se sentó sobre una gran piedra, y
al dirigir la mirada a su alrededor se dio cuenta de que el verano había
pasado y de que estaba ya muy avanzado el otoño, cosa que no había podido
observar en el hermoso jardín, donde siempre brillaba el sol, y las flores
crecían en todas las estaciones.
- ¡Dios mío, cómo me he retrasado! -dijo
Margarita-. ¡Estamos ya en otoño; tengo que darme prisa! -. Y se puso en pie
para reemprender su camino.
Pobres piececitos suyos, ¡qué heridos y cansados!
A su alrededor todo parecía frío y desierto; las largas hojas de los sauces
estaban amarillas, y el rocío se desprendía en grandes gotas. Caían las hojas
unas tras otras; sólo el endrino tenía aún fruto, pero era áspero y contraía
la boca. ¡Ay, qué gris y difícil parecía todo en el vasto mundo!.
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TREDJE HISTORIE.
Blomsterhaven hos konen,
som kunne trolddom.
Men hvorledes havde den lille Gerda det, da Kay ikke mere kom? Hvor
var han dog? - Ingen vidste det, ingen kunne give besked. Drengene fortalte
kun, at de havde set ham binde sin lille slæde til en prægtig stor, der kørte
ind i gaden og ud af byens port. Ingen vidste, hvor han var, mange tårer flød,
den lille Gerda græd så dybt og længe; - så sagde de, at han var død, han var
sunket i floden, der løb tæt ved byen; oh, det var ret lange, mørke
vinterdage.
Nu kom våren med varmere solskin.
"Kay er død og borte!" sagde den lille Gerda.
"Det tror jeg ikke!" sagde solskinnet.
"Han er død og borte!" sagde hun til
svalerne.
"Det tror jeg ikke!" svarede de, og til
sidst troede den lille Gerda det ikke heller.
"Jeg vil tage mine nye, røde sko på,"
sagde hun en morgenstund, "dem Kay aldrig har set, og så vil jeg gå ned
til floden og spørge den ad!"
Og det var ganske tidligt; hun kyssede den gamle
bedstemoder, som sov, tog de røde sko på og gik ganske ene ud af porten til
floden.
"Er det sandt, at du har taget min lille legebroder? Jeg vil
forære dig mine røde sko, dersom du vil give mig ham igen!"
Og bølgerne, syntes hun, nikkede så underligt; da tog hun sine røde
sko, det kæreste hun havde, og kastede dem begge to ud i floden, men de faldt
tæt inde ved bredden, og de små bølger bare dem straks i land til hende, det
var ligesom om floden ikke ville tage det kæreste hun havde, da den jo ikke
havde den lille Kay; men hun troede nu, at hun ikke kastede skoene langt nok
ud, og så krøb hun op i en båd, der lå i sivene, hun gik helt ud i den
yderste ende og kastede skoene; men båden var ikke bundet fast, og ved den
bevægelse, hun gjorde, gled den fra land; hun mærkede det og skyndte sig for
at komme bort, men før hun nåede tilbage, var båden over en alen ude, og nu
gled den hurtigere af sted.
Da blev den lille Gerda ganske forskrækket og gav sig til at græde,
men ingen hørte hende uden gråspurvene, og de kunne ikke bære hende i land,
men de fløj langs med bredden og sang, ligesom for at trøste hende: "Her
er vi! her er vi!" Båden drev med strømmen; den lille Gerda sad ganske
stille i de bare strømper; hendes små røde sko flød bagefter, men de kunne
ikke nå båden, den tog stærkere fart.
Smukt var der på begge bredder, dejlige blomster, gamle træer og
skrænter med får og køer, men ikke et menneske at se.
"Måske bærer floden mig hen til lille Kay," tænkte Gerda og
så blev hun i bedre humør, rejste sig op og så i mange timer på de smukke
grønne bredder; så kom hun til en stor kirsebærhave, hvor der var et lille
hus med underlige røde og blå vinduer, forresten stråtag og udenfor to
træsoldater, som skuldrede for dem, der sejlede forbi.
