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lunes, 10 de febrero de 2014

Cuentos de Andersen: La Reina de las Nieves 7/7 (bilingüe castellano-danés, historia en siete episodios)

Autoras/es: Hans Cristian Andersen
La Reina de las Nieves (Snedronningen) es un cuento de hadas escrito por Hans Christian Andersen. El cuento fue publicado por primera vez en el año 1845, y se centra en la lucha entre el bien y el mal vivida por dos niños, Kai y Gerda.
(Fecha original del cuento: 1845) 
SÉPTIMO EPISODIO: Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió


SÉPTIMO EPISODIO
Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió

Los muros del castillo eran de nieve compacta, y sus puertas y ventanas estaban hechas de cortantes vientos; había más de cien salones, dispuestos al albur de las ventiscas, y el mayor tenía varias millas de longitud. Los iluminaba la refulgente aurora boreal, y eran todos ellos espaciosos, vacíos, helados y brillantes. Nunca se celebraban fiestas en ellos, ni siquiera un pequeño baile de osos, en que la tempestad hubiera podido actuar de orquesta y los osos polares, andando sobre sus patas traseras, exhibir su porte elegante. Nunca una reunión social, con sus manotazos a la boca y golpes de zarpa; nunca un té de blancas raposas: todo era desierto, inmenso y gélido en los salones de la Reina de las Nieves. Las auroras boreales flameaban tan nítidamente, que podía calcularse con exactitud cuándo estaban en su máximo y en su mínimo. En el centro de aquella interminable sala desierta había un lago helado, roto en mil pedazos, tan iguales entre sí que el conjunto resultaba una verdadera obra de arte. En medio se sentaba la Reina de las Nieves cuando residía en su palacio; decía entonces que estaba sentada en el espejo de la razón, y que éste era el único y el mejor espejo del mundo.
Carlitos estaba amoratado de frío, casi negro; pero no se daba cuenta, pues ella lo había hecho besar por la helada, y su corazón era como un témpano de hielo. Se entretenía arrastrando cortantes pedazos de hielo llanos y yuxtaponiéndolos de todas las maneras posibles para formar con ellos algo determinado, como cuando nosotros combinamos piezas de madera y reconstituimos figuras: lo que llamamos un rompecabezas. El muchacho obtenía diseños extremadamente ingeniosos; era el gran rompecabezas helado de la inteligencia. Para él, aquellas figuras eran perfectas y tenían grandísima importancia; y todo por el granito de hielo que tenía en el ojo. Combinaba figuras que eran una palabra escrita, pero de ningún modo lograba componer el único vocablo que le interesaba: ETERNIDAD. Sin embargo, la Reina de las Nieves le había dicho: - Si consigues componer esta figura, serás señor de ti mismo y te regalaré el mundo entero y un par de patines por añadidura -. Pero no había modo.
- Tengo que marcharme a las tierras cálidas -dijo la Reina de las Nieves-. Quiero echar un vistazo a los pucheros de hierro. Se refería a los volcanes que nosotros llamamos Etna y Vesubio. Les pondré un poquitín de blanco, como corresponde; y además les irá bien a los limones y a las uvas -. Y levantó el vuelo, dejando a Carlos solo en aquella sala helada y enorme, tan lejana, entregado a sus combinaciones con los pedazos de hielo, pensando y cavilando hasta sorberse los sesos. Permanecía inmóvil y envarado; se le hubiera tomado por una estatua de hielo.
Y he aquí que Margarita franqueó la puerta del palacio. Soplaban en él vientos cortantes, pero cuando la niña rezó su oración vespertina, se calmaron como si les entrara sueño; y ella avanzó por las enormes salas frías y desiertas: ¡allí estaba Carlos! Lo reconoció enseguida, se le arrojó al cuello y, abrazándolo fuertemente,
exclamó:
- ¡Carlos! ¡Mi Carlitos querido! ¡Al fin te encontré!
Pero él seguía inmóvil, tieso y frío; y entonces Margarita lloró lágrimas ardientes, que cayeron sobre su pecho y penetraron en su corazón, derritiendo el témpano de hielo y destruyendo el trocito de espejo. Él la miró, y la niña se puso a cantar:
Florecen en el valle las rosas.
¡Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Entonces Carlos prorrumpió en lágrimas; lloraba de tal modo, que el granito de espejo le salió flotando del ojo. Reconoció a la niña y gritó alborozado:
