(Fecha original: 2001)
Mi papá enfermó en el mes de
abril de 1950 y murió el 3 de septiembre de ese mismo año. Yo iba a 5º grado
del colegio del Barrio Caferatta, con el maestro Zanotti, en el turno tarde. En
medio del invierno porteño, en los primeros días del mes de Julio, las visitas
de los médicos y especialistas se sucedía casi sin cesar para intentar
encontrar cura a la enfermedad de mi papá.
Mi regreso del colegio seguramente molestaba todo el movimiento de la
casa, por lo cual se llegó a un acuerdo con una familia amiga de la calle (o
avenida, nunca supe bien) Castañares, donde fui casi dos meses a tomar la
merienda y dejar pasar las horas hasta las ocho de la noche, cuando volvía a mi casa.
Los Risotto era un matrimonio italiano con dos hijas. Don Estanilao nunca supe bien de que se ocupaba –hacía algo con las manos, carpintería, tapicería o quizá haya sido hojalatero- mientras que doña María atendía la casa, junto a sus dos hijas. La mayor se llamaba Juana y era definitivamente fea: usaba lentes muy gruesos y tenía temibles verrugas en la cara. Lo único que deseaba era que Juana no me saludase con un beso, por temor a que sus verrugas no me transmitiesen alguna enfermedad como la de mi papá, que se estaba muriendo. La menor le decían La Negra y era muy linda. Con los años supe que La Negra había sido adoptada por los Risotto, creo que en Córdoba.
Las Risotto estaban siempre trabajando con
ropa. Cosían, bordaban o arreglaban prendas propias y creo que de algunos
clientes. Mi llegada a la casa de Castañares estaba enmarcada por el silencio;
no se podía hacer ruido porque era la hora en que las tres mujeres escuchaban
la novela de la tarde. Por
entonces, no habiendo televisión aún, las radionovelas eran el gran
entretenimiento de la gente. Roberto Escalada y Oscar Casco eran los
galanes de entonces y había un pacto de silencio –mientras transcurría la
audición- que solamente se podía romper
cuando venían “los cortes comerciales” donde pasaban avisos de jabones de tocador,
especialmente de Lux y Palmolive.
Cuando estaban los avisos alguna de las
dos hermanas se levantaba de la mesa de costura y me servían “la leche” que
habitualmente era apenas cortada con un chorro de café o con un alimento de
aquellos tiempos que se llamaba Ovomaltina. Comía algunos pedazos de pan y
manteca. Algunas veces había galletitas imperiales. Cuando terminaba el
capítulo de la novela alguna de ellas me preguntaba como me había ido en el
colegio. “Bien” contestaba siempre y esperaba el fatídico ¿querés empezar
con los deberes? Que pocas veces
aceptaba porque prefería ir a la terraza, arrancar pelotitas del paraíso cuyas
ramas entraban en la casa y con mi hondera, que llevaba escondida en la cintura
del pantalón, tirarle a los pibes que pasaban por Castañares o por Santander,
porque la casa de los Risotto daba a las dos calles. No porque fuese demasiado
grande sino porque allí se juntaban las dos calles paralelas, aunque las reglas
matemáticas asegurasen que “las paralelas no se juntan”. A la terraza se subía
por la escalera del patio y a mitad de camino había un descanso con una piecita
donde guardaban cachivaches y funcionaba también como tallercito de Don
Estanilao.
Algunas veces, no muchas, mientras yo
hacía tiempo llegaba el novio de la Negra. Se llamaba Miguel y laburaba en un Banco, situación muy
apreciada por la gente mayor: “En el Banco está la guita ... dónde vas a
estar mejor que allí “. El novio bancario, con una incipiente calvicie
merodeaba por el patio lleno de macetas. El también respetaba los silencios impuestos
por las radionovelas y yo creía adivinar que en sus bolsillos abultados tenía
la guita del Banco, pero seguramente fuese un pañuelo. Juana no tenía novio.
Después que murió mi papá volví algunas
veces a la casa de los Risotto. Pero no a quedarme sino a llevarles frascos de
berenjenas en escabeche que les mandaba mi mamá. Quizá para devolverles, de
alguna manera, aquellas tardes de radionovelas, silencios y Ovomaltina.
Mario Marazzi - 2001
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