Gerda råbte på dem, hun troede, at de var levende, men de svarede
naturligvis ikke; hun kom dem ganske nær, floden drev båden lige ind imod
land.
Gerda råbte endnu højere, og så kom ud af huset en gammel, gammel
kone, der støttede sig på en krogkæp; hun havde en stor solhat på, og den var
bemalet med de dejligste blomster.
"Du lille stakkels barn!" sagde den gamle kone;
"hvorledes er du dog kommet ud på den store, stærke strøm, drevet langt
ud i den vide verden!" og så gik den gamle kone helt ud i vandet, slog
sin krogkæp fast i båden, trak den i land og løftede den lille Gerda ud.
Og Gerda var glad ved at komme på det tørre, men dog lidt bange for
den fremmede, gamle kone.
"Kom dog og fortæl mig, hvem du er, og hvorledes du kommer
her!" sagde hun.
Og Gerda fortalte hende alting; og den gamle rystede med hovedet og
sagde "Hm! hm!" og da Gerda havde sagt hende alting og spurgt om
hun ikke havde set lille Kay, sagde konen, at han var ikke kommet forbi, men
han kom nok, hun skulle bare ikke være bedrøvet, men smage hendes kirsebær,
se hendes blomster, de var smukkere end nogen billedbog, de kunne hver
fortælle en hel historie. Så tog hun Gerda ved hånden, de gik ind i det lille
hus, og den gamle kone lukkede døren af.
Vinduerne sad så højt oppe og glassene var røde, blå og gule;
dagslyset skinnede så underligt derinde med alle kulører, men på bordet stod
de dejligste kirsebær, og Gerda spiste så mange hun ville, for det turde hun.
Og mens hun spiste, kæmmede den gamle kone hendes hår med en guldkam, og
håret krøllede og skinnede så dejligt gult rundt om det lille, venlige
ansigt, der var så rundt og så ud som en rose.
"Sådan en sød lille pige har jeg rigtig længtes efter,"
sagde den gamle. "Nu skal du se, hvor vi to godt skal komme ud af
det!" og alt som hun kæmmede den lille Gerdas hår, glemte Gerda mere og
mere sin plejebroder Kay; for den gamle kone kunne trolddom, men en ond trold
var hun ikke, hun troldede bare lidt for sin egen fornøjelse, og nu ville hun
gerne beholde den lille Gerda. Derfor gik hun ud i haven, strakte sin krogkæp
ud mod alle rosentræerne, og, i hvor dejligt de blomstrede, sank de dog alle
ned i den sorte jord og man kunne ikke se, hvor de havde stået. Den gamle var
bange for, at når Gerda så roserne, skulle hun tænke på sine egne og da huske
lille Kay og så løbe sin vej.
Nu førte hun Gerda ud i blomsterhaven. - Nej! hvor her var en duft og
dejlighed! alle de tænkelige blomster, og det for enhver årstid, stod her i
det prægtigste flor; ingen billedbog kunne være mere broget og smuk. Gerda
sprang af glæde, og legede, til solen gik ned bag de høje kirsebærtræer, da
fik hun en dejlig seng med røde silkedyner, de var stoppet med blå violer, og
hun sov og drømte der så dejligt, som nogen dronning på sin bryllupsdag.
Næste dag kunne hun lege igen med blomsterne i det varme solskin, -
således gik mange dage. Gerda kendte hver blomst, men i hvor mange der var,
syntes hun dog, at der manglede en, men hvilken vidste hun ikke. Da sidder
hun en dag og ser på den gamle kones solhat med de malede blomster, og just
den smukkeste der var en rose. Den gamle havde glemt at få den af hatten, da
hun fik de andre ned i jorden. Men således er det, ikke at have tankerne med
sig!
"Hvad!" sagde Gerda, "er her ingen roser!" og
sprang ind imellem bedene, søgte og søgte, men der var ingen at finde; da
satte hun sig ned og græd, men hendes hede tårer faldt netop der, hvor et
rosentræ var sunket, og da de varme tårer vandede jorden, skød træet med ét
op, så blomstrende, som da det sank, og Gerda omfavnede det, kyssede roserne
og tænkte på de dejlige roser hjemme og med dem på den lille Kay.
