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lunes, 10 de febrero de 2014

Cuentos de Andersen: La Reina de las Nieves 7/7 (bilingüe castellano-danés, historia en siete episodios)

Autoras/es: Hans Cristian Andersen
La Reina de las Nieves (Snedronningen) es un cuento de hadas escrito por Hans Christian Andersen. El cuento fue publicado por primera vez en el año 1845, y se centra en la lucha entre el bien y el mal vivida por dos niños, Kai y Gerda.
(Fecha original del cuento: 1845) 
SÉPTIMO EPISODIO: Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió


SÉPTIMO EPISODIO
Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió

Los muros del castillo eran de nieve compacta, y sus puertas y ventanas estaban hechas de cortantes vientos; había más de cien salones, dispuestos al albur de las ventiscas, y el mayor tenía varias millas de longitud. Los iluminaba la refulgente aurora boreal, y eran todos ellos espaciosos, vacíos, helados y brillantes. Nunca se celebraban fiestas en ellos, ni siquiera un pequeño baile de osos, en que la tempestad hubiera podido actuar de orquesta y los osos polares, andando sobre sus patas traseras, exhibir su porte elegante. Nunca una reunión social, con sus manotazos a la boca y golpes de zarpa; nunca un té de blancas raposas: todo era desierto, inmenso y gélido en los salones de la Reina de las Nieves. Las auroras boreales flameaban tan nítidamente, que podía calcularse con exactitud cuándo estaban en su máximo y en su mínimo. En el centro de aquella interminable sala desierta había un lago helado, roto en mil pedazos, tan iguales entre sí que el conjunto resultaba una verdadera obra de arte. En medio se sentaba la Reina de las Nieves cuando residía en su palacio; decía entonces que estaba sentada en el espejo de la razón, y que éste era el único y el mejor espejo del mundo.
Carlitos estaba amoratado de frío, casi negro; pero no se daba cuenta, pues ella lo había hecho besar por la helada, y su corazón era como un témpano de hielo. Se entretenía arrastrando cortantes pedazos de hielo llanos y yuxtaponiéndolos de todas las maneras posibles para formar con ellos algo determinado, como cuando nosotros combinamos piezas de madera y reconstituimos figuras: lo que llamamos un rompecabezas. El muchacho obtenía diseños extremadamente ingeniosos; era el gran rompecabezas helado de la inteligencia. Para él, aquellas figuras eran perfectas y tenían grandísima importancia; y todo por el granito de hielo que tenía en el ojo. Combinaba figuras que eran una palabra escrita, pero de ningún modo lograba componer el único vocablo que le interesaba: ETERNIDAD. Sin embargo, la Reina de las Nieves le había dicho: - Si consigues componer esta figura, serás señor de ti mismo y te regalaré el mundo entero y un par de patines por añadidura -. Pero no había modo.
- Tengo que marcharme a las tierras cálidas -dijo la Reina de las Nieves-. Quiero echar un vistazo a los pucheros de hierro. Se refería a los volcanes que nosotros llamamos Etna y Vesubio. Les pondré un poquitín de blanco, como corresponde; y además les irá bien a los limones y a las uvas -. Y levantó el vuelo, dejando a Carlos solo en aquella sala helada y enorme, tan lejana, entregado a sus combinaciones con los pedazos de hielo, pensando y cavilando hasta sorberse los sesos. Permanecía inmóvil y envarado; se le hubiera tomado por una estatua de hielo.
Y he aquí que Margarita franqueó la puerta del palacio. Soplaban en él vientos cortantes, pero cuando la niña rezó su oración vespertina, se calmaron como si les entrara sueño; y ella avanzó por las enormes salas frías y desiertas: ¡allí estaba Carlos! Lo reconoció enseguida, se le arrojó al cuello y, abrazándolo fuertemente,
exclamó:
- ¡Carlos! ¡Mi Carlitos querido! ¡Al fin te encontré!
Pero él seguía inmóvil, tieso y frío; y entonces Margarita lloró lágrimas ardientes, que cayeron sobre su pecho y penetraron en su corazón, derritiendo el témpano de hielo y destruyendo el trocito de espejo. Él la miró, y la niña se puso a cantar:
Florecen en el valle las rosas.
¡Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Entonces Carlos prorrumpió en lágrimas; lloraba de tal modo, que el granito de espejo le salió flotando del ojo. Reconoció a la niña y gritó alborozado:
- ¡Margarita, mi querida Margarita! ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Y dónde he estado yo? -. Y miraba a su alrededor-. ¡Qué frío hace aquí! ¡Qué grande es esto y qué desierto! -. Y se agarraba a Margarita, que de alegría reía y lloraba a la vez. El espectáculo era tan conmovedor, que hasta los témpanos se pusieron a bailar, y cuando se sintieron cansados y volvieron a echarse, lo hicieron formando la palabra que, según la Reina de las Nieves, podía hacerlo señor de sí mismo y darle el mundo entero y un par de patines además.
Margarita lo besó en las mejillas, y éstas cobraron color; lo besó en los ojos, que se volvieron brillantes como los de ella; lo besó en las manos y los pies, y el niño quedó sano y contento. Ya podía volver la Reina de las Nieves; su carta de emancipación quedaba escrita con relucientes témpanos de hielo.
Cogidos de la mano, los niños salieron del enorme palacio, hablando de la abuelita y de las rosas del tejado; y dondequiera que fuesen, al punto amainaba el viento y salía el sol. Al llegar al arbusto de las bayas rotas, vieron al reno que los aguardaba, en compañía de una hembra con las ubres llenas, que dio a los niños su tibia leche y los besó en la boca. Acto seguido condujeron a Carlos y Margarita a la casa de la mujer finesa, en cuya caldeada habitación se reconfortaron, y la mujer les indicó el camino de su patria. Hicieron también escala en la choza de la lapona, que entretanto había cosido vestidos para ellos y reparado sus trineos.
La pareja de renos, saltando a su lado, los siguió hasta la frontera del país, donde brotaba la primera hierba; allí se despidieron de los animales y de la lapona.
- ¡Adiós! -se dijeron todos-. Y las primeras avecillas piaron, el bosque tenía yemas verdes, y de su espesor salió un soberbio caballo, que Margarita reconoció - era el que había tirado de la dorada carroza -, montado por una muchacha que llevaba la cabeza cubierta con un rojo y reluciente gorro, y pistolas al cinto. Era la hija de los bandidos, que harta de los suyos, se dirigía hacia el Norte, resuelta a encaminarse luego a otras regiones si aquélla no la convencía. Reconoció inmediatamente a Margarita, y ésta a ella, con gran alegría de ambas.
- ¡Valiente mocito, que se marchó tan lejos! -dijo a Carlitos- Me gustaría saber si te mereces que vayan a buscarte al fin del mundo.
Pero Margarita, dándole unos golpecitos en las mejillas, le preguntó por el príncipe y la princesa.
- Se fueron a otras tierras -dijo la muchacha.
- ¿Y la corneja?
- La corneja murió. Ahora la domesticada es viuda y va con un hilo de lana negra en la pata; no hace más que lamentarse, aunque todo es comedia. Pero cuéntame qué fue de ti y cómo lo pescaste.
Margarita y Carlos se lo contaron.
- ¡Y colorín colorado, vuestro cuento se ha acabado! -dijo la pequeña bandolera; y, cogiendo a los dos de la mano, les prometió visitarlos si algún día iba a su ciudad; dicho esto, se marchó por esos mundos.
Carlos y Margarita continuaron cogidos de la mano, y, según avanzaban, surgía la primavera con flores y follaje; las campanas de las iglesias repicaban, y los niños reconocieron las altas torres y la gran ciudad natal. Se dirigieron a la puerta de la abuelita, subieron las escaleras y entraron en el cuarto, donde todo seguía como antes, en su mismo lugar. El reloj decía "¡tic, tac!," y las agujas giraban; pero al pasar la puerta se dieron cuenta de que se habían vuelto personas mayores. Las rosas del terrado florecían entrando, por la abierta ventana, y a su lado estaban aún sus sillitas de niños, Carlos y Margarita se sentaron cada cual en la suya, sin soltarse las manos. Habían olvidado, como si hubiese sido un sueño de pesadilla, la magnificencia gélida y desierta del palacio de la Reina de las Nieves. La abuelita, sentada a la clara luz del sol de Dios, leía la Biblia en voz alta: "Si no os volvéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos."
Carlos y Margarita se miraron a los ojos y de pronto comprendieron la vieja canción:

Florecen en el valle las rosas.
¡Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!

