(Fecha original del cuento: 1845)
SEGUNDO EPISODIO
Un niño y una niña
En la gran ciudad, donde viven tantas personas y
se alzan tantas casas que no queda sitio para que todos tengan un jardincito
- por lo que la mayoría han de contentarse con cultivar flores en macetas -,
había dos niños pobres que tenían un jardín un poquito más grande que un
tiesto. No eran hermano y hermana, pero se querían como si lo fueran. Los
padres vivían en las buhardillas de dos casas contiguas. En el punto donde se
tocaban los tejados de las casas, y el canalón corría entre ellos, se abría
una ventanita en cada uno de los edificios; bastaba con cruzar el canalón
para pasar de una a otra de las ventanas.
Los padres de los dos niños tenían al exterior
dos grandes cajones de madera, en los que plantaban hortalizas para la
cocina; en cada uno crecía un pequeño rosal, y muy hermoso por cierto. He
aquí que a los padres se les ocurrió la idea de colocar los cajones de través
sobre el canalón, de modo que alcanzasen de una a otra ventana, con lo que
parecían dos paredes de flores. Zarcillos de guisantes colgaban de los
cajones, y los rosales habían echado largas ramas, que se curvaban al
encuentro una de otra; era una especie de arco de triunfo de verdor y de
flores. Como los cajones eran muy altos, y los niños sabían que no debían
subirse a ellos, a menudo se les daba permiso para visitarse; entonces,
sentados en sus taburetes bajo las rosas, jugaban en buena paz y armonía.
En invierno, aquel placer se interrumpía. Con
frecuencia, las ventanas estaban completamente heladas. Entonces los
chiquillos calentaban a la estufa monedas de cobre, y, aplicándolas contra el
hielo que cubría al cristal, despejaban en él una mirilla, detrás de la cual
asomaba un ojo cariñoso y dulce, uno en cada ventana; eran los del niño y de
la niña; él se llamaba Carlos, y ella, Margarita. En verano era fácil pasar
de un salto a la casa del otro, pero en invierno había que bajar y subir
muchas escaleras, y además nevaba copiosamente en la calle. Es un enjambre de
abejas blancas - decía la abuela, que era muy viejecita.
- ¿Tienen también una reina? -preguntó un día el
chiquillo, pues sabía que las abejas de verdad la tienen.
- ¡Claro que sí! -respondió la abuela-. Vuela en
el centro del enjambre, con las más grandes, y nunca se posa en el suelo, sino
que se vuelve volando a la negra nube. Algunas noches de invierno vuela por
las calles de la ciudad y mira al interior de las ventanas, y entonces éstas
se hielan de una manera extraña, cubriéndose como de flores.
- ¡Sí, ya lo he visto! -exclamaron los niños a
dúo; y entonces supieron que aquello era verdad.
- ¿Y podría entrar aquí la reina de las nieves?
-preguntó la muchachita.
- Déjala que entre -dijo el pequeño-. La pondré
sobre la estufa y se derretirá.
Pero la abuela le acarició el cabello y se puso a
contar otras historias.
Aquella noche, estando Carlitos en su casa medio
desnudo, subióse a la silla que había junto a la ventana y miró por el
agujerito. Fuera caían algunos copos de nieve, y uno de ellos, el mayor, se
posó sobre el borde de uno de los cajones de flores; fue creciendo creciendo,
y se transformó, finalmente, en una doncella vestida con un exquisito velo
blanco hecho como de millones de copos en forma de estrella. Era hermosa y
distinguida, pero de hielo, de un hielo cegador y centelleante, y, sin
embargo, estaba viva; sus ojos brillaban como límpidas estrellas, pero no
había paz y reposo en ellos. Hizo un gesto con la cabeza y una seña con la
mano. El niño, asustado, saltó al suelo de un brinco; en aquel momento
pareció como si delante de la ventana pasara volando un gran pájaro. Fue una
sensación casi real.
Al día siguiente hubo helada con el cielo sereno,
y luego vino el deshielo; después apareció la primavera. Lució el sol,
brotaron las plantas, las golondrinas empezaron a construir sus nidos;
abriéronse las ventanas, y los niños pudieron volver a su jardincito del
canalón, encima de todos los pisos de las casas.
En verano, las rosas florecieron con todo su
esplendor. La niña había aprendido una canción que hablaba de rosas, y en
ella pensaba al mirar las suyas; y la cantó a su compañero, el cual cantó con
ell
"Florecen en el valle las rosas,
Bendito seas, Jesús, que las haces tan
hermosas."
