La Reina de las Nieves (Snedronningen)
es un cuento de hadas escrito por Hans Christian Andersen. El cuento
fue publicado por primera vez en el año 1845, y se centra en la lucha
entre el bien y el mal vivida por dos niños, Kai y Gerda.
(Fecha original del cuento: 1845)
SÉPTIMO EPISODIO: Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió
SÉPTIMO EPISODIO
Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió
Los muros del castillo eran de nieve compacta, y
sus puertas y ventanas estaban hechas de cortantes vientos; había más de cien
salones, dispuestos al albur de las ventiscas, y el mayor tenía varias millas
de longitud. Los iluminaba la refulgente aurora boreal, y eran todos ellos
espaciosos, vacíos, helados y brillantes. Nunca se celebraban fiestas en
ellos, ni siquiera un pequeño baile de osos, en que la tempestad hubiera
podido actuar de orquesta y los osos polares, andando sobre sus patas
traseras, exhibir su porte elegante. Nunca una reunión social, con sus
manotazos a la boca y golpes de zarpa; nunca un té de blancas raposas: todo
era desierto, inmenso y gélido en los salones de la Reina de las Nieves. Las
auroras boreales flameaban tan nítidamente, que podía calcularse con
exactitud cuándo estaban en su máximo y en su mínimo. En el centro de aquella
interminable sala desierta había un lago helado, roto en mil pedazos, tan
iguales entre sí que el conjunto resultaba una verdadera obra de arte. En
medio se sentaba la Reina de las Nieves cuando residía en su palacio; decía
entonces que estaba sentada en el espejo de la razón, y que éste era el único
y el mejor espejo del mundo.
Carlitos estaba amoratado de frío, casi negro;
pero no se daba cuenta, pues ella lo había hecho besar por la helada, y su
corazón era como un témpano de hielo. Se entretenía arrastrando cortantes
pedazos de hielo llanos y yuxtaponiéndolos de todas las maneras posibles para
formar con ellos algo determinado, como cuando nosotros combinamos piezas de
madera y reconstituimos figuras: lo que llamamos un rompecabezas. El muchacho
obtenía diseños extremadamente ingeniosos; era el gran rompecabezas helado de
la inteligencia. Para él, aquellas figuras eran perfectas y tenían grandísima
importancia; y todo por el granito de hielo que tenía en el ojo. Combinaba
figuras que eran una palabra escrita, pero de ningún modo lograba componer el
único vocablo que le interesaba: ETERNIDAD. Sin embargo, la Reina de las
Nieves le había dicho: - Si consigues componer esta figura, serás señor de ti
mismo y te regalaré el mundo entero y un par de patines por añadidura -. Pero
no había modo.
- Tengo que marcharme a las tierras cálidas -dijo
la Reina de las Nieves-. Quiero echar un vistazo a los pucheros de hierro. Se
refería a los volcanes que nosotros llamamos Etna y Vesubio. Les pondré un
poquitín de blanco, como corresponde; y además les irá bien a los limones y a
las uvas -. Y levantó el vuelo, dejando a Carlos solo en aquella sala helada
y enorme, tan lejana, entregado a sus combinaciones con los pedazos de hielo,
pensando y cavilando hasta sorberse los sesos. Permanecía inmóvil y envarado;
se le hubiera tomado por una estatua de hielo.
Y he aquí que Margarita franqueó la puerta del
palacio. Soplaban en él vientos cortantes, pero cuando la niña rezó su
oración vespertina, se calmaron como si les entrara sueño; y ella avanzó por
las enormes salas frías y desiertas: ¡allí estaba Carlos! Lo reconoció
enseguida, se le arrojó al cuello y, abrazándolo fuertemente,
exclamó:
- ¡Carlos! ¡Mi Carlitos querido! ¡Al fin te
encontré!
Pero él seguía inmóvil, tieso y frío; y entonces
Margarita lloró lágrimas ardientes, que cayeron sobre su pecho y penetraron
en su corazón, derritiendo el témpano de hielo y destruyendo el trocito de
espejo. Él la miró, y la niña se puso a cantar:
Florecen en el valle las rosas.