Y permanecieron sentados, mayores y, sin embargo, niños, niños por el corazón. Y llegó el verano, el verano caluroso y bendito.
SYVENDE HISTORIE.
Hvad der skete i snedronningens slot, og hvad der siden skete.

Slottets vægge var af den fygende sne og vinduer og døre af de skærende vinde; der var over hundrede sale, alt ligesom sneen føg, den største strakte sig mange mil, alle belyste af de stærke nordlys, og de var så store, så tomme, så isnende kolde og så skinnende. Aldrig kom her lystighed, ikke engang så meget, som et lille bjørnebal, hvor stormen kunne blæse op, og isbjørnene gå på bagbenene og have fine manerer; aldrig et lille spilleselskab med munddask og slå på lappen; aldrig en lille smule kaffekommers af de hvide rævefrøkner; tomt, stort og koldt var det i snedronningens sale. Nordlysene blussede så nøjagtigt, at man kunne tælle sig til, når de var på det højeste, og når de var på det laveste. Midt derinde i den tomme uendelige snesal var der en frossen sø; den var revnet i tusinde stykker, men hvert stykke var så akkurat lig det andet, at det var et helt kunststykke; og midt på den sad snedronningen, når hun var hjemme, og så sagde hun, at hun sad i forstandens spejl, og at det var det eneste og bedste i denne verden.

Lille Kay var ganske blå af kulde, ja næsten sort, men han mærkede det dog ikke, for hun havde jo kysset kuldegyset af ham, og hans hjerte var så godt som en isklump. Han gik og slæbte på nogle skarpe flade isstykker, som han lagde på alle mulige måder, for han ville have noget ud deraf; det var ligesom når vi andre har små træplader og lægger disse i figurer, der kaldes det kinesiske spil. Kay gik også og lagde figurer, de allerkunstigste, det var forstands-isspillet; for hans øjne var figurerne ganske udmærkede og af den allerhøjeste vigtighed; det gjorde det glaskorn, der sad ham i øjet! han lagde hele figurer, der var et skrevet ord, men aldrig kunne han finde på at lægge det ord, som han just ville, det ord: Evigheden, og snedronningen havde sagt: "Kan du udfinde mig den figur, så skal du være din egen herre, og jeg forærer dig hele verden og et par nye skøjter." Men han kunne ikke.

"Nu suser jeg bort til de varme lande!" sagde snedronningen, "jeg vil hen og kigge ned i de sorte gryder!" - Det var de ildsprudende bjerge, Etna og Vesuv, som man kalder dem. - "Jeg skal hvidte dem lidt! det hører til; det gør godt oven på citroner og vindruer!" og så fløj snedronningen, og Kay sad ganske ene i den mange mil store tomme issal og så på isstykkerne og tænkte og tænkte, så det knagede i ham, ganske stiv og stille sad han, man skulle tro han var frosset ihjel.

Da var det, at den lille Gerda trådte ind i slottet gennem den store port, der var skærende vinde; men hun læste en aftenbøn, og da lagde vindene sig, som de ville sove, og hun trådte ind i de store, tomme kolde sale - da så hun Kay, hun kendte ham, hun fløj ham om halsen, holdt ham så fast og råbte: "Kay! søde lille Kay! så har jeg da fundet dig!"

Men han sad ganske stille, stiv og kold; - da græd den lille Gerda hede tårer, de faldt på hans bryst, de trængte ind i hans hjerte, de optøede isklumpen og fortærede den lille spejlstump derinde; han så på hende og hun sang salmen:

"Roserne vokser i dale,
der får vi barn Jesus i tale!"