Y los pequeños, cogidos de las manos, besaron las
rosas y, dirigiendo la mirada a la clara luz del sol divino, le hablaron como
si fuese el Niño Jesús. ¡Qué días tan hermosos! ¡Qué bello era todo allá
fuera, junto a los lozanos rosales que parecían dispuestos a seguir
floreciendo eternamente!
Carlos y Margarita, sentados, miraban un libro de
estampas en que se representaban animales y pajarillos, y entonces - el reloj
acababa de dar las cinco en el gran campanario - dijo Carlos: - ¡Ay, qué
pinchazo en el corazón! ¡Y algo me ha entrado en el ojo!
La niña le rodeó el cuello con el brazo, y él
parpadeaba, pero no se veía nada.
- Creo que ya salió -dijo; pero no había salido.
Era uno de aquellos granitos de cristal desprendidos del espejo, el espejo
embrujado. Bien os acordáis de él, de aquel horrible cristal que volvía
pequeño y feo todo lo grande y bueno que en él se reflejaba, mientras hacía
resaltar todo lo malo y ponía de relieve todos los defectos de las cosas.
Pues al pobre Carlitos le había entrado uno de sus trocitos en el corazón.
¡Qué poco tardaría éste en volvérsela como un témpano de hielo! Ya no le
dolía, pero allí estaba.
- ¿Por qué lloras? -preguntó el niño-. ¡Qué fea
te pones! No ha sido nada. ¡Uf! -exclamó de pronto-, ¡aquella rosa está
agusanada! Y mira cómo está tumbada. No valen nada, bien mirado. ¡Qué quieres
que salga de este cajón! -y pegando una patada al cajón, arrancó las dos
rosas.
- Carlos, ¿qué haces? -exclamó la niña; y al
darse él cuenta de su espanto, arrancó una tercera flor, se fue corriendo a
su ventana y huyó de la cariñosa Margarita.
Al comparecer ella más tarde con el libro de
estampas, le dijo Carlos que aquello era para niños de pecho; y cada vez que
abuelita contaba historias, salía él con alguna tontería. Siempre que podía,
se situaba detrás de ella, y, calándose unas gafas, se ponía a imitarla; lo
hacía con mucha gracia, y todos los presentes se reían. Pronto supo remedar
los andares y los modos de hablar de las personas que pasaban por la calle, y
todo lo que tenían de peculiar y de feo. Y la gente exclamaba: - ¡Tiene una
cabeza extraordinaria este chiquillo! -. Pero todo venía del cristal que por
el ojo se le había metido en el corazón; esto explica que se burlase incluso
de la pequeña Margarita, que tanto lo quería.
Sus juegos eran ahora totalmente distintos de los
de antes; eran muy juiciosos. En invierno, un día de nevada, se presentó con
una gran lupa, y sacando al exterior el extremo de su chaqueta, dejó que se
depositasen en ella los copos de nieve.
- Mira por la lente, Margarita -dijo; y cada copo
se veía mucho mayor, y tenía la forma de una magnífica flor o de una estrella
de diez puntas; daba gusto mirarlo -. ¡Fíjate qué arte! -observó Carlos-. Es
mucho más interesante que las flores de verdad; aquí no hay ningún defecto,
son completamente regulares. ¡Si no fuera porque se funden!
Poco más tarde, el niño, con guantes y su gran
trineo a la espalda, dijo al oído de Margarita: - Me han dado permiso para ir
a la plaza a jugar con los otros niños -y se marchó.
En la plaza no era raro que los chiquillos más
atrevidos atasen sus trineos a los coches de los campesinos, y de esta manera
paseaban un buen trecho arrastrados por ellos. Era muy divertido. Cuando
estaban en lo mejor del juego, llegó un gran trineo pintado de blanco,
ocupado por un personaje envuelto en una piel blanca y tocado con un gorro,
blanco también. El trineo dio dos vueltas a la plaza, y Carlos corrió a
atarle el suyo, dejándose arrastrar. El trineo desconocido corría a velocidad
creciente, y se internó en la calle más próxima; el conductor volvió la
cabeza e hizo una seña amistosa a Carlos, como si ya lo conociese. Cada vez
que Carlos trataba de soltarse, el conductor le hacía un signo con la cabeza,
y el pequeño se quedaba sentado. Al fin salieron de la ciudad, y la nieve
empezó a caer tan copiosamente, que el chiquillo no veía siquiera la mano cuando
se la ponía delante de los ojos; pero la carrera continuaba. Él soltó
rápidamente la cuerda para desatarse del trineo grande pero de nada le
sirvió; su pequeño vehículo seguía sujeto, y corrían con la velocidad del
viento. Se puso a gritar, pero nadie lo oyó; continuaba nevando intensamente,
y el trineo volaba, pegando de vez en cuando violentos saltos, como si
salvase fosos y setos. Carlos estaba aterrorizado; quería rezar el
Padrenuestro, pero sólo acudía a su memoria la tabla de multiplicar.