¡Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Entonces Carlos prorrumpió en lágrimas; lloraba
de tal modo, que el granito de espejo le salió flotando del ojo. Reconoció a
la niña y gritó alborozado:
- ¡Margarita, mi querida Margarita! ¿Dónde
estuviste todo este tiempo? ¿Y dónde he estado yo? -. Y miraba a su
alrededor-. ¡Qué frío hace aquí! ¡Qué grande es esto y qué desierto! -. Y se
agarraba a Margarita, que de alegría reía y lloraba a la vez. El espectáculo
era tan conmovedor, que hasta los témpanos se pusieron a bailar, y cuando se
sintieron cansados y volvieron a echarse, lo hicieron formando la palabra
que, según la Reina de las Nieves, podía hacerlo señor de sí mismo y darle el
mundo entero y un par de patines además.
Margarita lo besó en las mejillas, y éstas
cobraron color; lo besó en los ojos, que se volvieron brillantes como los de
ella; lo besó en las manos y los pies, y el niño quedó sano y contento. Ya
podía volver la Reina de las Nieves; su carta de emancipación quedaba escrita
con relucientes témpanos de hielo.
Cogidos de la mano, los niños salieron del enorme
palacio, hablando de la abuelita y de las rosas del tejado; y dondequiera que
fuesen, al punto amainaba el viento y salía el sol. Al llegar al arbusto de
las bayas rotas, vieron al reno que los aguardaba, en compañía de una hembra
con las ubres llenas, que dio a los niños su tibia leche y los besó en la
boca. Acto seguido condujeron a Carlos y Margarita a la casa de la mujer
finesa, en cuya caldeada habitación se reconfortaron, y la mujer les indicó
el camino de su patria. Hicieron también escala en la choza de la lapona, que
entretanto había cosido vestidos para ellos y reparado sus trineos.
La pareja de renos, saltando a su lado, los
siguió hasta la frontera del país, donde brotaba la primera hierba; allí se
despidieron de los animales y de la lapona.
- ¡Adiós! -se dijeron todos-. Y las primeras
avecillas piaron, el bosque tenía yemas verdes, y de su espesor salió un
soberbio caballo, que Margarita reconoció - era el que había tirado de la
dorada carroza -, montado por una muchacha que llevaba la cabeza cubierta con
un rojo y reluciente gorro, y pistolas al cinto. Era la hija de los bandidos,
que harta de los suyos, se dirigía hacia el Norte, resuelta a encaminarse
luego a otras regiones si aquélla no la convencía. Reconoció inmediatamente a
Margarita, y ésta a ella, con gran alegría de ambas.
- ¡Valiente mocito, que se marchó tan lejos!
-dijo a Carlitos- Me gustaría saber si te mereces que vayan a buscarte al fin
del mundo.
Pero Margarita, dándole unos golpecitos en las
mejillas, le preguntó por el príncipe y la princesa.
- Se fueron a otras tierras -dijo la muchacha.
- ¿Y la corneja?
- La corneja murió. Ahora la domesticada es viuda
y va con un hilo de lana negra en la pata; no hace más que lamentarse, aunque
todo es comedia. Pero cuéntame qué fue de ti y cómo lo pescaste.
Margarita y Carlos se lo contaron.
- ¡Y colorín colorado, vuestro cuento se ha
acabado! -dijo la pequeña bandolera; y, cogiendo a los dos de la mano, les
prometió visitarlos si algún día iba a su ciudad; dicho esto, se marchó por
esos mundos.
Carlos y Margarita continuaron cogidos de la
mano, y, según avanzaban, surgía la primavera con flores y follaje; las
campanas de las iglesias repicaban, y los niños reconocieron las altas torres
y la gran ciudad natal. Se dirigieron a la puerta de la abuelita, subieron
las escaleras y entraron en el cuarto, donde todo seguía como antes, en su
mismo lugar. El reloj decía "¡tic, tac!," y las agujas giraban;
pero al pasar la puerta se dieron cuenta de que se habían vuelto personas
mayores. Las rosas del terrado florecían entrando, por la abierta ventana, y
a su lado estaban aún sus sillitas de niños, Carlos y Margarita se sentaron
cada cual en la suya, sin soltarse las manos. Habían olvidado, como si hubiese
sido un sueño de pesadilla, la magnificencia gélida y desierta del palacio de
la Reina de las Nieves. La abuelita, sentada a la clara luz del sol de Dios,
leía la Biblia en voz alta: "Si no os volvéis como los niños, no
entraréis en el reino de los cielos."
