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viernes, 14 de octubre de 2011

LA MADRE (II-12). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki


Julio 2011. Recibe sepultura la joven Mónica Carrión R., 18 años, 
de Otura (Granada), tras una brutal paliza que le propinó su novio
Aquellas exequias silenciosas, sin popes ni canciones que oprimieran el alma, aquellos rostros pensativos y ceños fruncidos, iban despertando en la madre un sentimiento de espanto, y su pensamiento giraba con lentitud, revistiendo sus impresiones con melancólicas palabras.
Pocos sois los que estáis en favor de la verdad...
Iba caminando, con la cabeza baja, y le parecía que no enterraban a Egor, sino a alguna cosa, habitual, querida e indispensable para ella. Se sentía triste, angustiada ... Se le llenaba el corazón de un sentimiento áspero e inquietante de desacuerdo con las gentes que acompañaban a Egor.
Claro está -pensaba-, que Egor no creía en Dios, ni ninguno de éstos tampoco cree...
Pero no quería terminar su pensamiento y suspiraba deseando aliviarse el alma de aquel peso.
¡Ay, Señor, Señor mío Jesucristo! ¿Será posible que a mí también...?
(Fecha original: 1907)



Al día siguiente, por la mañana, algunas decenas de hombres y de mujeres se hallaban a las puertas del hospital, esperando a que sacasen el ataúd del camarada muerto. En torno de ellos rondaban cautos los agentes de la policía secreta, captando con su fino oído las exclamaciones aisladas y grabándose en la memoria caras, ademanes y palabras, mientras, desde el otro lado de la calle, les observaba un grupo de guardias con revólver al cinto. La desvergüenza de los agentes, las sonrisas irónicas de los guardias dispuestos a mostrar su fuerza, irritaban a la muchedumbre. Unos escondían su cólera y bromeaban; otros miraban a tierra con aire sombrío, tratando de no advertir aquella actitud insultante; otros, más incapaces de reprimir su ira, se mofaban de los representantes del poder, que temían a gente sin más armas que la palabra. El cielo azul pálido de otoño iluminaba la calle empedrada de grises guijarros redondos y salpicada de amarillas hojas, que el viento, al barrerlas, arrojaba a los pies de los transeúntes.
La madre, entre la multitud, observaba las caras conocidas, pensando tristemente:
Sois pocos, ¡pocos!, y apenas hay obreros ...
Se abrió la verja y sacaron a la calle la tapa del féretro, con coronas y cintas rojas.
Los hombres se descubrieron a un tiempo, y fue como si sobre sus cabezas hubiera alzado el vuelo una bandada de pájaros negros. Un oficial de policía, de alta estatura, con poblados bigotes oscuros en la cara roja, avanzó presuroso entre la multitud; tras él marchaban soldados, empujando sin miramiento a la gente y haciendo sonar ruidosamente contra el empedrado sus pesadas botas. El oficial, con voz ronca y autoritaria, dijo:
- ¡Hagan el favor de quitar esas cintas!
Hombres y mujeres le rodearon en compacto círculo, le decían algo manoteando agitados y dándose empujones unos a otros. Ante los ojos de la madre aparecían y desaparecían rostros pálidos, excitados, de labios temblorosos; por las mejillas de una mujer corrían lágrimas de agravio.
- ¡Abajo la violencia! -gritó una voz joven, que se perdió solitaria en el fragor de la disputa.
La madre también sentía amargura en su corazón y, dirigiéndose a un joven pobremente vestido que estaba a su lado, le dijo indignada:
- ¡Ni siquiera se deja a las personas que entierren a un camarada como les dé la gana! ¿Qué es esto?
La hostilidad iba en aumento, la tapa del féretro vacilaba por encima de las cabezas, jugaba el viento con las cintas, tapando cabezas y rostros, y se percibía el seco y nervioso frufrú de la seda.
La madre, dominada por el miedo a un posible choque, dirigía apresuradamente, sin alzar la voz, palabras a derecha y a izquierda:
- ¡Dejadles, ya que se empeñan; podríais quitar las cintas! Debemos ceder... ¡qué más da!
Una voz fuerte y airada resonó, dominando todos los ruidos:
- ¡Exigimos que no nos impidan acompañar a su última morada a un hombre martirizado por vosotros...!