"Oh, hvor jeg er blevet sinket!" sagde den lille pige.
"Jeg skulle jo finde Kay! - Ved I ikke hvor han er?" spurgte hun
roserne. "Tror I at han er død og borte?"
"Død er han ikke," sagde roserne. "Vi har jo været i jorden, der er alle de døde, men Kay var der
ikke!"
"Tak skal I have!" sagde den lille Gerda og hun gik hen til
de andre blomster og så ind i deres kalk og spurgte: "Ved I ikke, hvor
lille Kay er?"
Men hver blomst stod i solen og drømte sit eget eventyr eller
historie, af dem fik lille Gerda så mange, mange, men ingen vidste noget om
Kay.
Og hvad sagde da ildliljen?
"Hører du trommen: bum! bum! det er kun to
toner, altid bum! bum! hør kvindernes sørgesang! hør præsternes råb! - I sin
lange røde kjortel står hindukonen på bålet, flammerne slår op om hende og
hendes døde mand; men hindukonen tænker på den levende her i kredsen, ham,
hvis øjne brænder hedere end flammerne, ham, hvis øjnes ild når mere hendes
hjerte, end de flammer, som snart brænder hendes legeme til aske. Kan hjertets flamme dø i
bålets flammer?"
"Det forstår jeg slet ikke!" sagde den lille Gerda.
"Det er mit eventyr!" sagde ildliljen.
Hvad siger konvolvolus?
"Ud over den snævre fjeldvej hænger en gammel ridderborg; Det
tætte eviggrønt vokser op om de gamle røde mure, blad ved blad, hen om
altanen, og der står en dejlig pige; hun bøjer sig ud over rækværket og ser
ned ad vejen. Ingen rose hænger friskere fra grenene, end hun, ingen
æbleblomst, når vinden bærer den fra træet, er mere svævende, end hun; hvor
rasler den prægtige silkekjortel. 'Kommer han dog ikke!'
"Er det Kay, du mener," spurgte lille Gerda.
"Jeg taler kun om mit eventyr, min drøm," svarede
konvolvolus.
Hvad siger den lille sommergæk?
"Mellem træerne hænger i snore det lange
bræt, det er en gynge; to nydelige småpiger, - kjolerne er hvide som sne,
lange grønne silkebånd flagrer fra hattene, - sidder og gynger; broderen, der
er større end de, står op i gyngen, han har armen om snoren for at holde sig,
thi i den ene hånd har han en lille skål, i den anden en kridtpibe, han
blæser sæbebobler; gyngen går, og boblerne flyver med dejlige, vekslende
farver; den sidste hænger endnu ved pibestilken og bøjer sig i vinden; gyngen
går. Den lille sorte hund, let
som boblerne, rejser sig på bagbenene og vil med i gyngen, den flyver; hunden
dumper, bjæffer og er vred; den gækkes, boblerne brister, - et gyngende bræt,
et springende skumbillede er min sang!"
"Det kan gerne være, at det er smukt, hvad du fortæller, men du
siger det så sørgeligt og nævner slet ikke Kay. Hvad siger hyacinterne?"
"Der var tre dejlige søstre, så gennemsigtige og fine; den enes
kjortel var rød, den andens var blå, den tredjes ganske hvid; hånd i hånd
dansede de ved den stille sø i det klare måneskin. De var ikke elverpiger, de
var menneskebørn. Der duftede så sødt, og pigerne svandt i skoven; duften
blev stærkere; - tre ligkister, i dem lå de dejlige piger, gled fra skovens
tykning hen over søen; sankthansorme fløj skinnende rundt om, som små
svævende lys. Sover de dansende piger, eller er de døde? -
Blomsterduften siger, de er lig; aftenklokken ringer over de døde!"
"Du gør mig ganske bedrøvet," sagde den lille Gerda.