Los copos de nieve eran cada vez mayores, hasta
que, al fin, parecían grandes pollos blancos. De repente dieron un salto a un
lado, el trineo se detuvo, y la persona que lo conducía se incorporó en el
asiento. La piel y el gorro eran de pura nieve, y ante los ojos del chiquillo
se presentó una señora alta y esbelta, de un blanco resplandeciente. Era la
Reina de las Nieves.
- Hemos corrido mucho -dijo, pero, ¡qué frío!
Métete en mi piel de oso -, prosiguió, y lo sentó junto a ella en su trineo y
lo envolvió en la piel. A él le pareció que se hundía en un torbellino de
nieve.
- ¿Todavía tienes frío? -preguntóle la señora,
besándolo en la frente. ¡Oh, sus labios eran peor que el hielo, y el beso se
le entró en el corazón, que ya de suyo estaba medio helado! Tuvo la sensación
de que iba a morir, pero no duró más que un instante; luego se sintió
perfectamente, y dejó de notar el frío.
"¡Mi trineo! ¡No olvides mi trineo!,"
pensó él de pronto; pero estaba atado a uno de los pollos blancos, el cual
echo a volar detrás de ellos con el trineo a la espalda. La Reina de las
Nieves dio otro beso a Carlos, y Margarita, la abuela y todos los demás se
borraron de su memoria.
- No te volveré a besar -dijo ella-, pues de lo
contrario te mataría.
Carlos la miró; era muy hermosa; no habría podido
imaginar un rostro más inteligente y atractivo. Ya no le parecía de hielo,
como antes, cuando le había estado haciendo señas a través de la ventana. A
los ojos del niño era perfecta, y no le inspiraba temor alguno. Contóle que
sabía hacer cálculo mental, hasta con quebrados; que sabía cuántas millas
cuadradas y cuántos habitantes tenía el país. Ella lo escuchaba sonriendo, y
Carlos empezó a pensar que tal vez no sabía aún bastante. Y levantó los ojos
al firmamento, y ella emprendió el vuelo con él, hacia la negra nube, entre
el estrépito de la tempestad; el niño se acordó de una vieja canción. Pasaron
volando por encima de ciudades y lagos, de mares y países; debajo de ellos
aullaban el gélido viento y los lobos, y centelleaba la nieve; y encima volaban
las negras y ruidosas cornejas; pero en lo más alto del cielo brillaba,
grande y blanca, la luna, y Carlos la estuvo contemplando durante toda la
larga noche. Al amanecer se quedó dormido a los pies de la Reina de las
Nieves.
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ANDEN
HISTORIE.
En lille dreng og en lille pige. Inde i den store by, hvor der er så mange huse og mennesker, så at der ikke bliver plads nok til, at alle folk kan få en lille have, og hvor derfor de fleste må lade sig nøje med blomster i urtepotter, der var dog to fattige børn som havde en have noget større end en urtepotte. De var ikke broder og søster, men de holdt lige så meget af hinanden, som om de var det. Forældrene boede lige op til hinanden; de boede på to tagkamre; der, hvor taget fra det ene nabohus stødte op til det andet og vandrenden gik langs med tagskæggene, der vendte fra hvert hus et lille vindue ud; man behøvede kun at skræve over renden, så kunne man komme fra det ene vindue til det andet. Forældrene havde udenfor hver en stor trækasse, og i den voksede køkkenurter, som de brugte, og et lille rosentræ; der var ét i hver kasse, det voksede så velsignet. Nu fandt forældrene på at stille kasserne således tværs over renden, at de næsten nåede fra det ene vindue til det andet og så ganske livagtig ud som to blomstervolde. Ærterankerne hang ned over kasserne, og rosentræerne skød lange grene, snoede sig om vinduerne, bøjede sig mod hinanden: Det var næsten som en æresport af grønt og af blomster. Da kasserne var meget høje, og børnene vidste, at de ikke måtte krybe op, så fik de tit lov hver at stige ud til hinanden, sidde på deres små skamler under roserne, og der legede de nu så prægtigt. Om vinteren var jo den fornøjelse forbi. Vinduerne var tit ganske tilfrosne, men så varmede de kobberskillinger på kakkelovnen, lagde den hede skilling på den frosne rude, og så blev der et dejligt kighul, så rundt, så rundt; bag ved tittede et velsignet mildt øje, et fra hvert vindue; det var den lille dreng og den lille pige. Han hed Kay og hun hed Gerda. Om sommeren kunne de i ét spring