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jueves, 26 de abril de 2012

EL CUERPO DE LA POBREZA. Vicente Zito Lema

Autoras/es: Vicente Zito Lema
(Fecha original del artículo: Verano de 2009)
Ser en la pobreza, en la desmesura sufriente de un ser
entre las sombras de su existencia. En la desmesura
absoluta de las pasiones tristes que lo desviven y en la
desesperación tan ávida como lejana de la felicidad, un
territorio más que utópico, apenas ilusorio.
Ser en la pobreza, en la irracionalidad de una época de
pobreza que deviene por fuera del sentido trasmitido como
lo vero humano.
Ser en la pobreza, con una lógica y en
una estrategia para responder a una necesidad urdida en el
consumo de la vida, donde la pobreza también se consume
como fruto maldito, como vacío descarnado del otro,
como certeza del peligro que encarna el otro… en tanto
espejo de una existencia sólo posible en el horror.
Ser en la pobreza, ser madera en la hogera sin límites,
donde siempre sopla el viento que aviva las llamas pero
también alerta a la vida; ser en la pobreza, como si
alguien, pese a todo, pudiera sastisfacer un mandato
propio de los antiguos dioses, de los héroes sin tiempo…
Ser en la pobreza, cuando la vida y la muerte, en tanto
actos del bien y del mal que la corporizan, la vuelven
pensable, tangible, fatalmente material. Ser en la pobreza,
estar allí, sin otra salida que quemar las naves y decir
– entre risas, pánico y desafíos– : ¡vengan por mí, yo ya
fui!

Hay un aire que asfixia, un agua que ahoga, una luz que
oscurece sin escándalo. Sin que se altere el dictado
manifiesto de la ley: pulcro en las formas, corrupto en su
génesis, siniestro en su anclaje… Se permite una sospecha
de la verdad, sólo en los límites que imponen las
estrategias legitimadas por el poder sobre el saber
científico: impolutas, objetivas, desapasionadas… sin
espacio para involucrarse con la verdad de ese cuerpo que
se observa y se investiga mientras el cuerpo se martiriza.
Hay, en definitiva, un mundo de lo real que apesta por sus
cuatro costados, una luz de lo impuesto de lo real que
oscurece la luz de la vida, sin que la belleza deje de
suspirar entre las nubes de un cielo que brilla lejos de esa
tierra opacada, privada de amor, en la que apenas acontece
el ser de la pobreza, sin más consuelo que una rápida
agonía.
Es un espacio cotidiano, ganado por el miedo, paralizado
por el terror, acrítico, donde todo se naturaliza con una
ligereza que espanta, donde la representación de la vida se
confunde con la vida misma, en el espasmo angustiante de
la existencia. El dolor del ser en la pobreza será
minimizado, o peor aún, encerrado en la categoría de
castigo divino, de aprendizaje cruel pero merecido. En
cuanto a la humillación que sufre el ser en la pobreza, se
provoca un fenómeno de descalificación a partir del propio
lenguaje. La palabra se tensa como un látigo para azotar el
alma… sin escándalo.
Más allá de escondrijos y urdimbres del pensamiento, se
trata de entender que el ser de la pobreza se manifiesta en
la realidad social como el ser en el cuerpo (un cuerpo que
en armonía bienechora pudo convertirse en la casa del
alma…).
He ahí sin tapujos la realidad del ser en la pobreza, aquello
que lo constituye y también lo diferencia: su existencia se
da en el espacio y en las prácticas de un cuerpo, que lo
produce y lo contiene en sí, el cuerpo de la pobreza. Para
el ser, puesto allí y sin poder salir de allí, por fuera del
cuerpo de la pobreza no habrá existencia. (Por más que lo
necesite, aunque su deseo se convierta en plegaria, en
blasfemia o en delirio.)
Todavía más: ese cuerpo, humano y no humano, nunca
acabado en su martirio y en su aprendizaje, resulta el
verdadero ser, la realidad manifiesta de la pobreza en la
construcción trágica de la existencia.
Ese cuerpo de la pobreza, ese sujeto sin metáforas ni
lenguaje que lo encubran, es un espacio permanente de la
contradicción, donde se produce a cara de perro el
histórico combate entre la vida y la muerte (que en algún
discurso se personifica en Eros y Tánatos, creando y
destruyendo, o si se recurre a la música habrá que
memorar los acordes de la luz y las tinieblas. ¡Fragor!,
¡Fragor!)

