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sábado, 1 de octubre de 2011

Cuentos para la diversidad: 6. (Casi) como los demás

Autoras/es: Juan Senís Fernández (*)
(Fecha original del libro: 2005) 
Relato recomendado para niños/as +10



Mario se quitó la mochila de la espalda, y mientras le sujetaba las asas con la mano derecha, con la izquierda abrió la cremallera y sacó una bolsa de plástico transparente llena de caramelos.
La miró con tristeza por un momento, con la expresión un poco culpable de quien se ve obligado a sacrificar a un animalito indefenso, y después de volver la cabeza a ambos lados de la calle para asegurarse de que nadie lo veía, la tiró a la papelera que tenía ante él. Luego, con gran rapidez, cerró la mochila, se la volvió a colgar de la espalda y salió corriendo hacia su casa, pues ya iba con retraso.

Cuando llegó, la comida estaba ya sobre la mesa, pero los regalos no. Así que Mario tuvo que esperar el aperitivo, los platos y el postre, y soportar a sus padres y a su hermana cantando desafinadamente un Cumpleaños feliz que le pareció tan desangelado como el propio comedor en el que habían comido, lleno de cajas, de plásticos con burbujas apilados, y de muebles y adornos sin colocar.
Al recibir su regalo (una caja sorprendentemente ligera, que le hacía temer lo peor) Mario pensó lo diferente que había sido ese octavo cumpleaños suyo de los anteriores, en los que más de quince voces habían chillado el Cumpleaños feliz, en que había recibido otros tantos regalos.
Qué desastre, siguió lamentándose Mario mientras desenvolvía el regalo, que hubieran tenido que mudarse a Oviedo sólo tres días antes de su cumpleaños. Y qué… ¡qué pedazo de regalo le habían hecho sus padres!, pensó al fin Mario al destapar la caja y encontrar dentro dos entradas para el partido entre el Oviedo y el Real Madrid que iba a celebrarse el domingo siguiente. Qué suerte haberse mudado a Oviedo precisamente una semana antes de ese partido, se dijo Mario mientras daba las gracias a sus padres, y siguió diciéndoselo todo el día, hasta en la cama esa noche, con las entradas sobre la mesita de noche, al alcance de su vista y de su mano. Dentro de lo malo… Pero al día siguiente Mario se las arregló para seguir teniendo un motivo para sentirse desgraciado: no podía presumir ante nadie en el colegio de las entradas porque no era demasiado amigo de nadie de la clase como para hacerlo sin quedar como un creído. Por eso se duchó, se vistió y desayunó poniendo su mejor cara de desgraciado, para ver si sus padres, en un ataque de cordura dado su lamentable estado, se apiadaban de él y le dejaban no ir al colegio. Pero nada de eso ocurrió, claro está, y como todas las mañanas desde hacía tres días Mario salió de casa con la cartera a las nueve menos veinte. Había recorrido apenas doscientos metros cuando sintió que alguien o algo le tiraba de la mochila.
Nada más notarlo, se encontró ante él a Roberto, un chico de su clase, que le impedía el paso, al tiempo que oía detrás de él una voz de chica (que identificó como la de Mónica, también de su clase) diciendo “Mira a quién tenemos aquí, al tiracaramelos de la clase”. “¿Quién, yo?”, respondió Mario, con una sorpresa fingida. “¡Quién va a ser!” Yo no veo a nadie más de la clase por aquí, y tampoco había nadie más ayer, cuando te vimos tirar los caramelos a la papelera”. Mario se acordó entonces de que el día anterior, al tirar los caramelos, había mirado a ambos lados de la calle pero no detrás de él. Como si le hubiera leído el pensamiento, Mónica le soltó que había que ser idiota para hacer algo así sin asegurarse bien de que nadie le veía, y añadió que no estaba nada bien tirar los caramelos que tendría que haber repartido en la clase, pues eso era ser muy mal compañero. “¿Verdad, Roberto?”, pidió opinión a su amigo. “Claro, pero estamos dispuestos a darte otra oportunidad si haces algo para remediarlo”. “Es una especie de trato –continuó Mónica–. Si haces lo que te decimos, no le contamos al resto de la clase lo que has hecho. Si no lo haces, se lo decimos, y las consecuencias pueden ser muy malas. Tú decides”.
Dos horas y media más tarde, durante el recreo, Mario se hallaba dispuesto a cumplir con su parte del trato. Le parecía fácil, incluso demasiado fácil para ser verdad, y eso le preocupaba. Pero para tranquilizarse se dijo que Mónica y Roberto quizás sólo querían asustarle presentando como un desafío algo que era una tontería. Porque, desde luego, no se podía decir que preguntarle a Óscar, un chico de su clase, que cómo estaba su madre fuera muy difícil. Animado por este pensamiento, Mario se acercó a Óscar –que, como de costumbre, estaba sentado en un banco, solo, oyendo música y leyendo un cómic– y tuvo que repetir tres veces “Oye” (hasta convertirlo en un “OYE”) para lograr que Óscar hiciese caso. Cuando éste por fin le oyó, se quitó los cascos y, con un gesto que contenía un poco de asco y un mucho de fastidio, lanzó un “¿Qué quieres?” tan brusco que a Mario se le quitaron de repente las ganas de preguntarle nada. Pero sabía que Mónica y Roberto lo observaban, cosa que tampoco se le había pasado por alto a Óscar, quien gritó, tras mirarlos de reojo: “Venga, suéltalo ya, venga. No te cortes”.