komme til hinanden, om vinteren måtte de først de mange trapper ned og de mange trapper op; ude føg sneen. "Det er de hvide bier, som sværmer," sagde den gamle bedstemoder. "Har de også en bidronning?" spurgte den lille dreng, for han vidste, at imellem de virkelige bier er der sådan en. "Det har de!" sagde bedstemoderen. "Hun flyver der, hvor de sværmer tættest! hun er størst af dem alle, og aldrig bliver hun stille på jorden, hun flyver op igen i den sorte sky. Mangen vinternat flyver hun gennem byens gader og kigger ind af vinduerne, og da fryser de så underligt, ligesom med blomster." "Ja, det har jeg set!" sagde begge børnene og så vidste de, at det var sandt. "Kan snedronningen komme herind?" spurgte den lille pige. "Lad hende kun komme," sagde drengen, "så sætter jeg hende på den varme kakkelovn, og så smelter hun." Men bedstemoderen glattede hans hår og fortalte andre historier. Om aftnen da den lille Kay var hjemme og halv afklædt, krøb han op på stolen ved vinduet og tittede ud af det lille hul; et par snefnug faldt derude, og en af disse, den allerstørste, blev liggende på kanten af den ene blomsterkasse; snefnugget voksede mere og mere, den blev til sidst til et helt fruentimmer, klædt i de fineste, hvide flor, der var som sammensat af millioner stjerneagtige fnug. Hun var så smuk og fin, men af is, den blændende, blinkende is, dog var hun levende; øjnene stirrede som to klare stjerner, men der var ingen ro eller hvile i dem. Hun nikkede til vinduet og vinkede med hånden. Den lille dreng blev forskrækket og sprang ned af stolen, da var det, som der udenfor fløj en stor fugl forbi vinduet. Næste dag blev det klar frost, - og så kom foråret, solen skinnede, det grønne pippede frem, svalerne byggede rede, vinduerne kom op, og de små børn sad igen i deres lille have højt oppe i tagrenden over alle etagerne. Roserne blomstrede den sommer så mageløst; den lille pige havde lært en salme, og i den stod der om roser, og ved de roser tænkte hun på sine egne; og hun sang den for den lille dreng, og han sang den med: "Roserne vokser i dale, der får vi barn Jesus i tale!" Og de små holdt hinanden i hænderne, kyssede roserne og så ind i Guds klare solskin og talte til det, som om Jesusbarnet var der. Hvor det var dejlige sommerdage, hvor det var velsignet at være ude ved de friske rosentræer, der aldrig syntes at ville holde op med at blomstre. Kay og Gerda sad og så i billedbogen med dyr og fugle, da var det - klokken slog akkurat fem på det store kirketårn, - at Kay sagde: "Av! det stak mig i hjertet! og nu fik jeg noget ind i øjet!" Den lille pige tog ham om halsen; han plirede med øjnene; nej, der var ikke noget at se. "Jeg tror, det er borte!" sagde han; men borte var det ikke. Det var just sådant et af disse glaskorn, der sprang fra spejlet, troldspejlet, vi husker det nok, det fæle glas, som gjorde at alt stort og godt, der afspejlede sig deri, blev småt og hæsligt, men det onde og slette trådte ordentlig frem, og hver fejl ved en ting blev straks til at bemærke. Den stakkels Kay han havde også fået et gran lige ind i hjertet. Det ville snart blive ligesom en isklump. Nu gjorde det ikke ondt mere, men det var der. "Hvorfor græder du?" spurgte han. "Så ser du styg ud! jeg fejler jo ikke noget! Fy!" råbte han lige med ét: "Den rose dér er gnavet af en orm! og se, den dér er jo ganske skæv! det er i grunden nogle ækle roser! de ligner kasserne, de står i!" og så stødte han med foden hårdt imod kassen og rev de to roser af. "Kay, hvad gør du!" råbte den lille pige; og da han så hendes forskrækkelse, rev han endnu en rose af og løb så ind af sit vindue bort fra den velsignede lille Gerda. Når hun siden kom med billedbogen, sagde han, at den var for pattebørn, og fortalte bedstemoderen historier, kom han altid med et men - kunne han komme til det, så gik han bag efter hende, satte briller på og talte ligesom hun; det var ganske akkurat, og så lo folk af ham. Han kunne snart tale og gå efter alle mennesker i hele gaden. Alt, hvad der var aparte hos dem og ikke kønt, det vidste Kay at gøre bagefter, og så sagde folk: "Det er bestemt et udmærket hoved, han har den dreng!" men det var det