Hay un cuerpo como lluvia de cenizas. Hay un cuerpo
material para que la idea de la pobreza desnude su
impotencia. El cuerpo del ser en la derrota: el cuerpo del
fracaso de la historia como sueño humano. Ese cuerpo
excluído de los atributos de su mismidad, porque el
reconocimiento del cuerpo del otro se agotó en la práctica
de la usura.
Hay un cuerpo que anda por el mundo, sin espacio en el
mundo. Sombra y fantasma. Un cuerpo demandado,
sometido, ultrajado, amputado, violado, abusado,
despreciado, disciplinado, torturado, condenado en el
hacer y en el no hacer. (¡Palos por si bogas y palos por si
no bogas!)
Ese cuerpo testigo de la vida como agonía de la vida.
Ese cuerpo sujeto de la agonía, ese cuerpo territorio de la
agonía, como si fuera todo el cielo y toda la tierra…
Ese cuerpo que narra –minucioso, exasperante…–
la historia del propio dolor humano.
Ese cuerpo de la pobreza sirviente de otras vidas que
existen a partir de su vida, y al que se le exige (mientras se
lo aleja, se lo exilia, se lo niega) la más preciada conducta
de vida en el vivir de otra vida, privilegiada como única y
elegida vida, desde el bien de la razón y el bien del
corazón. O sea: un espacio de representación, unas reglas
de acción legitimadas por sí y en sí, que rechazan
drásticamente todo lo que huela a cuestionamiento, a
simple diferencias en el saber y en los sentimientos, ni
siquiera se podrá imaginar por fuera de lo imaginado sin
que ocurra el castigo.

El cuerpo de la pobreza ha sido puesto fuera del tiempo.
Ha sido puesto fuera de sí. Es un acontecimiento sin
especificidad ni distinción. Amorfo y eterno.
Ese cuerpo de hombre, de niño… Ese cuerpo de mujer
irrepetible pasará a ser una ola en el mar, un cuerpo en el
sinfín de los cuerpos, en el agotamiento de la pobreza.
Un cuerpo de mujer, maldito y malnacido, objeto de la ira
de cualquier dios que se precie, pasto donde come el
Maligno, cama donde fornican todos los demonios de la
tierra y del infierno.

Ese cuerpo de la mujer de la pobreza, primero violado en
la impunidad de la cultura y después despreciado y penado
si no acepta los efectos secundarios de “la susodicha
violación según la boca de la dicente”, que “aquí fecha la
denuncia sin aportar mayores pruebas”, más que “su ropa
desgarrada, moretones fuertes en la cara y varias
cuchilladas en el cuerpo de la susodicha”…

Ese cuerpo, esa pobreza, esa mujer (y ahora se habla de la
figura de Madre y el cuestionamiento de las conductas
puestas fuera del imaginario representativo –¡Oh, Mater
amantísima!–), que se deberá juzgar, castigar, demonizar,
desde la Ley, la religion y la moral, cuando somete su
cuerpo sometido a un nuevo sometimiento.
Trastocada la realidad desde su representación cultural la
violada violará y la victima es victimaria; todas las fuerzas
del mundo caen sobre el cuerpo de la pobreza, si vende o
si alquila su cuerpo, o lo permuta (sea en una parte o en el
todo, sea el vientre o la vagina, por hora, por días, hasta
que la muerte separe su cuerpo, o hasta la mismísima
eternidad), si castiga su cuerpo, si entrega a la muerte su
cuerpo o los frutos de su cuerpo…
El cuerpo de la pobreza será el horror –y el alma de ese
cuerpo también será penada, por el peor pecado cometido
con horror–, si abortó a su hijo aún en el trance del crimen
que sufrió, si abandona a su hijo en el terror de la pobreza
que la invalida, si lo vende o lo alquila por dinero o por
desesperación… Así también se prolongará el horror si se
aprovecha del humilde, del frágil fruto de ese vientre y lo
obliga a trabajar, a mendigar, a robar, a dejarse violar y
quedarse con las migajas en el tan provechoso, como
protegido, comercio de la prostitución… O si grita o llora
a más no poder por ese hijo que pierde el cuerpo de la
pobreza, la mujer de la pobreza más pobre, en el medio de
una noche sin belleza, ni piedad, ni olvido, esa noche
que siempre será la noche… Sin escándalo.

El que pregunta ya sabe. El que calla también sabe.
¿Quién se arroga lanzar la primera piedra?
O mejor: ¿quién se arrima al cuerpo de la pobreza para
destruir, junto a él, la pobreza que vive para que viva la
riqueza, esa riqueza que sólo vive en la riqueza, viviendo
de la pobreza, así como el mal vive en el mal y la muerte
en la muerte, así como el mal y la muerte existen en la
riqueza…?
Hemos vivido y ahora podemos preguntar:
¿Quién habla del amor desde el desamor…?
¿Quién exige lo justo al que fue obligado a sobrevivir en
la perpetuidad de lo injusto?
¿Quién trasciende la agonía cuando la soledad llama a la
soledad?
¿Cómo pedir palabras al sufriente en su lengua cortada,
decisión crítica al que fue saqueado hasta en su conciencia
y obligado a bajar la cabeza hasta que sus ojos se
confunden con el suelo?
¿Gestos de piedad a quien fue llevado a las rastras al
matadero, como si allí lo esperara la pira de la bendición?
¿Qué fue de la dicha? ¿Cómo se perdió la inocencia
prometida? ¿Acaso nuestra alma daba para más…?
Las nubes… Las nubes… Esas nubes que mueven el cielo
sin glorias…


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