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lunes, 19 de septiembre de 2011

LUCHADORAS... VI. Indómitas: Edith Bone

Autoras/es: Andrea D’Atri (ed.), Bárbara Funes, Ana López, Jimena Mendoza, Celeste Murillo, Virginia Andrea Peña, Adela Reck , Malena Vidal, Gabriela Vino, Verónica Zaldívar
(Fecha original: Abril 2006)

VI: Indómitas: Edith Bone

“Todo comunista honesto debería sentirse apesadumbrado
por el sufrimiento inflingido por el Partido al pueblo húngaro” 1
Militante comunista
El fin de la Primera Guerra Mundial y la derrota del imperio austro-húngaro resultaron en la independencia de Hungría, proclamada el 1º de octubre de 1918. Desde 1919, gobierna Károlyi hasta que se instala un gobierno comunista que dura cerca de tres meses, aplastado por la dictadura del almirante Horthy, que durante la década de 1930 firmó un pacto con Alemania para revisar el tratado de paz con las potencias vencedoras de la guerra. En octubre de 1944, Hitler desplaza a Horthy y lo reemplaza por un colaborador nazi. Tras la caída de Hitler, a finales de la Segunda Guerra Mundial, Hungría es “liberada” por el Ejército Rojo y las tropas rusas ocupan el país. Así Hungría se transforma en un “país satélite” de la Unión Soviética bajo el dominio del régimen stalinista.
La despiadada dictadura del “terror blanco” de Horthy, que liquidó al corto gobierno comunista, asestó un duro golpe a Hungría, con torturas, persecuciones y ejecuciones de militantes comunistas y judíos, limitando las más mínimas garantías democráticas. Durante la dictadura de Horthy, mientras la mayoría obrera y popular vivía en la miseria, cuarenta familias eran dueñas de gran parte del país y existía más de un millón de campesinos sin tierras, mientras la propiedad se concentraba en las manos de sólo nove­cientos ochenta terratenientes.2 Todas estas penurias se agravaron durante la guerra y la ocupación nazi. En 1944, el Ejército Rojo liberó el país e instaló en el poder al dirigente comunista Matyas Rákosi, que estaba preso desde 1925. Aunque fueron innegables los avances que este acontecimiento trajo para las condiciones de vida del pueblo magyar, estos cambios se dieron –como señala Peter Fryer en La Tragedia de Hungría– sin confiar en las masas húngaras. Los trabajadores, las mujeres y la juventud de Hungría casi no conocieron momentos de democracia, ni degradada, ni burguesa, ni popular, ni menos aún una democracia obrera.
Para octubre de 1956, la opresión que sufría el pueblo húngaro comenzó a volverse insostenible: a los años de dictadura sangrienta e invasiones nazis se le sumaba ahora la de un gobierno supuestamente popular que coartaba toda participación obrera y popular. En lugar de alentar y potenciar la ini­ciativa de las masas trabajadoras el Partido Comunista, fiel aplicador de la política de Moscú, recorrió el camino contrario, aplastando todo intento en este sentido, persiguió, encarceló y asesinó a sus opositores, manteniendo una férrea opresión sobre el pueblo. Mientras se imponía “desde arriba” el gobierno del Partido Comunista y las condiciones de vida dejaron de mejorar, defraudando las expectativas de hombres y mujeres que habían soportado la opresión a cambio de un futuro mejor; se preparaba el camino inevitable: se acercaba octubre de 1956.
Una ciudad sin estrellas rojas
La presión comenzó a acumularse como una olla que ya no puede contener el hervor del agua, como el pecho cuando no llega el aire a los pulmones, la revuelta era inevitable, el odio hacia la policía secreta crecía. Y cuando ya ninguna de las estrellas rojas que flameaban en las banderas húngaras reflejaba otra cosa que no fuera opresión rusa, las manos de las mujeres, trabajadores, jóvenes e incluso niños y niñas comenzaron a arran­carlas una por una.
Honestos militantes comunistas como Peter Fryer y Edith Bone trans­mitieron en sus crónicas –muchas censuradas por el PC– las ilusiones que significaba llegar a Hungría, donde “nosotros” los comunistas éramos el gobierno, donde según los periódicos de la izquierda se vivía bajo la plena democracia del pueblo. Con ese entusiasmo llegaban a Budapest, prove­nientes de distintos países europeos, militantes comunistas ansiosos de ver con sus propios ojos el “socialismo real”.
