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lunes, 22 de octubre de 2012

Ética el poder y moral de la emergencia III

Autoras/es: Marcia Collazo (*)
(Fecha original del artículo: Octubre 2012)
Hemos analizado en anteriores artículos el peculiar fenómeno de lo que Roig denomina moralidad de la emergencia, una suerte de poder colectivo, tan viejo como la humanidad y tan misterioso e impredecible como un súbito fenómeno de la naturaleza...
"Muramos, pues,
Muramos, pues,
Para nosotros los dioses están realmente muertos".
Libros de los Coloquios de los Doce.
Hemos analizado en anteriores artículos el peculiar fenómeno de lo que Roig denomina moralidad de la emergencia, una suerte de poder colectivo, tan viejo como la humanidad y tan misterioso e impredecible como un súbito fenómeno de la naturaleza, que a la manera de gigantesca ola subterránea va socavando los cimientos aparentemente sólidos de los edificios construidos por las diversas totalidades opresivas que, a lo largo y a lo ancho de la historia han surgido, traduciéndose en éticas que, en algún momento o circunstancia, se viven, se sienten y se convierten en la envoltura perenne del abuso y la dominación.

La protesta es la reacción más o menos espontánea o natural de los seres humanos ante esas pirámides institucionales que se van alzando por sobre la cotidianidad de la vida y de la muerte, y que, por una u otra razón, no tienen en cuenta los verdaderos requerimientos de la gente lisa y llana que transcurre, sueña y se rebusca, se pregunta y a veces se contesta, se desconcierta y se atemoriza, hasta el día en que se resuelve y se revuelve contra el poder que la deshumaniza.
Claro que ese revolverse puede demorar años, y en esos años suele consumirse la única oportunidad de vida digna de generaciones enteras de personas. Sin embargo, y acaso por eso mismo, la protesta es la fuerza unívoca, soterrada, que otorga significado a todos y cada uno de los movimientos libertarios de nuestra sufrida humanidad, desde los más remotos tiempos de su gesta. Se trata de una de las formas de la moral, la más subjetiva o íntima, implícita y visceral, la que late en el corazón de las colectividades, allí donde los hombres y las mujeres se congregan, se miran y, tal como lo expresa José Martí “unos a otros se van diciendo cómo son”. Ese encuentro, traducido en un rumor repetido, permanente, de conocimiento y autorreconocimiento, es uno de los instantes supremos de la moral de la emergencia. Momento en el que nacen o brotan las ideas hermanadas en un único anhelo de realización integral como seres humanos. Momento fundante en el que resuena la voz de los que no han tenido, hasta entonces, voz.

Podríamos preguntarnos, en un contexto filosófico, cómo pudo ser posible el fenómeno de la conquista. ¿Cómo pudo acontecer que imperios tan poderosos como el de los aztecas y los incas (en ese orden) hayan sido arrasados de un plumazo por un puñado de españoles mal vestidos, mal comidos y para nada seguros de contar con el favor de la suerte y la esperanza de la victoria?


Divide et impera
Es cierto que el conquistador poseía la superioridad de las armas; tal como lo expresa el historiador Nathal Watchel, contaban con “espadas de acero contra lanzas de obsidiana, armaduras de metal contra túnicas forradas de algodón, arcabuces contra arcos y flechas, caballería contra infantería”. Pero así y todo, eran uno contra diez, uno contra cien, uno contra quién sabe cuántos, tampoco eran dioses –aunque alguno así lo creyera al principio de esta historia-, y sus arcabuces no podían compararse ni en sueños con las metralletas contemporáneas.

De manera que la victoria no se debió, ni pudo deberse, a la pretendida valentía temeraria de aquel español renacentista ni a la estulticia del indio americano, sino a la vieja discordia interna que dividía al mundo indígena. Ya lo dijo César en su momento: “Divide y reinarás”. Después de César lo repitieron los aztecas; después, los incas, y al final, los españoles, que venían, en el fondo, como recién caídos del catre. La división interna de los nativos de esta tierra obedecía ni más ni menos que a las pulsiones y pasiones que suelen acometer a todos los hombres. Se trataba de ese sentimiento de ambición que, para Hobbes, sólo se termina con la muerte; de manera que, por un lado se hallaban disgregados y enemistados entre ellos mismos, y por el otro, creyeron que la llegada del español podía servir para reforzar sus respectivas posiciones de dominio, en caso de que lograran contar con el apoyo de éste. Para enredar aún más la madeja, debe mencionarse a los grupos sometidos, que vieron en el arribo de los blancos barbudos una buena oportunidad para liberarse de la dominación de aquellos reyes indígenas a quienes veían (con justa razón) como tiranos.

Así ocurrió en México, en donde los totonacas se rebelaron contra Moctezuma; y así pasó en el Perú, donde la facción de Huáscar, así como los grupos de cañaris y huancas, se unieron a Pizarro. El desenlace de semejante maraña de cálculos, estrategias y planes es de sobra conocido, pero para los indios significó la llegada del fin del mundo: hubo espirales de violencia que ensangrentaron calles, campos y ríos, incendios de cuanta cosa pueda quemarse, arabescos de humo negro que llegaron a tocar las nubes, pillajes y violaciones de todo género que llenaron de gritos y alaridos el aire. Pero lo peor era el mensaje filosófico existencial: la derrota, el dolor, el mal y el sufrimiento acaecidos eran la evidencia de que sus dioses habían muerto. Y ya se sabe que si los dioses de los hombres mueren, muere también la parte más sagrada de los hombres, la que cree en ellos, los piensa, los convoca. La que fortalece el alma y alienta la esperanza, en suma.

Entre las historias que circularon en boca de los indios, están las crónicas de los Andes, del Inca Titu Cusi Yupangui . Según éstas, la gente andaba diciendo que habían llegado a su tierra unas personas muy diferentes a ellos, que parecían viracochas; con lo cual se estaban refiriendo al Creador de todas las cosas, principio hacedor de todo lo que es. Y por otra parte, los indios veían al caballo y se referían a él como una enorme “animalía de pies de plata”, aludiendo así al relumbrar de las herraduras, y veían también cómo los españoles “hablaban a solas en unos paños blancos”, de la misma manera en que una persona habla con otra, y leían en libros y escribían cartas. Todo lo cual, por inexplicable, tenía que ser divino, por lo menos en apariencia, en una primera impresión, como quien dice; antes de que tales extrañas criaturas se dedicaran a cometer todo tipo de brutalidades y excesos que desenmascararon su verdadera condición.
Lo dicho hasta aquí no pretende reducir la cuestión al mero relato de lo que todos, más o menos, conocemos sobre los episodios de la conquista española en América, sino que la pregunta problemática es la siguiente: ¿en qué medida esos episodios, actitudes y significaciones del mundo, con todo su bagaje de catástrofe, incidieron en la conformación de nuestras mentalidades y actitudes actuales, como americanos?
Sobre todo, ¿dónde se queda la moral de la emergencia? ¿No será que los dioses se murieron en verdad, de una vez para siempre, arrastrando con su muerte lo que nos quedaba de humano?
Veremos en próximos artículos que, afortunadamente, la verdad parece ser un poco más compleja.



(*) Escritora, poeta, ensayista, profesora de Historia de las Ideas en América

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