- ¡Margarita, mi querida Margarita! ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Y dónde he estado yo? -. Y miraba a su alrededor-. ¡Qué frío hace aquí! ¡Qué grande es esto y qué desierto! -. Y se agarraba a Margarita, que de alegría reía y lloraba a la vez. El espectáculo era tan conmovedor, que hasta los témpanos se pusieron a bailar, y cuando se sintieron cansados y volvieron a echarse, lo hicieron formando la palabra que, según la Reina de las Nieves, podía hacerlo señor de sí mismo y darle el mundo entero y un par de patines además.
Margarita lo besó en las mejillas, y éstas cobraron color; lo besó en los ojos, que se volvieron brillantes como los de ella; lo besó en las manos y los pies, y el niño quedó sano y contento. Ya podía volver la Reina de las Nieves; su carta de emancipación quedaba escrita con relucientes témpanos de hielo.
Cogidos de la mano, los niños salieron del enorme palacio, hablando de la abuelita y de las rosas del tejado; y dondequiera que fuesen, al punto amainaba el viento y salía el sol. Al llegar al arbusto de las bayas rotas, vieron al reno que los aguardaba, en compañía de una hembra con las ubres llenas, que dio a los niños su tibia leche y los besó en la boca. Acto seguido condujeron a Carlos y Margarita a la casa de la mujer finesa, en cuya caldeada habitación se reconfortaron, y la mujer les indicó el camino de su patria. Hicieron también escala en la choza de la lapona, que entretanto había cosido vestidos para ellos y reparado sus trineos.
La pareja de renos, saltando a su lado, los siguió hasta la frontera del país, donde brotaba la primera hierba; allí se despidieron de los animales y de la lapona.
- ¡Adiós! -se dijeron todos-. Y las primeras avecillas piaron, el bosque tenía yemas verdes, y de su espesor salió un soberbio caballo, que Margarita reconoció - era el que había tirado de la dorada carroza -, montado por una muchacha que llevaba la cabeza cubierta con un rojo y reluciente gorro, y pistolas al cinto. Era la hija de los bandidos, que harta de los suyos, se dirigía hacia el Norte, resuelta a encaminarse luego a otras regiones si aquélla no la convencía. Reconoció inmediatamente a Margarita, y ésta a ella, con gran alegría de ambas.
- ¡Valiente mocito, que se marchó tan lejos! -dijo a Carlitos- Me gustaría saber si te mereces que vayan a buscarte al fin del mundo.
Pero Margarita, dándole unos golpecitos en las mejillas, le preguntó por el príncipe y la princesa.
- Se fueron a otras tierras -dijo la muchacha.
- ¿Y la corneja?
- La corneja murió. Ahora la domesticada es viuda y va con un hilo de lana negra en la pata; no hace más que lamentarse, aunque todo es comedia. Pero cuéntame qué fue de ti y cómo lo pescaste.
Margarita y Carlos se lo contaron.
- ¡Y colorín colorado, vuestro cuento se ha acabado! -dijo la pequeña bandolera; y, cogiendo a los dos de la mano, les prometió visitarlos si algún día iba a su ciudad; dicho esto, se marchó por esos mundos.
Carlos y Margarita continuaron cogidos de la mano, y, según avanzaban, surgía la primavera con flores y follaje; las campanas de las iglesias repicaban, y los niños reconocieron las altas torres y la gran ciudad natal. Se dirigieron a la puerta de la abuelita, subieron las escaleras y entraron en el cuarto, donde todo seguía como antes, en su mismo lugar. El reloj decía "¡tic, tac!," y las agujas giraban; pero al pasar la puerta se dieron cuenta de que se habían vuelto personas mayores. Las rosas del terrado florecían entrando, por la abierta ventana, y a su lado estaban aún sus sillitas de niños, Carlos y Margarita se sentaron cada cual en la suya, sin soltarse las manos. Habían olvidado, como si hubiese sido un sueño de pesadilla, la magnificencia gélida y desierta del palacio de la Reina de las Nieves. La abuelita, sentada a la clara luz del sol de Dios, leía la Biblia en voz alta: "Si no os volvéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos."
Carlos y Margarita se miraron a los ojos y de pronto comprendieron la vieja canción:

Florecen en el valle las rosas.
¡Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!