Alguien, con voz alta y aguda, cantó:
Entraremos en el combate ...
- ¡Hagan el favor de quitar las cintas! ¡Yákovlev, córtalas!
Oyóse el chasquido de un sable al salir de la vaina. La madre cerró los ojos, esperando un grito. Pero se hizo el silencio; los hombres gruñían, enseñando los dientes, como lobos acosados. Luego, callados, muy inclinada la cabeza, avanzaron llenando la calle con el rumor de sus pasos.
Delante, flotaba en el aire la tapa del ataúd, despojada, con las coronas deshechas; los guardias marchaban, balanceándose a ambos lados, a lomos de sus caballos. La madre iba por la acera; no podía ver el ataúd, a causa del gentío que lo rodeaba y que crecía insensiblemente hasta llenar todo el ancho de la calle. Detrás de la multitud, se alzaban también las grises figuras de los jinetes; guardias a pie, con las manos en la empuñadura de los sables, flanqueaban el cortejo, y por todas partes brillaban fugaces las miradas agudas de los de la secreta, conocidas para la madre, escrutando con atención las caras de la gente.
Adiós, camarada, adiós... -cantaron tristemente dos bellas voces.
- ¡Silencio! -resonó un grito-. ¡Vamos a callar, señores!
Había en el grito aquel un algo severo, imponente. La triste canción se interrumpió y el rumor de las conversaciones se hizo más tenue; solamente los firmes golpes de las pisadas sobre las piedras llenaban la calle de un ruido monótono y sordo. Se alzaba por encima de las cabezas, perdiéndose en el cielo transparente y haciendo vibrar el aire como el eco del primer trueno de una tormenta aún lejana. Un viento frío, cada vez más fuerte, echaba hostil a las caras el polvo y las basuras de las calles de la ciudad, hinchaba las ropas, agitaba las cabelleras, cegaba los ojos, golpeaba los pechos, se enredaba entre las piernas...
Aquellas exequias silenciosas, sin popes ni canciones que oprimieran el alma, aquellos rostros pensativos y ceños fruncidos, iban despertando en la madre un sentimiento de espanto, y su pensamiento giraba con lentitud, revistiendo sus impresiones con melancólicas palabras.
Pocos sois los que estáis en favor de la verdad...
Iba caminando, con la cabeza baja, y le parecía que no enterraban a Egor, sino a alguna cosa, habitual, querida e indispensable para ella. Se sentía triste, angustiada ... Se le llenaba el corazón de un sentimiento áspero e inquietante de desacuerdo con las gentes que acompañaban a Egor.
Claro está -pensaba-, que Egor no creía en Dios, ni ninguno de éstos tampoco cree...
Pero no quería terminar su pensamiento y suspiraba deseando aliviarse el alma de aquel peso.
¡Ay, Señor, Señor mío Jesucristo! ¿Será posible que a mí también ...?
Ya en el cementerio, estuvieron mucho tiempo dando vueltas entre las tumbas, por los estrechos senderos, hasta que llegaron a una explanada, abierta a los vientos, sembrada de crucecitas blancas. La multitud se agolpó cerca de la fosa y guardó silencio. Aquel austero silencio de los vivos entre las sepulturas era presagio de algo terrible, haciendo que el corazón de la madre se estremeciera y dejase de latir en espera de algo. Entre las cruces silbaba ululante el viento, sobre la tapa del ataúd palpitaban tristemente las aplastadas flores ...
Los guardias estaban al acecho; en posición de firmes, miraban a su jefe. Junto a la tumba se alzó un joven de elevada estatura, cabeza descubierta, largos cabellos, negras cejas y rostro pálido. Al instante resonó la fuerte voz del jefe de la policía:
- Señores ...
- ¡Camaradas! -comenzó el joven de negras cejas con voz firme y sonora.
- ¡Permítanme! -gritó el policía-. Hago saber que no puedo autorizar ningún discurso ...
- ¡No diré más que unas cuantas palabras! -manifestó tranquilamente el joven-. ¡Camaradas! Juremos sobre la tumba de nuestro maestro y amigo que no olvidaremos nunca sus enseñanzas, que cada uno de nosotros trabajará toda la vida sin desmayo para cegar la fuente de todos los males de nuestra patria, para cavar la fosa a la fuerza malhechora que la oprime, ¡la autocracia!