Da brast Kay i gråd; han græd, så spejlkornet trillede ud af øjnene, han kendte hende og jublede: "Gerda! søde lille Gerda! - hvor har du dog været så længe? Og hvor har jeg været?" Og han så rundt om sig. "Hvor her er koldt! hvor her er tomt og stort!" og han holdt sig fast til Gerda, og hun lo og græd af glæde; det var så velsignet, at selv isstykkerne dansede af glæde rundt om og da de var trætte og lagde sig, lå de netop i de bogstaver, som snedronningen havde sagt, han skulle udfinde, så var han sin egen herre, og hun ville give ham hele verden og et par nye skøjter.

Og Gerda kyssede hans kinder, og de blev blomstrende; hun kyssede hans øjne, og de lyste som hendes, hun kyssede hans hænder og fødder, og han var sund og rask. Snedronningen måtte gerne komme hjem: Hans fribrev stod skrevet der med skinnende isstykker.

Og de tog hinanden i hænderne og vandrede ud af det store slot; de talte om bedstemoder og om roserne oppe på taget; og hvor de gik, lå vindene ganske stille og solen brød frem; og da de nåede busken med de røde bær, stod rensdyret der og ventede; det havde en anden ung ren med, hvis yver var fuldt, og den gav de små sin varme mælk og kyssede dem på munden. Så bar de Kay og Gerda først til finnekonen, hvor de varmede sig op i den hede stue og fik besked om hjemrejsen, så til lappekonen, der havde syet dem nye klæder og gjort sin slæde i stand.

Og rensdyret og den unge ren sprang ved siden og fulgte med, lige til landets grænse, der tittede det første grønne frem, der tog de afsked med rensdyret og med lappekonen. "Farvel!" sagde de alle sammen. Og de første små fugle begyndte at kvidre, skoven havde grønne knopper, og ud fra den kom ridende på en prægtig hest, som Gerda kendte (den havde været spændt for guldkareten) en ung pige med en skinnende rød hue på hovedet og pistoler foran sig; det var den lille røverpige, som var ked af at være hjemme og ville nu først nord på og siden af en anden kant, dersom hun ikke blev fornøjet. Hun kendte straks Gerda, og Gerda kendte hende, det var en glæde.

"Du er en rar fyr til at traske om!" sagde hun til lille Kay; "jeg gad vide, om du fortjener, man løber til verdens ende for din skyld!"

Men Gerda klappede hende på kinden, og spurgte om prins og prinsesse.

"De er rejste til fremmede lande!" sagde røverpigen.

"Men kragen?" spurgte den lille Gerda.

"Ja kragen er død!" svarede hun. "Den tamme kæreste er blevet enke og går med en stump sort uldgarn om benet; hun klager sig ynkeligt og vrøvl er det hele! - Men fortæl mig nu, hvorledes det er gået dig, og hvorledes du fik fat på ham!"

Og Gerda og Kay fortalte begge to.

"Og snip-snap-snurre-basselurre!" sagde røverpigen, tog dem begge to i hænderne og lovede, at hvis hun engang kom igennem deres by, så ville hun komme op at besøge dem, og så red hun ud i den vide verden, men Kay og Gerda gik hånd i hånd, og som de gik, var det et dejligt forår med blomster og grønt; kirkeklokkerne ringede, og de kendte de høje tårne, den store by, det var i den de boede, og de gik ind i den og hen til bedstemoders dør, op ad trappen, ind i stuen, hvor alt stod på samme sted som før, og uret sagde: "dik! dik!" og viseren drejede; men idet de gik igennem døren, mærkede de, at de var blevet voksne mennesker. Roserne fra tagrenden blomstrede ind af de åbne vinduer, og der stod de små børnestole, og Kay og Gerda satte sig på hver sin og holdt hinanden i hænderne, de havde glemt som en tung drøm den kolde tomme herlighed hos snedronningen. Bedstemoder sad i Guds klare solskin og læste højt af Bibelen: "Uden at I bliver som børn, kommer I ikke i Guds rige!"

Og Kay og Gerda så hinanden ind i øjnene, og de forstod på én gang den gamle salme:

"Roserne vokser i dale,
der får vi barn Jesus i tale."

Der sad de begge to voksne og dog børn, børn i hjertet, og det var sommer, den varme, velsignede sommer.




Nota: agradeceríamos infinitamente sus comentarios al contenido del cuento y/o a su traducción.

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