“¿Cómo está tu madre?”, dijo Mario en un suspiro, con voz temblorosa, y evitando los ojos de Óscar. “¡Vete a la mierda!”, le respondió Óscar, “¡y vosotros también!”, añadió mirando a Mónica y Roberto, que se reían a carcajadas. Mario, sin comprender nada, miró alternativamente a Óscar, que ya había vuelto a ponerse los cascos y a la lectura de su cómic, y a Mónica y Roberto, quienes seguían riéndose con más ganas aún, y decidió ir hacia ellos. En cuanto llegó a su lado lo felicitaron y le preguntaron con gran amabilidad que qué le habían regalado.
Mario se lo dijo, y ellos parecieron impresionados. “¿En serio?”, dijeron antes de estallar de nuevo en carcajadas y de guiar a Mario a un rincón del patio para que les contara a los demás lo de su fantástico regalo.
Mario disfrutó de su regalo al fin el domingo siguiente, pero para entonces había perdido gran parte de la ilusión por él. Porque en el rincón del patio al que le condujeron Mónica y Roberto le esperaba, en efecto, un grupo de chicos y chicas de la clase; pero no para escuchar cuál era su regalo sino para llamarle tiracaramelos, mal compañero, y para decirle que se fuera con su novio Óscar y sus dos padres maricas a tirar caramelos y a vestirse de mujer. Por suerte para Mario, sonó el timbre de fin del recreo, y aquella brigada insultadora se disolvió con rapidez.
Mario se quedó parado en medio del patio, solo, mirando cómo los demás niños volvían a clase en grupos o en parejas, y se sintió más triste que nunca, más incluso que el último día en su antiguo colegio, cuando no pudo evitar echarse a llorar mientras sostenía con una mano el balón de reglamento que le había regalado toda la clase y decía adiós con la otra.
Ahora era mucho peor porque no se sentía triste: se sentía solo. Y ese intenso sentimiento de soledad no se le había ido el día siguiente, ni cuando Mónica y Roberto se acercaron a él de nuevo para darle la enhorabuena por haber pasado con éxito la prueba de admisión en su grupo, ni cuando lo instaron a jugar al fútbol con ellos, ni siquiera cuando todos le abrazaron y vitorearon tras meter un gol.
Como cuando nos quitamos un gorro o una gorra y tenemos la impresión de que lo seguimos llevando puesto, el sentimiento seguía ahí, e incluso seguía estando ahí el domingo por la tarde, mientras veía el partido entre el Madrid y el Oviedo en el estadio, fingiendo, para no defraudar a su padre, un entusiasmo que había perdido durante la semana.
Pero, de repente, el Oviedo marcó un inesperado gol y toda la grada se puso a saltar y a gritar. El padre de Mario lo cogió en brazos, y desde esa altura vio cómo Óscar era levantado en volandas y casi lanzado al aire por dos hombres altos y fuertes que daban alaridos con voces roncas.
En ese fugaz momento, Óscar, sin sus cascos, sin sus cómics y sin su cara de pena de siempre, le pareció un desconocido. Más que nada porque era la primera vez que lo había visto feliz. Formaban un alegre trío Óscar y los dos señores que había con él, de los que Mario dedujo que eran sus padres, aunque no eran para nada como le habían contado los de su clase, o como él mismo pensaba que eran los maricas: no parecían dos mujeres, ni iban maquillados, con bolsos y tacones, como habían dicho Mónica y Roberto. Eso era mentira: los padres de Óscar eran altos, grandotes y cachas como jugadores de rugby, tenían barba y pinta de deportistas, mucho más que su propio padre, que era delgado, llevaba gafas y siempre estaba leyendo, y que ahora, al compararlo con los dos hombretones vestidos con la camiseta del Oviedo que habían zarandeado a Óscar, le parecía a Mario más marica y blando que ellos.
Y desde luego parecía gustarles el fútbol mucho más que a su padre.
Mario pensó en lo guay que debía ser tener dos papás para poder ir con ellos al fútbol, y no como pasaba en su casa, donde a nadie le gustaba el fútbol, o en casa de sus amigos del pueblo, donde siempre había lío porque al padre le gustaba y a la madre no, y el padre siempre bajando al bar a ver los partidos con sus hijos y la madre se enfadaba porque la dejaba sola y no le parecía bien que llevase a los hijos a un bar. Y de repente, en una rara mezcla de sentimientos en la que se unían la alegría por el gol y la intensidad de los acontecimientos de la última semana, Mario se sorprendió envidiando a Óscar, odiándose a sí mismo por haber sido tan malo con él sin saberlo, odiando aún más a Mónica, Roberto y sus amigos por haberle engañado ya dos veces y prometiéndose que, por mucho que le costase y por muy en riesgo que pusiera su fama en la clase, se disculparía con Óscar el lunes e intentaría hacerse amigo suyo.
 




(*) Extraído de:
Colección Cuentos para la diversidad. COGAM. Colectivo de Gays, Lesbianas y Tansexuales de Madrid

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