Carlos y Margarita se miraron a los ojos y de
pronto comprendieron la vieja canción:
Florecen en el valle las rosas.
¡Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Y permanecieron sentados, mayores y, sin embargo,
niños, niños por el corazón. Y llegó el verano, el verano caluroso y bendito.
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SYVENDE HISTORIE.
Hvad der skete i
snedronningens slot, og hvad der siden skete.
Slottets vægge var af den fygende sne og vinduer og døre af de
skærende vinde; der var over hundrede sale, alt ligesom sneen føg, den
største strakte sig mange mil, alle belyste af de stærke nordlys, og de var
så store, så tomme, så isnende kolde og så skinnende. Aldrig kom her
lystighed, ikke engang så meget, som et lille bjørnebal, hvor stormen kunne
blæse op, og isbjørnene gå på bagbenene og have fine manerer; aldrig et lille
spilleselskab med munddask og slå på lappen; aldrig en lille smule
kaffekommers af de hvide rævefrøkner; tomt, stort og koldt var det i
snedronningens sale. Nordlysene blussede så nøjagtigt, at man kunne tælle sig
til, når de var på det højeste, og når de var på det laveste. Midt derinde i
den tomme uendelige snesal var der en frossen sø; den var revnet i tusinde
stykker, men hvert stykke var så akkurat lig det andet, at det var et helt
kunststykke; og midt på den sad snedronningen, når hun var hjemme, og så
sagde hun, at hun sad i forstandens spejl, og at det var det eneste og bedste
i denne verden.
Lille Kay var ganske blå af kulde, ja næsten sort, men han mærkede det
dog ikke, for hun havde jo kysset kuldegyset af ham, og hans hjerte var så
godt som en isklump. Han gik og slæbte på nogle skarpe flade isstykker, som
han lagde på alle mulige måder, for han ville have noget ud deraf; det var
ligesom når vi andre har små træplader og lægger disse i figurer, der kaldes
det kinesiske spil. Kay gik også og lagde figurer, de allerkunstigste, det
var forstands-isspillet; for hans øjne var figurerne ganske udmærkede og af
den allerhøjeste vigtighed; det gjorde det glaskorn, der sad ham i øjet! han
lagde hele figurer, der var et skrevet ord, men aldrig kunne han finde på at
lægge det ord, som han just ville, det ord: Evigheden, og snedronningen havde
sagt: "Kan du udfinde mig den figur, så skal du være din egen herre, og
jeg forærer dig hele verden og et par nye skøjter." Men han kunne ikke.
"Nu suser jeg bort til de varme lande!" sagde snedronningen,
"jeg vil hen og kigge ned i de sorte gryder!" - Det var de
ildsprudende bjerge, Etna og Vesuv, som man kalder dem. - "Jeg skal
hvidte dem lidt! det hører til; det gør godt oven på citroner og
vindruer!" og så fløj snedronningen, og Kay sad ganske ene i den mange
mil store tomme issal og så på isstykkerne og tænkte og tænkte, så det
knagede i ham, ganske stiv og stille sad han, man skulle tro han var frosset
ihjel.
Da var det, at den lille Gerda trådte ind i slottet gennem den store
port, der var skærende vinde; men hun læste en aftenbøn, og da lagde vindene
sig, som de ville sove, og hun trådte ind i de store, tomme kolde sale - da
så hun Kay, hun kendte ham, hun fløj ham om halsen, holdt ham så fast og
råbte: "Kay! søde lille Kay! så har jeg da fundet dig!"
Men han sad ganske stille, stiv og kold; - da græd den lille Gerda
hede tårer, de faldt på hans bryst, de trængte ind i hans hjerte, de optøede
isklumpen og fortærede den lille spejlstump derinde; han så på hende og hun
sang salmen:
"Roserne vokser i dale,
der får vi barn Jesus i tale!"
Da brast Kay i gråd; han græd, så spejlkornet trillede ud af øjnene,
han kendte hende og jublede: "Gerda! søde lille Gerda! - hvor har du dog
været så længe? Og hvor har jeg været?" Og han så rundt om sig.