Y permanecieron sentados, mayores y, sin embargo, niños, niños por el corazón. Y llegó el verano, el verano caluroso y bendito.
SYVENDE HISTORIE.
Hvad der skete i snedronningens slot, og hvad der siden skete.

Slottets vægge var af den fygende sne og vinduer og døre af de skærende vinde; der var over hundrede sale, alt ligesom sneen føg, den største strakte sig mange mil, alle belyste af de stærke nordlys, og de var så store, så tomme, så isnende kolde og så skinnende. Aldrig kom her lystighed, ikke engang så meget, som et lille bjørnebal, hvor stormen kunne blæse op, og isbjørnene gå på bagbenene og have fine manerer; aldrig et lille spilleselskab med munddask og slå på lappen; aldrig en lille smule kaffekommers af de hvide rævefrøkner; tomt, stort og koldt var det i snedronningens sale. Nordlysene blussede så nøjagtigt, at man kunne tælle sig til, når de var på det højeste, og når de var på det laveste. Midt derinde i den tomme uendelige snesal var der en frossen sø; den var revnet i tusinde stykker, men hvert stykke var så akkurat lig det andet, at det var et helt kunststykke; og midt på den sad snedronningen, når hun var hjemme, og så sagde hun, at hun sad i forstandens spejl, og at det var det eneste og bedste i denne verden.

Lille Kay var ganske blå af kulde, ja næsten sort, men han mærkede det dog ikke, for hun havde jo kysset kuldegyset af ham, og hans hjerte var så godt som en isklump. Han gik og slæbte på nogle skarpe flade isstykker, som han lagde på alle mulige måder, for han ville have noget ud deraf; det var ligesom når vi andre har små træplader og lægger disse i figurer, der kaldes det kinesiske spil. Kay gik også og lagde figurer, de allerkunstigste, det var forstands-isspillet; for hans øjne var figurerne ganske udmærkede og af den allerhøjeste vigtighed; det gjorde det glaskorn, der sad ham i øjet! han lagde hele figurer, der var et skrevet ord, men aldrig kunne han finde på at lægge det ord, som han just ville, det ord: Evigheden, og snedronningen havde sagt: "Kan du udfinde mig den figur, så skal du være din egen herre, og jeg forærer dig hele verden og et par nye skøjter." Men han kunne ikke.

"Nu suser jeg bort til de varme lande!" sagde snedronningen, "jeg vil hen og kigge ned i de sorte gryder!" - Det var de ildsprudende bjerge, Etna og Vesuv, som man kalder dem. - "Jeg skal hvidte dem lidt! det hører til; det gør godt oven på citroner og vindruer!" og så fløj snedronningen, og Kay sad ganske ene i den mange mil store tomme issal og så på isstykkerne og tænkte og tænkte, så det knagede i ham, ganske stiv og stille sad han, man skulle tro han var frosset ihjel.

Da var det, at den lille Gerda trådte ind i slottet gennem den store port, der var skærende vinde; men hun læste en aftenbøn, og da lagde vindene sig, som de ville sove, og hun trådte ind i de store, tomme kolde sale - da så hun Kay, hun kendte ham, hun fløj ham om halsen, holdt ham så fast og råbte: "Kay! søde lille Kay! så har jeg da fundet dig!"

Men han sad ganske stille, stiv og kold; - da græd den lille Gerda hede tårer, de faldt på hans bryst, de trængte ind i hans hjerte, de optøede isklumpen og fortærede den lille spejlstump derinde; han så på hende og hun sang salmen:

"Roserne vokser i dale,
der får vi barn Jesus i tale!"

Da brast Kay i gråd; han græd, så spejlkornet trillede ud af øjnene, han kendte hende og jublede: "Gerda! søde lille Gerda! - hvor har du dog været så længe? Og hvor har jeg været?" Og han så rundt om sig. "Hvor her er koldt! hvor her er tomt og stort!" og han holdt sig fast til Gerda, og hun lo og græd af glæde; det var så velsignet, at selv isstykkerne dansede af glæde rundt om og da de var trætte og lagde sig, lå de netop i de bogstaver, som snedronningen havde sagt, han skulle udfinde, så var han sin egen herre, og hun ville give ham hele verden og et par nye skøjter.