- ¡Detenedle! -gritó el policía, pero su voz fue ahogada por una explosión de gritos disonantes:
- ¡Abajo la autocracia!
Apartando a la multitud a codazos, los guardias se lanzaron contra el orador, pero éste se hallaba estrechamente rodeado por todas partes, y, levantando un brazo, gritó:
- ¡Viva la libertad!
Echaron a un lado a la madre, que en su espanto, agarróse a una cruz y cerró los ojos, esperando el golpe. Un torbellino impetuoso de ruidos discordes la ensordeció, vaciló la tierra bajo sus pies, el viento y el miedo le impedían respirar ... Las pitadas de los guardias rasgaban el aire con su alarmante silbido, resonaba ronca una voz dando órdenes, unas mujeres lanzaban gritos histéricos, crujía la madera de las vallas, resonaban sordamente las pisadas de la multitud sobre la tierra seca ...
Aquello se prolongaba mucho, y el permanecer con los ojos cerrados le producía una insoportable sensación de espanto.
Miró en torno y, dando un grito, se lanzó hacia adelante con los brazos extendidos. No lejos de allí, en un estrecho sendero entre las tumbas, los guardias que cercaban al joven de largos cabellos se defendían de la multitud, que los atacaba por todas partes. Centelleaban en el aire, con fulgor blanco y frío, los sables desnudos, volando por encima de las cabezas y cayendo con rapidez. Bastones y estacas de las vallas surgían y desaparecían al instante; los gritos de la muchedumbre amotinada se confundían en torbellino salvaje; alzábase el rostro pálido del joven, su voz fuerte retumbaba por encima de la tempestad de cólera:
- ¡Camaradas! ¿Para qué malgastáis energías...?
Venció. Tirando los palos, fueron retrocediendo uno tras otro; la madre seguía hacia adelante, arrastrada por una fuerza invencible; vio a Nikolái, con el sombrero caído hasta la nuca, apartando a empujones a los que gritaban ebrios de cólera, y le oyó palabras de reconvención:
- ¿Os habéis vuelto locos? ¡Calmaos ya...!
Le pareció que tenía una mano roja.
- Nikolái Ivánovich, ¡márchese! -gritó lanzándose hacia él.
- ¿Adónde va usted? Le van a dar un golpe ...
Junto a ella, agarrándola por el hombro, estaba Sofía, sin sombrero, con el pelo en desorden, sosteniendo a un muchacho, casi un niño. El muchacho se limpiaba con la mano la cara partida, ensangrentada, y murmuraba con trémulos labios:
- ¡Dejeme! No es nada ...
- Ocúpese de él, llévele a casa ... ¡Tenga un pañuelo y véndele la cara! -dijo Sofía, y, poniendo la mano del muchacho en la de la madre, echó a correr, exclamando-: ¡Márchese de prisa, que la van a detener...!
La gente se dispersaba en todas direcciones por el cementerio; tras ella, los guardias se movían pesadamente entre las tumbas, entorpecidos por los faldones de los capotes, lanzando juramentos y blandiendo los sables. El muchacho les seguía con los ojos llenos de odio.
- ¡Vamos, deprisa! -dijo la madre suavemente, limpiándole el rostro con el pañuelo.
Él murmuró, escupiendo sangre:
- No pase cuidado, no me duele. Me dio con la empuñadura del sable ... Pero yo también le sacudí a él un estacazo. ¡Menudo aullido le hice soltar!
Y agitando el puño ensangrentado, terminó, con voz entrecortada:
- ¡Esperad, que ya os ajustaremos las cuentas! Ya os aplastaremos, sin pelea, cuando nos alcemos todos, ¡todo el pueblo trabajador!
- ¡De prisa! -le apremiaba la madre, caminando precipitadamente en dirección a un portillo que había en la valla del cementerio. Le parecía que allí, más allá de la valla, en el campo, les esperaban agazapados los guardias y que, en cuanto salieran, se lanzarían contra ellos y empezarían a golpearles. Pero cuando abrió la puertecita con cautela y miró al campo, revestido con el manto gris del crepúsculo otoñal, el silencio y la soledad la calmaron de pronto.
- Deje que le vende la cara -dijo ella.
- No hace falta; de todos modos, no me avergüenzo de mi herida.