“Que termine la ocupación Rusa” arengaban las manifestaciones es­pontáneas que comenzaron en Budapest en octubre de 1956. En la calles de muchas ciudades resonaba un solo grito “Que la AVH3 sea abolida”. Todas las movilizaciones contenían los mismos rostros: hombres y mujeres tra­bajadores, con sus hijos, algunos entonando el himno nacional de Hungría –más para expresar el creciente odio al invasor ruso que no hacía más que perpetuar la opresión, que para exaltar el nacionalismo magyar.
No acababa de nacer la Revolución Húngara de 1956, con sus conse­jos obreros y sus grandes manifestaciones de masas, que el stalinismo ya había fabricado una justificación para aplastarla, en pos de la “defensa del socialismo” contra el supuesto ataque imperialista. A partir de ese momento cada mujer, estudiante, trabajador sublevado se transformó en un agente contrarrevolucionario que debía ser perseguido, encarcelado y si fuera ne­cesario aniquilado. Mientras tanto, en las calles de Budapest, comenzaban a resonar demandas que hasta ese momento sólo sostenían los marxistas revolucionarios perseguidos y exiliados, los oposicionistas de izquierda, los endemoniados trotskistas. Contrariamente a las mentiras y falsificaciones del régimen, no había agentes del imperialismo destruyendo la Hungría “popular”. Así lo dejaron claro los obreros y obreras, representados en su Consejo del distrito 11 de Budapest en un comunicado que señalaba: “Queremos subrayar que la clase obrera revolucionaria considera que las fábricas y las tierras pertenecen al pueblo trabajador.” 4 Los estudiantes e intelectuales húngaros, también considerados como supuestos agentes contrarrevolucionarios, sostenían: “Advertimos contra el erróneo concepto de que si la armas soviéticas no hubieran intervenido, la revolución hubiera liquidado las conquistas socialistas. Sabemos que esto no es verdad.” 5 Los llamados a conformar consejos y defender el socialismo y la libertad se reproducían en cada ciudad, Gyor, Rajk, Pecs y Budapest. La revolución ya estaba en marcha, trabajadores y trabajadoras armados, estudiantes suble­vados y soldados acuartelados… y el arma poderosa –y la más temida por el stalinismo– que apuntaba contra la burocracia rusa: la autoorganización de los trabajadores y el pueblo. Nacían los Consejos Obreros. Radio Pecs, 27 de octubre: “¡Obreras, obreros de la ciudad de Pecs! La unidad de ejército de nuestra ciudad concuerda con las demandas de los obreros que fueron transmitidas por radio. Nosotros también somos hijos de obreros, de mineros, de campesinos e intelectuales. Nosotros también sabemos que la situación económica de los obreros no ha mejorado.” 6
Las mujeres en las calles de Hungría
Las crónicas de la Hungría convulsionada muestran a las mujeres en pie de guerra contra el blanco más odiado: la policía secreta del gobierno, la A.V.H. A menudo estallaron manifestaciones violentas que chocaron con el aparato de espionaje del estado, dedicado exclusivamente a perseguir a cualquiera que cuestionara al gobierno y su política. Cuenta Peter Fryer en su llegada a Budapest: “El fuego duró cuatro minutos y algunos de los heridos fueron nuevamente baleados por la espalda al tratar de escapar arrastrándose. Entre las víctimas había hombres y mujeres, estudiantes y trabajadores y hasta criaturas de dieciocho meses” 7. Incluso muchas mu­jeres participaron de los linchamientos de agentes de la AVH que se dieron durante los primeros días, mostrando el odio hacia el gobierno “comunista”, y participaron de los consejos obreros en todas las ciudades.
En cada manifestación, acto de protesta, incluso en los sabotajes a los tanques soviéticos, las mujeres ocuparon lugares destacados, siendo parte de la rebelión creciente del pueblo. Hasta las niñas pequeñas participaban de la batalla contra la ocupación rusa, “Habían librado una gloriosa batalla, y por un tiempo (¡qué tiempo espantosamente corto!) se habían regocija­do, aun mientras lloraban a sus muertos y encendían velas en las miles de tumbas frescas. Hasta los niños, cientos de ellos, habían tomado parte en la lucha: hablé con pequeñas niñas que habían echado petróleo encendido en el camino de los tanques soviéticos. Oí de niños de catorce años que habían ido a la muerte saltando sobre los tanques con botellas de petróleo encendido en las manos” 8.