Og Gerda kyssede hans kinder, og de blev blomstrende; hun kyssede hans øjne, og de lyste som hendes, hun kyssede hans hænder og fødder, og han var sund og rask. Snedronningen måtte gerne komme hjem: Hans fribrev stod skrevet der med skinnende isstykker.

Og de tog hinanden i hænderne og vandrede ud af det store slot; de talte om bedstemoder og om roserne oppe på taget; og hvor de gik, lå vindene ganske stille og solen brød frem; og da de nåede busken med de røde bær, stod rensdyret der og ventede; det havde en anden ung ren med, hvis yver var fuldt, og den gav de små sin varme mælk og kyssede dem på munden. Så bar de Kay og Gerda først til finnekonen, hvor de varmede sig op i den hede stue og fik besked om hjemrejsen, så til lappekonen, der havde syet dem nye klæder og gjort sin slæde i stand.

Og rensdyret og den unge ren sprang ved siden og fulgte med, lige til landets grænse, der tittede det første grønne frem, der tog de afsked med rensdyret og med lappekonen. "Farvel!" sagde de alle sammen. Og de første små fugle begyndte at kvidre, skoven havde grønne knopper, og ud fra den kom ridende på en prægtig hest, som Gerda kendte (den havde været spændt for guldkareten) en ung pige med en skinnende rød hue på hovedet og pistoler foran sig; det var den lille røverpige, som var ked af at være hjemme og ville nu først nord på og siden af en anden kant, dersom hun ikke blev fornøjet. Hun kendte straks Gerda, og Gerda kendte hende, det var en glæde.

"Du er en rar fyr til at traske om!" sagde hun til lille Kay; "jeg gad vide, om du fortjener, man løber til verdens ende for din skyld!"

Men Gerda klappede hende på kinden, og spurgte om prins og prinsesse.

"De er rejste til fremmede lande!" sagde røverpigen.

"Men kragen?" spurgte den lille Gerda.

"Ja kragen er død!" svarede hun. "Den tamme kæreste er blevet enke og går med en stump sort uldgarn om benet; hun klager sig ynkeligt og vrøvl er det hele! - Men fortæl mig nu, hvorledes det er gået dig, og hvorledes du fik fat på ham!"

Og Gerda og Kay fortalte begge to.

"Og snip-snap-snurre-basselurre!" sagde røverpigen, tog dem begge to i hænderne og lovede, at hvis hun engang kom igennem deres by, så ville hun komme op at besøge dem, og så red hun ud i den vide verden, men Kay og Gerda gik hånd i hånd, og som de gik, var det et dejligt forår med blomster og grønt; kirkeklokkerne ringede, og de kendte de høje tårne, den store by, det var i den de boede, og de gik ind i den og hen til bedstemoders dør, op ad trappen, ind i stuen, hvor alt stod på samme sted som før, og uret sagde: "dik! dik!" og viseren drejede; men idet de gik igennem døren, mærkede de, at de var blevet voksne mennesker. Roserne fra tagrenden blomstrede ind af de åbne vinduer, og der stod de små børnestole, og Kay og Gerda satte sig på hver sin og holdt hinanden i hænderne, de havde glemt som en tung drøm den kolde tomme herlighed hos snedronningen. Bedstemoder sad i Guds klare solskin og læste højt af Bibelen: "Uden at I bliver som børn, kommer I ikke i Guds rige!"

Og Kay og Gerda så hinanden ind i øjnene, og de forstod på én gang den gamle salme:

"Roserne vokser i dale,
der får vi barn Jesus i tale."

Der sad de begge to voksne og dog børn, børn i hjertet, og det var sommer, den varme, velsignede sommer.




Nota: agradeceríamos infinitamente sus comentarios al contenido del cuento y/o a su traducción.