glas, han havde fået i øjet, det glas der sad i hjertet, derfor var det, han drillede selv den lille Gerda, som med hele sin sjæl holdt af ham. Hans lege blev nu ganske anderledes end før, de var så forstandige: - En vinterdag, som snefnuggene føg, kom han med et stort brændglas, holdt sin blå frakkeflig ud og lod snefnuggene falde på den. "Se nu i glasset, Gerda!" sagde han, og hvert snefnug blev meget større og så ud, som en prægtig blomst eller en tikantet stjerne; det var dejligt at se på. "Ser du, hvor kunstigt!" sagde Kay, "det er meget interessantere end med de virkelige blomster! og der er ikke en eneste fejl ved dem, de er ganske akkurate, når de blot ikke smelter!" Lidt efter kom Kay med store handsker og sin slæde på ryggen, han råbte Gerda lige ind i ørene: "Jeg har fået lov at køre på den store plads, hvor de andre leger!" og af sted var han. Derhenne på pladsen bandt tit de kækkeste drenge deres slæde fast ved bondemandens vogn og så kørte de et godt stykke med. Det gik just lystigt. Som de bedst legede, kom der en stor slæde; den var ganske hvidmalet, og der sad i den en, indsvøbt i en lodden hvid pels og med hvid lodden hue; slæden kørte pladsen to gange rundt, og Kay fik gesvindt sin lille slæde bundet fast ved den, og nu kørte han med. Det gik raskere og raskere lige ind i den næste gade; den, som kørte, drejede hovedet, nikkede så venligt til Kay, det var ligesom om de kendte hinanden; hver gang Kay ville løsne sin lille slæde, nikkede personen igen, og så blev Kay siddende; de kørte lige ud af byens port. Da begyndte sneen således at vælte ned, at den lille dreng ikke kunne se en hånd for sig, men han fór af sted, da slap han hurtigt snoren, for at komme løs fra den store slæde, men det hjalp ikke, hans lille køretøj hang fast, og det gik med vindens fart. Da råbte han ganske højt, men ingen hørte ham, og sneen føg og slæden fløj af sted; imellem gav den et spring, det var, som om han fór over grøfter og gærder. Han var ganske forskrækket, han ville læse sit fadervor, men han kunne kun huske den store tabel. Snefnuggene blev større og større, til sidst så de ud, som store hvide høns; med ét sprang de til side, den store slæde holdt, og den person, som kørte i den, rejste sig op, pelsen og huen var af bare sne; en dame var det, så høj og rank, så skinnende hvid, det var snedronningen. "Vi er kommet godt frem!" sagde hun, "men er det at fryse! kryb ind i min bjørnepels!" og hun satte ham i slæden hos sig, slog pelsen om ham, det var, som om han sank i en snedrive. "Fryser du endnu!" spurgte hun, og så kyssede hun ham på panden. Uh! det var koldere end is, det gik ham lige ind til hans hjerte, der jo dog halvt var en isklump; det var, som om han skulle dø; - men kun et øjeblik, så gjorde det just godt; han mærkede ikke mere til kulden rundt om. "Min slæde! glem ikke min slæde!" det huskede han først på; og den blev bundet på en af de hvide høns, og den fløj bagefter med slæden på ryggen. Snedronningen kyssede Kay endnu en gang, og da havde han glemt lille Gerda og bedstemoder og dem alle derhjemme. "Nu får du ikke flere kys!" sagde hun, "for så kyssede jeg dig ihjel!" Kay så på hende, hun var så smuk, et klogere, dejligere ansigt kunne han ikke tænke sig, nu syntes hun ikke af is, som dengang hun sad uden for vinduet og vinkede ad ham; for hans øjne var hun fuldkommen, han følte sig slet ikke bange, han fortalte hende at han kunne hovedregning, og det med brøk, landenes kvadratmil og "hvor mange indvånere," og hun smilte altid; da syntes han, det var dog ikke nok, hvad han vidste, og han så op i det store, store luftrum og hun fløj med ham, fløj højt op på den sorte sky, og stormen susede og brusede, det var, som sang den gamle viser. De fløj over skove og søer, over have og lande; nedenunder susede den kolde blæst, ulvene hylede, sneen gnistrede, hen over den fløj de sorte skrigende krager, men ovenover skinnede månen så stor og klar, og på den så Kay den lange, lange vinternat; om dagen sov han ved snedronningens fødder. |
Nota: agradeceríamos infinitamente sus comentarios al contenido del cuento y/o a su traducción.
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