"Du dufter så stærkt; jeg må tænke på de døde piger! ak, er da virkelig
lille Kay død? Roserne har været nede i jorden, og de siger
nej!"
"Ding, dang!" ringede hyacintens klokker. "Vi ringer
ikke over lille Kay, ham kender vi ikke! vi synger kun vor vise, den eneste,
vi kan!"
Og Gerda gik hen til smørblomsten, der skinnede frem imellem de
glinsende, grønne blade.
"Du er en lille klar sol!" sagde Gerda.
"Sig mig, om du ved,
hvor jeg skal finde min legebroder?"
Og smørblomsten skinnede så smukt og så på Gerda igen. Hvilken vise
kunne vel smørblomsten synge? Den var heller ikke om Kay.
"I en lille gård skinnede Vorherres sol så varmt den første
forårsdag; strålerne gled ned ad naboens hvide væg, tæt ved groede de første
gule blomster, skinnende guld i de varme solstråler; gamle bedstemoder var
ude i sin stol, datterdatteren den fattige, kønne tjenestepige, kom hjem et
kort besøg; hun kyssede bedstemoderen. Det var guld, hjertets guld i det
velsignede kys. Guld på munden, guld i grunden, guld deroppe i morgenstunden!
Se, det er min lille historie!" sagde smørblomsten.
"Min gamle stakkels bedstemoder!" sukkede Gerda. "Ja
hun længes vist efter mig, er bedrøvet for mig, ligesom hun var for lille
Kay. Men jeg kommer snart hjem igen, og så bringer jeg Kay med. - Det kan
ikke hjælpe, at jeg spørger blomsterne, de kan kun deres egen vise, de siger
mig ikke besked!" og så bandt hun sin lille kjole op, for at hun kunne
løbe raskere; men pinseliljen slog hende over benet, i det hun sprang over
den; da blev hun stående, så på den lange gule blomst og spurgte: "Ved
du måske noget?" og hun bøjede sig lige ned til pinseliljen. Og hvad
sagde den?
"Jeg kan se mig selv! jeg kan se mig selv!" sagde
pinseliljen. "Oh, oh, hvor jeg lugter! - Oppe på det lille kvistkammer,
halv klædt på, står en lille danserinde, hun står snart på ét ben, snart på
to, hun sparker af den hele verden, hun er bare øjenforblindelse. Hun hælder
vand af tepotten ud på et stykke tøj, hun holder, det er snørlivet; -
renlighed er en god ting! den hvide kjole hænger på knagen, den er også
vasket i tepotten og tørret på taget; den tager hun på, det safrangule
tørklæde om halsen, så skinner kjolen mere hvid. Benet i vejret! se hvor hun
knejser på en stilk! jeg kan se mig selv! jeg kan se mig selv!"
"Det bryder jeg mig slet ikke om!" sagde Gerda. "Det er
ikke noget at fortælle mig!" og så løb hun til udkanten af haven.
Døren var lukket, men hun vrikkede i den rustne krampe, så den gik
løs, og døren sprang op, og så løb den lille Gerda på bare fødder ud i den
vide verden. Hun så tre gange tilbage, men der var ingen, som kom efter
hende; til sidst kunne hun ikke løbe mere og satte sig på en stor sten, og da
hun så sig rundt om, var sommeren forbi, det var sent på efteråret, det kunne
man slet ikke mærke derinde i den dejlige have, hvor der var altid solskin og
alle årstiders blomster.
"Gud! hvor jeg har sinket mig!" sagde den lille Gerda:
"Det er jo blevet efterår! så tør jeg ikke hvile!" og hun rejste
sig for at gå.
Oh, hvor hendes små fødder var ømme og trætte, og rundt om så det
koldt og råt ud; de lange pileblade var ganske gule og tågen dryppede i vand
fra dem, et blad faldt efter et andet, kun slåentornen stod med frugt, så
stram og til at rimpe munden sammen. Oh hvor det var gråt og tungt i den vide
verden.
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Nota: agradeceríamos infinitamente sus comentarios al contenido del cuento y/o a su traducción.
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