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Dificultad de Aprendizaje de las Matemáticas

(Fecha original del artículo: Febrero 2009)

 *Profesora Asociada. Psicóloga Jurídica en la Universidad de Vigo

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viernes, 7 de febrero de 2014

Cuentos de Andersen: La Reina de las Nieves 6/7 (bilingüe castellano-danés, historia en siete episodios)

Autoras/es: Hans Cristian Andersen
La Reina de las Nieves (Snedronningen) es un cuento de hadas escrito por Hans Christian Andersen. El cuento fue publicado por primera vez en el año 1845, y se centra en la lucha entre el bien y el mal vivida por dos niños, Kai y Gerda.
(Fecha original del cuento: 1845) 
SEXTO EPISODIO: La lapona y la finesa



SEXTO EPISODIO
La lapona y la finesa


Hicieron alto frente a una casita de aspecto muy pobre. El tejado llegaba hasta el suelo, y la puerta era tan baja que, para entrar y salir, la familia tenía que arrastrarse. Nadie había en la casa, aparte una vieja lapona que cocía pescado en una lámpara de aceite. El reno contó toda la historia de Margarita, aunque después de haber relatado la propia, que estimaba mucho más importante. La niña estaba tan aterida de frío, que no podía hablar.
- ¡Pobres! -dijo la mujer lapona-. ¡Lo que os queda aún por andar! Tenéis que correr centenares de millas antes de llegar a Finlandia, que es donde vive la Reina de las Nieves, y todas las noches enciende un castillo de fuegos artificiales. Escribiré unas líneas sobre un bacalao seco, pues papel no tengo, y lo entregaréis a la finesa de allá arriba. Ella podrá informaros mejor que yo.
Y cuando Margarita se hubo calentado y saciado el hambre y la sed, la mujer escribió unas palabras en un bacalao seco y, recomendando a la niña que cuidase de no perderlo, lo ató al reno, el cual reemprendió la carrera. "¡P-ff! ¡P-ff!," seguía rechinando en el cielo; y durante toda la noche lucieron magníficas auroras boreales azules. Luego llegaron a Finlandia, y llamaron a la chimenea de la mujer finesa, ya que puerta no había.
La temperatura del interior era tan elevada, que la misma finesa iba casi desnuda; era menuda y en extremo sucia. Se apresuró a quitar los vestidos a Margarita, así como los mitones y botas, ya que de otro modo el calor se le habría hecho insoportable; puso un pedazo de hielo sobre la cabeza del reno y luego leyó las líneas escritas en el bacalao. Las leyó por tres veces, hasta que se las hubo aprendido de memoria, y a continuación echó el pescado en el caldero de la sopa, pues era perfectamente comestible, y aquella mujer a todo le hallaba su aplicación.
Entonces el reno empezó a contar su historia y después la de Margarita. La mujer finesa se limitaba a pestañear, sin decir una palabra.
- Eres muy lista -dijo el reno-. Sé que puedes atar todos los vientos del mundo con una hebra. Cuando el marino suelta uno de los cabos, tiene viento favorable; si suelta otro, el viento arrecia, y si deja el tercero y el cuarto, entonces se levanta una tempestad que derriba los árboles. ¿No querrías procurar a esta niña un elixir que le dé la fuerza de doce hombres y le permita dominar a la Reina de las Nieves?
- ¡La fuerza de doce hombres! -dijo la finesa-. No creo que sirviera de gran cosa -. Y, dirigiéndose a un anaquel, cogió una piel arrollada y la desenrolló. Había escritas en ella unas letras misteriosas, y la mujer se puso a leer con tanto esfuerzo, que el sudor le manaba de la frente.
Pero el reno rogó con tanta insistencia en pro de Margarita, y ésta miró a la mujer con ojos tan suplicantes y llenos de lágrimas, que la finesa volvió a pestañear y se llevó al animal a un rincón, donde le dijo al oído, mientras le ponía sobre la cabeza un nuevo pedazo de hielo:
- En efecto, es verdad: Carlitos está aún junto a la Reina de las Nieves, a pleno gusto y satisfacción, persuadido de que es el mejor lugar del mundo. Pero ello se debe a que le entró en el corazón una astilla de cristal, y en el ojo, un granito de hielo. Hay que empezar por extraérselos; de lo contrario, jamás volverá a ser como una persona, y la Reina de las Nieves conservará su poder sobre él.
- ¿Y no puedes tú dar algún mejunje a Margarita, para que tenga poder sobre todas esas cosas?
- No puede darle más poder que el que ya posee. ¿No ves lo grande que es? ¿No ves cómo la sirven hombres y animales, y lo lejos que ha llegado, a pesar de ir descalza? Su fuerza no puede recibirla de nosotros; está en su corazón, por ser una niña cariñosa e inocente. Si ella no es capaz de llegar hasta la Reina de las Nieves y extraer el cristal del corazón de Carlos, nosotros nada podemos hacer. A dos millas de aquí empieza el jardín de la Reina; tú puedes llevarla hasta allí; déjala cerca de un gran arbusto que crece en medio de la nieve y está lleno de bayas rojas, y no te entretengas contándole chismes; vuélvete aquí enseguida.
Dicho esto, la finesa montó a Margarita sobre el reno, el cual echó a correr a toda velocidad.
- ¡Oh, me dejé los zapatitos! ¡Y los mitones! -exclamó Margarita al sentir el frío cortante; pero el reno no se atrevió a detenerse y siguió corriendo hasta llegar al arbusto de las bayas rojas. Una vez en él, hizo que la niña se apease y la besó en la boca, mientras por sus mejillas resbalaban grandes y relucientes lágrimas; luego emprendió el regreso a galope tendido. La pobre Margarita se quedó allí descalza y sin guantes, en medio de aquella gélida tierra de Finlandia.
Echó a correr de frente, tan deprisa como le era posible. Vino entonces todo un ejército de copos de nieve; pero no caían del cielo, el cual aparecía completamente sereno y brillante por la aurora boreal. Los copos de nieve corrían por el suelo, y cuanto más se acercaban, más grandes eran. Margarita se acordó de lo grandes y bonitos que le habían parecido cuando los contempló a través de una lente; sólo que ahora eran todavía mucho mayores y más pavorosos; tenían vida, eran los emisarios de la Reina de las Nieves. Presentaban las formas más extrañas; unos parecían enormes y feos erizos; otros, arañas apelotonadas que sacaban las cabezas; otros eran como gordos ositos de pelo hirsuto; pero todos tenían un brillo blanco y todos eran vivos.
Margarita rezó un padrenuestro, y el frío era tan intenso, que podía ver su propia respiración, que le salía de la boca en forma de vapor. Y el vapor se hacía cada vez más denso, hasta adoptar la figura de angelitos radiantes, que iban creciendo a medida que se acercaban a la tierra; todos llevaban casco en la cabeza, y lanza y escudo en las manos. Su número crecía constantemente, y cuando Margarita hubo terminado su padrenuestro, la rodeaba todo un ejército. Con sus lanzas picaban los horribles copos, haciéndolos estallar en cien pedazos, y Margarita avanzaba segura y contenta.
Los ángeles le acariciaban manos y pies, con lo que ella sentía menos el frío; y se dirigió rápidamente al palacio de la Reina de las Nieves.
Pero veamos ahora cómo lo pasaba Carlos, quien no pensaba, ni mucho menos, en Margarita, ni sospechaba siquiera que estuviese frente al palacio.


