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miércoles, 30 de enero de 2013

Cuento: En la misma noche

Autoras/es: Carlos Santiago (*)
(Fecha original del artículo: Enero 2002)
Esa noche debía resplandecer el amor. Luis miraba a Elena con ojos curiosos, sabiendo que la muchacha trataba de excitarlo con sus desplantes y sus risas en los semitonos sombríos de aquel rancho en Polonio, donde la desnudez de su malla la hacía más bella. Sus miradas se cruzaron otra vez y Luis lo supo. Ella también quería hacerlo.
La noche estaba estrellada y la luna - en ese marco de soledad y fuerza natural, plena de los sonidos lejanos y cercanos de la lobería – provocaba una luminosidad blanca pero despareja. Estaba allí colgada como un foco enorme que solo hesitaba los sentidos. También se escuchaba, tenue, el sonido del viento que movía las hojas de los achaparrados arbustos del monte natural.
Luis había llegado esa mañana luego del largo peregrinar por la playa, sin un objetivo cierto. Por ello, cuando apareció Elena, el esfuerzo sobre la arena de aquella playa inclinada llena de la fetidez de animales muertos, tuvo un sentido.
Sus miradas se cruzaron una vez y otra en la pequeñez de aquel rancho, tan vetusto como deprimente. A Luis le asombraba la boca de aquella muchacha, esa alegría sensual que le surgía en cada movimiento, cuando se acercaba para llenar una y otra vez su vaso con vino.
-¿Tú eres Elena? – inquirió Luis, tratando de entablar un primer contacto con la bella muchacha.

-¿Y tú Luis?
-¡Tú eres la luna, la que está arriba no compite!
Ella se alejó con una sonrisa alegre que fluía también desde sus ojos café. El pensó en besar sus senos redondos, en extraerle de alrededor de su cuerpo aquella pequeña braga para sucumbir en su sexo.
2

No brillaba la luna. No más. El cielo parecía una cúpula oscura que se convertía en un gigantesco círculo. Allí bajo la pequeña lona estaba la desolación que viene después de la desesperanza. La quietud bajo la enormidad, en aquel lugar remoto. La soledad buscada, la paz ronroneante arrullada por el sonido de las monótonas olas de un mar en calma. El mundo estaba fuera, allí dentro la paz, una tranquilidad infinita que tiene al final un punto. Solo había que esperar el momento, envolviendo la mente en volutas extrañas para aplacar los sentidos, para que ningún hálito de vida quisiera resurgir haciendo reaparecer alguna necesidad vital. Lentamente ese todo llegaría, metiéndose definitivamente en esa cúpula oscura, infinita. ¡Para siempre!.

3
El vino era mucho, pero no suficiente. Luis seguía deseando, cada vez más y más, a Elena. El brillo de sus ojos café, la fuerza de su alegría; se imaginaba sobre ella, besándola hasta que el sueño todo lo aplacara, haciendo olvidar por un momento la pasión. Fantaseaba con los dos cuerpos envueltos en sudor y babas, ya sentía aquel olor a sexo, a felicidad inmoderada, reflejo de una pasión que llega, se mitiga en el sueño, pero nunca se va. Queda para siempre gravada en los recuerdos para resurgir, de golpe, en cualquier momento de una existencia quebrantada por la soledad.
La noche languidecía. La luna había girado de su pedestal tratando de encontrarse otra vez su diario destino, ese círculo lejano pero firme en su contorno, en que todas las mañanas se zambulle. Elena se acercó lentamente con sus cafés cansados, pero resplandeciente. Todavía allí estaba la mujer con sus turgencias maravillosas. Me miró, quiso hablar, dudó, y profirió el silencio. Estiró su mano y tomó una mía. Quería que juntos saliéramos del rancho. Fuera se modificaron los olores. De la mugre ácida y los sudores al fuerte aroma a mar, al inconfundible de los lobos.
Elena en silencio se acurrucó bajo uno de mis brazos. Caminábamos sin rumbo, reconociendo nuestros cuerpos, haciendo escapar por cada uno de nuestros poros los fluidos del deseo.
4

Había que dar el paso sublime, olvidando a los demás. Tratar de que cada sentido se fuera aplacando dentro de una lenta y vetusta monotonía. Como deteniendo por partes un reloj que igualmente seguía latiendo pero cada vez más lentamente, hasta que el fin se convirtiera en un todo y la paz en la gloria alcanzada. No había que confundirse, el dolor del cuerpo o los temores de la desdicha de los demás eran flaquezas a combatir. Como la luna había que hundirse en ese fin, para no reaparecer ni la mañana siguiente, ni la otra. Nunca más.
5
Los cuerpos estaban enredados y sudorosos. Elena, se mostraba espléndida, me había halagado, superando mis mejores ensueños. El aroma del amor surgía del entremezclado de los sexos, ella en el mío, con una pasión desbordada, yo en el de ella. La única testigo de todo aquello había sido la luna que ya se zambullía en su fase final, preanunciando la aparición de la luz y con ella la vida.
6
Olvidar a los demás, aplacar todos los sentidos para sosegar lentamente el tic tac. En el momento final hacer un esfuerzo supremo para acallar todo, buscando en ese punto el destino definitivo. ¿Para qué esta existencia? La paz definitiva deja cerradas todas las posibilidades del sufrimiento, de la traición, del dolor por los demás. El hombre debe desaparecer solo, igual que cuando nace, abriéndose camino desde el útero materno. ¿Para qué continuar esa lucha desigual, esa loca carrera hacia la misma nada, si el final siempre es el mismo? Mimetizarse en la gran y nocturna campana que solo es surcada todas las noches por la luna. Acallar de una vez por todas el tic tac.
7
El sol estaba reapareciendo por el este, lanzando un cúmulo de iniciales rayos verdes. La luna había cumplido nuevamente su ciclo y ganaba tiempo para resurgir junto con la noche próxima. Luis y Elena sobre la húmeda arena de la playa, tomados de la mano, repasaban un intercambio lleno de sensaciones, una relación vital plena, exclusiva de la noche donde la apariencia de soledad acerca más a los humanos. Llegaba el día y con él las incidencias de la vida. Obligaciones viejas y nuevas, olores aplacados por una sociedad que uniformiza hasta los fluidos humanos. Convenciones y conveniencias, dramas y monedas, colores y brillos. Luis y Elena comenzaron recién a verse. Los cafés de ella eran algo más oscuros. Sus labios, que había besado infinitas veces, más gruesos. Era bella, grandiosamente bella, pero la luz comenzó a envolverlo todo.
-Me tengo que ir...es otro día...
-Claro – dijo Luis.
La vida continuaba. Más allá en una carpa metida entre dos achaparrados arbustos Sebastián había logrado acallar para siempre su tic tac.

(*) Escritor y periodista uruguayo. Libros publicados, entre otros: Las orillas del miedo (meta novela), Los testaferros (novela), Contornos imprecisos y otros cuentos (cuentos).
Este cuento es de )

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