La reyerta ha sido honrada: él me zumbó a mí y yo a él ...
La madre vendó como pudo la herida. A la vista de la sangre, su pecho se llenaba de compasión, y cuando sus dedos sintieron la tibia humedad, tuvo un estremecimiento de espanto. En silencio, conducía rápidamente al herido, a campo traviesa, llevándole del brazo. Liberó él su boca del vendaje y dijo, con un matiz de broma en la voz:
- ¿Adónde me arrastra, camarada? ¡Yo puedo andar solo...!
Pero ella sentía que vacilaba, que se tambaleaba sobre las piernas y le temblaba el brazo. Con voz cada vez más débil, el joven hablaba y hacíale preguntas, sin esperar respuesta:
- Me llamo Iván, soy hojalatero ... ¿Y usted, quién es? Tres éramos en el círculo de Egor Ivánovich, tres de mi oficio ... y en total, once. Le queríamos mucho. ¡Que el señor le acoja en su seno! Aunque yo no creo en Dios ...
En una calle, tomó la madre un coche de alquiler, hizo montar en él a Iván y le susurró al oído:
- ¡Ahora, cállese! -y le tapó cuidadosamente la cara con el pañuelo.
Se llevó él una mano a la cara, pero ya no pudo liberarse la boca, porque la mano cayó inerte sobre las rodillas. Mas, a pesar de todo, no dejaba de murmurar, a través del pañuelo:
- Estos golpes no se me olvidarán, amiguitos míos ... Antes de Egor, nos daba clase un estudiante, Titóvich ... Nos enseñaba Economía Política ... Después le detuvieron ...
La madre le echó el brazo por el hombro y apoyó en su pecho la cabeza del joven; éste, de pronto, se tornó como más pesado y dejó de hablar. Helada de espanto, la madre miraba con temor a todos lados; parecíale que de cada esquina iban a salir guardias, que iban a ver la cabeza vendada de Iván, que le iban a coger y a matar.
- ¿Está bebido? -preguntó el cochero, volviéndose en el pescante y sonriendo bonachón.
- Sí, ha bebido más de la cuenta -contestó la madre suspirando.
- ¿Es tu hijo?
- Sí, es zapatero, y yo cocinera ...
- Las debes pasar mal ...
Después de asestar un latigazo al caballo, el cochero se volvió otra vez y continuó, bajando la voz:
- Hace un momento, ha habido pelea en el cementerio, ¿no te has enterado? Enterraban a uno de esos políticos, a uno de esos que están contra los que mandan ... y andan a mal traer con las autoridades. Los que le llevaban a enterrar eran también de los mismos, amiguetes suyos, por supuesto. Y ... venga a gritar: ¡Abajo las autoridades que arruinan al pueblo...! Y los guardias, ¡venga a sacudirles! Dicen que a algunos los han matado a sablazos. Pero los guardias también han llevado lo suyo ...
Guardó silencio y, meneando la cabeza apenado, continuó con una voz extraña:
- Molestan a los muertos ... ¡despiertan a los difuntos!
Traqueteaba el coche sobre el pavimento y la cabeza de Iván se balanceaba suavemente sobre el pecho de la madre; el cochero, sentado de medio lado, barbotó pensativo:
- La gente anda revuelta, se levanta el desorden en la tierra, ¡se levanta! Anoche los guardias entraron en casa de un vecino mío y estuvieron indagando allí no sé qué, hasta la amanecida, y luego atraparon a un herrero y se lo llevaron. Dicen que para conducirle de noche al río y ahogarle a escondidas. Y el herrero era un buen hombre ...
- ¿Cómo se llamaba? -preguntó la madre.
- ¿El herrero? Savel, y de apodo, el Evchenko. Muy joven aún, pero ya entendía de muchas cosas. Y por lo visto, ¡entender está prohibido! A veces, nos decía: ¿Qué vida lleváis vosotros, los cocheros? Tienes razón -contestábamos-, peor vida que los perros.
- ¡Para! -dijo la madre.
De la sacudida, Iván volvió en sí y gimió débilmente.
- ¡Buena la ha agarrado el chico! -observó el cochero-. ¡Ay, vodka, vodkita...!
Sosteniéndose en pie con dificultad, tambaleante, Iván cruzaba el patio, diciendo:
- No es nada ... Puedo andar ...

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