SJETTE HISTORIE.
Lappekonen og finnekonen.

De holdt stille ved et lille hus; det var så ynkeligt; taget gik ned til jorden, og døren var så lav, at familien måtte krybe på maven, når den ville ud eller ind. Her var ingen hjemme uden en gammel lappekone, der stod og stegte fisk ved en tranlampe; og rensdyret fortalte hele Gerdas historie, men først sin egen, for det syntes, at den var meget vigtigere, og Gerda var så forkommen af kulde, at hun ikke kunne tale.

"Ak, I arme stakler!" sagde lappekonen, "da har I langt endnu at løbe! I må af sted over hundrede mil ind i Finmarken, for der ligger snedronningen på landet og brænder blålys hver evige aften. Jeg skal skrive et par ord på en tør klipfisk, papir har jeg ikke, den skal jeg give eder med til finnekonen deroppe, hun kan give eder bedre besked, end jeg!"

Og da nu Gerda var blevet varmet og havde fået at spise og drikke, skrev lappekonen et par ord på en tør klipfisk, bad Gerda passe vel på den, bandt hende igen fast på rensdyret og det sprang af sted. "Fut! fut!" sagde det oppe i luften, hele natten brændte de dejligste blå nordlys; - og så kom de til Finmarken og bankede på finnekonens skorsten, for hun havde ikke engang dør.