"Hvor her er koldt! hvor her er tomt og stort!" og han holdt sig
fast til Gerda, og hun lo og græd af glæde; det var så velsignet, at selv
isstykkerne dansede af glæde rundt om og da de var trætte og lagde sig, lå de
netop i de bogstaver, som snedronningen havde sagt, han skulle udfinde, så
var han sin egen herre, og hun ville give ham hele verden og et par nye
skøjter.
Og Gerda kyssede hans kinder, og de blev blomstrende; hun kyssede hans
øjne, og de lyste som hendes, hun kyssede hans hænder og fødder, og han var
sund og rask. Snedronningen måtte gerne komme hjem: Hans fribrev stod skrevet
der med skinnende isstykker.
Og de tog hinanden i hænderne og vandrede ud af det store slot; de
talte om bedstemoder og om roserne oppe på taget; og hvor de gik, lå vindene
ganske stille og solen brød frem; og da de nåede busken med de røde bær, stod
rensdyret der og ventede; det havde en anden ung ren med, hvis yver var
fuldt, og den gav de små sin varme mælk og kyssede dem på munden. Så bar de
Kay og Gerda først til finnekonen, hvor de varmede sig op i den hede stue og
fik besked om hjemrejsen, så til lappekonen, der havde syet dem nye klæder og
gjort sin slæde i stand.
Og rensdyret og den unge ren sprang ved siden og fulgte med, lige til
landets grænse, der tittede det første grønne frem, der tog de afsked med
rensdyret og med lappekonen. "Farvel!" sagde de alle sammen. Og de
første små fugle begyndte at kvidre, skoven havde grønne knopper, og ud fra
den kom ridende på en prægtig hest, som Gerda kendte (den havde været spændt
for guldkareten) en ung pige med en skinnende rød hue på hovedet og pistoler
foran sig; det var den lille røverpige, som var ked af at være hjemme og
ville nu først nord på og siden af en anden kant, dersom hun ikke blev
fornøjet. Hun kendte straks Gerda, og Gerda kendte hende, det var en glæde.
"Du er en rar fyr til at traske om!" sagde hun til lille
Kay; "jeg gad vide, om du fortjener, man løber til verdens ende for din
skyld!"
Men Gerda klappede hende på kinden, og spurgte om prins og prinsesse.
"De er rejste til fremmede lande!"
sagde røverpigen.
"Men kragen?" spurgte den lille Gerda.
"Ja kragen er død!" svarede hun.
"Den tamme kæreste er blevet enke og går med en stump sort uldgarn om
benet; hun klager sig ynkeligt og vrøvl er det hele! - Men fortæl mig nu,
hvorledes det er gået dig, og hvorledes du fik fat på ham!"
Og Gerda og Kay fortalte begge to.
"Og snip-snap-snurre-basselurre!" sagde røverpigen, tog dem
begge to i hænderne og lovede, at hvis hun engang kom igennem deres by, så
ville hun komme op at besøge dem, og så red hun ud i den vide verden, men Kay
og Gerda gik hånd i hånd, og som de gik, var det et dejligt forår med
blomster og grønt; kirkeklokkerne ringede, og de kendte de høje tårne, den
store by, det var i den de boede, og de gik ind i den og hen til bedstemoders
dør, op ad trappen, ind i stuen, hvor alt stod på samme sted som før, og uret
sagde: "dik! dik!" og viseren drejede; men idet de gik igennem
døren, mærkede de, at de var blevet voksne mennesker. Roserne fra tagrenden
blomstrede ind af de åbne vinduer, og der stod de små børnestole, og Kay og
Gerda satte sig på hver sin og holdt hinanden i hænderne, de havde glemt som en
tung drøm den kolde tomme herlighed hos snedronningen. Bedstemoder sad i Guds
klare solskin og læste højt af Bibelen: "Uden at I bliver som børn,
kommer I ikke i Guds rige!"
Og Kay og Gerda så hinanden ind i øjnene, og de forstod på én gang den
gamle salme:
"Roserne vokser i dale,
der får vi barn Jesus i tale."
Der sad de begge to voksne og dog børn, børn i hjertet, og det var
sommer, den varme, velsignede sommer.
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Nota: agradeceríamos infinitamente sus comentarios al contenido del cuento y/o a su traducción.
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