Hace algunos años mi amiga Lorena me obsequió la colección de cuentos:“¡Silencio niños!”, de la escritora argentina Ema Wolf, y dentro de los cuales se encontraba este: “El señor que roncaba bonito”. Un cuento muy ingenioso que desde que lo leí me fascinó al punto que regreso a él algunas veces al año. Trata sobre un hombre cuyos ronquidos no eran desagradables, al contrario era composición pura, sinfonías y orquestaciones que cautivaron hasta los más críticos musicales. Me pareció interesante compartir este cuento con todos los lectores de La Aventura de Componer y bueno, aquí está. ¡Que lo disfrute!
(Fecha original del artículo: 1997)
Camilo Pietralisa tenía el ronquido más maravilloso del mundo.
Cuando después de la cena Camilo anunciaba que tenía sueño, su familia dejaba los platos a medio lavar y tomaba ubicación alrededor de la cama. Su mamá, sus diecisiete primos y sus muchas tías solteras se aprestaban a escuchar la más bella música salida de laringe alguna.
Camilo comenzaba a roncar con un suave trémolo que evocaba los atardeceres de julio a orillas del río Danubio. Luego los ronquidos iban haciéndose más intensos y cadenciosos hasta desembocar en una melodía sublime que recordaba los atardeceres de octubre, esta vez en las orillas del Volga.
Ni los serafines ni los querubines cantaban como roncaba Camilo Pietralisa. Provocaba éxtasis, ni más ni menos.
Su tía Clota lo acompañó muchas veces al piano, hasta el día que se le cayó la tapa del instrumento sobre los dedos y despertó a Camilo con una palabra que no quiero repetir. Por supuesto, arruinó el concierto. Camilo le tiró con la bolsa de agua caliente.
Los sábados por la noche roncaba en dos funciones. Entonces asistía todo el vecindario de Gerli.
Cada uno traía su silla. Los que llegaban primero se disputaban los lugares alrededor de la cama. Los últimos se acomodaban en la vereda. El kiosquero vendía helados y chocolatines en el intervalo. La familia abría generosamente las puertas y ventanas de la casa para que escucharan también los bomberos, que no podían dejar la guardia.
Un otoño llegó a Buenos Aires un famoso profesor de cornetín que venía a dar un concierto.
La municipalidad de Gerli lo invitó especialmente a una velada de ronquidos.
El profesor quedó deslumbrado. Sin aire. Jamás en su vida había escuchado algo tan maravilloso.
“¡El órgano de Notre Dame es un pito al lado de esto!”, decía, estremecido de placer.
El profesor volvió a Europa. Algo habrá contado allá, porque dos semanas más tarde Camilo recibió un contrato para actuar en una sala de conciertos en Ámsterdam.
Camilo estaba muy feliz. Su familia también. Clota especialmente, ya que ella le había enseñado a su sobrino las primeras notas: el do y el re.
El vecindario de Gerli lloró bastante el día que Camilo partió. Como otros concertistas viajaban con su violín, él viajó con su cama. También iban su mamá, sus diecisiete primos y sus muchas tías solteras.
El debut en Ámsterdam fue sublime. Mientras Camilo roncaba, la reina lo escuchó de pie. El teatro estalló en aplausos. Los críticos se disolvieron en elogios. La tía Clota respondía reportajes en la televisión.
Le llovieron contratos. Se lo disputaron los teatros más prestigiosos. Los empresarios le ofrecieron roncar en camas que habían pertenecido a príncipes y papas. Los escenógrafos diseñaban para él dormitorios con cascada y puentes levadizos. Sus admiradores le regalaron sábanas de seda y almohadas de plumas de ganso. Las fábricas de colchones se pelaban por auspiciar cada presentación:
CAMILO PIETRALISARoncador solistaConcierto en Fa sostenido menor.
Así fue que recorrió el mundo deleitando con sus escalas rotundas los oídos más exigentes.
Se hizo famoso. Rico. Fino.
En la Opera de Milán actuó junto a la famosa soprano Violeta Silvestri. ¡Un dúo inolvidable! Él roncaba enfundado en un pijama de terciopelo y ella en camisón de lamé, con una vela en la mano, como una exquisita sonámbula.
En Moscú roncó acompañando famosas piezas del repertorio musical ruso: “La bella durmiente”, “Sueño de una noche de verano”…
Y París, Tokio, Estocolmo, Rosario…
En las temporadas de mayor actividad Camilo roncaba hasta dieciocho horas por día, incluyendo los ensayos. Las grabaciones le exigían tardes enteras de sueño. Como si eso fuera poco, daba recitales a beneficio. No tenía descanso. Estaba extenuado de tanto dormir.
Hasta que sucedió lo inevitable: empezó a mostrar síntomas de insomnio. Una noche tardó en dormirse en escena más de lo habitual. El público se revolvió en la butaca, pero nada más.
La noche siguiente tardó tanto en dormirse que la platea silbó y pateó. Lograron desvelarlo por completo. La gente se quejaba y pedía que le devolvieran la plata de las entradas.
Tuvo que interrumpir sus funciones. Una verdadera catástrofe.
Probó contar ovejas para que le viniera el sueño, pero no sirvió. Las pastillas para el insomnio lo hacían desafinar.
Diarios y revistas hablaban del asunto. Desde los programas de música culta opinaban los especialistas de famosos. Alguien propuso que el único remedio era la hipnosis. ¡Inútil! Camilo no pegaba un ojo.
Una admiradora lapona sugirió que podía tener frío en los pies y le mandó un par de zoquetes tejidos a mano.
Otra le regaló un oso de peluche, asegurando que nadie en el mundo podía dormirse sin abrazar un oso de peluche.
Una vieja vecina de Gerli le escribió recomendándole tazas de té de tilo y baños de inmersión antes de dormir.
Un médico italiano se presentó para cantarle una canción de cuna, pero la horrorosa voz del italiano le provocó a Camilo una crisis de nervios: mientras el hombre cantaba se le empezó a caer el pelo. Lo echaron. El muy salvaje se fue gritando que lo mejor que podía hacer con él era darle un palo por la cabeza.
Dioses…
Hasta que a alguien se le ocurrió una idea. Alguien poco sospechoso de tener ideas y mucho menos buenas.
La tía Clota, ¡era ella, sí!, trató de recordar qué cosas hacían dormir a Camilo cuando era chico. Y le vino a la mente el discurso que pronunciaba la vicedirectora cada 9 de julio.
“Probemos”, dijo Clota, “Los discursos siempre fueron útiles para hacer dormir a la gente”.
Clota consiguió el famoso discurso, algunos dicen que se lo acordaba de memoria porque era el mismo de cuando ella iba al colegio, y en una noche de insomnio se lo leyeron a Camilo.
Santo remedio.
Apenas Camilo escuchó los primeros tramos cayó en un sopor profundo, un sueño casi cataléptico. Dormía como un adoquín bendito.
Se despertó catorce horas después.
“Soñé que estaba en el colegio”, dijo.
Así se salvó Camilo. Y su arte. Para el mundo.
Desde entonces todas sus actuaciones estuvieron precedidas por el discurso. Ni bien Camilo tomaba ubicación en la cama, el apuntador del teatro empezaba a leérselo casi en un susurro:
Una vez más estamos aquí reunidosen esta fecha memorable, para conmemorar, etc.
Lamentablemente a veces también lo escuchaba algún espectador de la primera fila.
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