Der var en hede derinde, så finnekonen selv gik næsten ganske nøgen; lille var hun og ganske grumset; hun løsnede straks klæderne på lille Gerda, tog bælgvanterne og støvlerne af, for ellers havde hun fået det for hedt, lagde rensdyret et stykke is på hovedet og læste så, hvad der stod skrevet på klipfisken; hun læste det tre gange, og så kunne hun det udenad og puttede fisken i madgryden, for den kunne jo godt spises, og hun spildte aldrig noget.

Nu fortalte rensdyret først sin historie, så den lille Gerdas, og finnekonen plirede med de kloge øjne, men sagde ikke noget.

"Du er så klog," sagde rensdyret; "jeg ved, du kan binde alle verdens vinde i en sytråd; når skipperen løser den ene knude, får han god vind, løser han den anden, da blæser det skrapt, og løser han den tredje og fjerde, da stormer det, så skovene falder om. Vil du ikke give den lille pige en drik, så hun kan få tolv mands styrke og overvinde snedronningen."

"Tolv mands styrke," sagde finnekonen; "jo, det vil godt forslå!" og så gik hun hen på en hylde, tog et stort sammenrullet skind frem, og det rullede hun op; der var skrevet underlige bogstaver derpå, og finnekonen læste, så vandet haglede ned af hendes pande.

Men rensdyret bad igen så meget for den lille Gerda, og Gerda så med så bedende øjne, fulde af tårer, på finnekonen, at denne begyndte igen at plire med sine og trak rensdyret hen i en krog, hvor hun hviskede til det, medens det fik frisk is på hovedet:

"Den lille Kay er rigtignok hos snedronningen og finder alt der efter sin lyst og tanke og tror, det er den bedste del af verden, men det kommer af, at han har fået en glassplint i hjertet og et lille glaskorn i øjet; de må først ud, ellers bliver han aldrig til menneske, og snedronningen vil beholde magten over ham!"

"Men kan du ikke give den lille Gerda noget ind, så hun kan få magt over det hele?"

Sjette historie.
Lappekonen og finnekonen.

De holdt stille ved et lille hus; det var så ynkeligt; taget gik ned til jorden, og døren var så lav, at familien måtte krybe på maven, når den ville ud eller ind. Her var ingen hjemme uden en gammel lappekone, der stod og stegte fisk ved en tranlampe; og rensdyret fortalte hele Gerdas historie, men først sin egen, for det syntes, at den var meget vigtigere, og Gerda var så forkommen af kulde, at hun ikke kunne tale.

"Ak, I arme stakler!" sagde lappekonen, "da har I langt endnu at løbe! I må af sted over hundrede mil ind i Finmarken, for der ligger snedronningen på landet og brænder blålys hver evige aften. Jeg skal skrive et par ord på en tør klipfisk, papir har jeg ikke, den skal jeg give eder med til finnekonen deroppe, hun kan give eder bedre besked, end jeg!"

Og da nu Gerda var blevet varmet og havde fået at spise og drikke, skrev lappekonen et par ord på en tør klipfisk, bad Gerda passe vel på den, bandt hende igen fast på rensdyret og det sprang af sted. "Fut! fut!" sagde det oppe i luften, hele natten brændte de dejligste blå nordlys; - og så kom de til Finmarken og bankede på finnekonens skorsten, for hun havde ikke engang dør.

Der var en hede derinde, så finnekonen selv gik næsten ganske nøgen; lille var hun og ganske grumset; hun løsnede straks klæderne på lille Gerda, tog bælgvanterne og støvlerne af, for ellers havde hun fået det for hedt, lagde rensdyret et stykke is på hovedet og læste så, hvad der stod skrevet på klipfisken; hun læste det tre gange, og så kunne hun det udenad og puttede fisken i madgryden, for den kunne jo godt spises, og hun spildte aldrig noget.

Nu fortalte rensdyret først sin historie, så den lille Gerdas, og finnekonen plirede med de kloge øjne, men sagde ikke noget.

"Du er så klog," sagde rensdyret; "jeg ved, du kan binde alle verdens vinde i en sytråd; når skipperen løser den ene knude, får han god vind, løser han den anden, da blæser det skrapt, og løser han den tredje og fjerde, da stormer det, så skovene falder om. Vil du ikke give den lille pige en drik, så hun kan få tolv mands styrke og overvinde snedronningen."

"Tolv mands styrke," sagde finnekonen; "jo, det vil godt forslå!" og så gik hun hen på en hylde, tog et stort sammenrullet skind frem, og det rullede hun op; der var skrevet underlige bogstaver derpå, og finnekonen læste, så vandet haglede ned af hendes pande.

Men rensdyret bad igen så meget for den lille Gerda, og Gerda så med så bedende øjne, fulde af tårer, på finnekonen, at denne begyndte igen at plire med sine og trak rensdyret hen i en krog, hvor hun hviskede til det, medens det fik frisk is på hovedet:

"Den lille Kay er rigtignok hos snedronningen og finder alt der efter sin lyst og tanke og tror, det er den bedste del af verden, men det kommer af, at han har fået en glassplint i hjertet og et lille glaskorn i øjet; de må først ud, ellers bliver han aldrig til menneske, og snedronningen vil beholde magten over ham!"

"Men kan du ikke give den lille Gerda noget ind, så hun kan få magt over det hele?"

"Jeg kan ikke give hende større magt, end hun allerede har! ser du ikke, hvor stor den er? Ser du ikke, hvor mennesker og dyr må tjene hende, hvorledes hun på bare ben er kommet så vel frem i verden. Hun må ikke af os vide sin magt, den sidder i hendes hjerte, den sidder i, hun er et sødt uskyldigt barn. Kan hun ikke selv komme ind til snedronningen og få glasset ud af lille Kay, så kan vi ikke hjælpe! To mil herfra begynder snedronningens have, derhen kan du bære den lille pige; sæt hende af ved den store busk, der står med røde bær i sneen, hold ikke lang faddersladder og skynd dig her tilbage!" Og så løftede finnekonen den lille Gerda op på rensdyret, der løb alt, hvad det kunne.

"Oh, jeg fik ikke mine støvler! jeg fik ikke mine bælgvanter!" råbte den lille Gerda, det mærkede hun i den sviende kulde, men rensdyret turde ikke standse, det løb, til det kom til den store busk med de røde bær; der satte det Gerda af, kyssede hende på munden, og der løb store, blanke tårer ned over dyrets kinder, og så løb det, alt hvad det kunne, igen tilbage. Der stod den stakkels Gerda uden sko, uden handsker, midt i det frygtelige iskolde Finmarken.

Hun løb fremad, så stærkt hun kunne; da kom der et helt regiment snefnug; men de faldt ikke ned fra himlen, den var ganske klar og skinnede af nordlys; snefnuggene løb lige hen ad jorden, og jo nærmere de kom, des større blev de; Gerda huskede nok, hvor store og kunstige de havde set ud, dengang hun så snefnuggene gennem brændglasset, men her var de rigtignok anderledes store og frygtelige, de var levende, de var snedronningens forposter; de havde de underligste skikkelser; nogle så ud som fæle store pindsvin, andre, som hele knuder af slanger, der stak hovederne frem, og andre, som små tykke bjørne på hvem hårene struttede, alle skinnende hvide, alle var de levende snefnug.

Da bad den lille Gerda sit fadervor, og kulden var så stærk at hun kunne se sin egen ånde; som en hel røg stod den hende ud af munden; ånden blev tættere og tættere og den formede sig til små klare engle, der voksede mere og mere, når de rørte ved jorden; og alle havde de hjelm på hovedet og spyd og skjold i hænderne; de blev flere og flere, og da Gerda havde endt sit fadervor, var der en hel legion om hende; de huggede med deres spyd på de gruelige snefnug så de sprang i hundrede stykker, og den lille Gerda gik ganske sikker og frejdig frem. Englene klappede hende på fødderne og på hænderne, og så følte hun mindre, hvor koldt det var, og gik rask frem mod snedronningens slot.

Men nu skal vi først se, hvorledes Kay har det. Han tænkte rigtignok ikke på lille Gerda, og allermindst at hun stod uden for slottet.

 Nota: agradeceríamos infinitamente sus comentarios al contenido del cuento y/o a su traducción.

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