Ni la ocupación rusa ni las persecuciones de la policía secreta podían acallar las demandas que resonaban en las manifestaciones, se esparcían por las ciudades y se votaban en cada consejo obrero. Las demandas eran claras y no dejaban lugar a duda de que no se trataba de agentes del imperialismo ni nada parecido: lo que tenía lugar en Hungría era una revolución política. Se sentía en los pasos de las manifestaciones y en las gargantas: abolición de la AVH, retiro de las tropas soviéticas, reemplazo de Hegedus como primer ministro por Nagy, elección de nuevos dirigentes del PC, elecciones libres, libertad de prensa, libertad académica, soberanía de uranio [una de las riquezas naturales que, hasta el momento, era explotado por la Unión Soviética, N de A].9
La ocupación rusa y la confraternización con las tropas soviéticas
Radio Rackoczi, 7 de noviembre. Proclama dirigida a los soldados rusos: “¡Soldados! Vuestro Estado fue creado al precio de una lucha san­grienta para que vosotros tuvierais libertad. Hoy es el 39º Aniversario de esa Revolución. ¿Por qué queréis aplastar nuestra libertad? Podéis ver que no son los dueños de fábricas, ni los terratenientes, ni la burguesía, quienes han tomado las armas contra vosotros, sino el pueblo húngaro que está luchando desesperadamente por los mismos derechos por los cuales vosotros luchasteis en 1917.” 10
Llegaron las tropas a Hungría. El mismo ejército que había liberado al pueblo húngaro del nazismo y representaba a la poderosa Unión Soviética se había transformado en el invasor odiado, el último recurso para ahogar la primera revolución política que cuestionaba al “socialismo real”, pero no desde la óptica del enemigo capitalista, sino pronunciándose por la demo­cracia obrera, contra la burocracia privilegiada de los funcionarios, por la economía planificada, contra la opresión nacional que ejercía otra república que debiera ser su hermana en vez de su dueña. Una revolución política que no negaba su deseo de socialismo, aún cuando Moscú no quisiera aceptarlo, porque hablaban de un socialismo construido por las masas y que, nece­sariamente, incluía mejores condiciones de vida y el poder en manos de la clase obrera y el pueblo húngaro.
El impacto de la Revolución Húngara fue tan fuerte que llegó hasta las universidades de Moscú, alimentando a la oposición que crecía fronteras adentro del primer estado obrero, hoy expropiado por la burocracia (anti) soviética. “En la Universidad de Moscú, en noviembre de 1956, los estudian­tes reunidos en una clase obligatoria de marxismo-leninismo comenzaron a bombardear al profesor con preguntas acerca de la represión a la revolución húngara, refutando sus argumentos con… ¡citas de Lenin! El profesor tuvo que retirarse y se levantó la clase. Al día siguiente se llamó a reunión de la KOMSOMOL (Juventud Comunista) para discutir el “vergonzoso” incidente (…) la audiencia estudiantil se hizo cargo de la reunión convirtiéndola en una manifestación de solidaridad con los obreros húngaros y trazando analogías entre Hungría y la URSS.” 11
La revolución húngara comenzó a traspasar las fronteras porque, a diferencia de la burocracia stalinista, no necesitaba tanques para avanzar. El espectro de la revolución política viajaba en panfletos, escritos clandestinos, periodistas honestos, radios aficionadas y se reproducía en ideas filosas, en críticas a la odiada opresión (anti) soviética y al Ejército Rojo. Ese impacto que producía el alzamiento húngaro dentro de la propia Unión Soviética tenía, en Budapest, carne y hueso, ojos, brazos y gargantas, y el acero de los tanques rusos no la resistió. A los pocos días de la llegada de las tropas rusas se inició la confraternización entre obreros y obreras, estudiantes y jóvenes con los soldados del Ejército Rojo. Muchos de estos soldados creían que habían llegado a Berlín a luchar contra los nazis, cuando en realidad tenían como misión terminar con ese espectro revolucionario que cuestionaba los mandatos de Moscú. “¡A algunas de las tropas rusas enviadas a aplastar la revolución húngara de 1956 les dijeron que estaban en Alemania y que las personas que se les enfrentaban en las calles eran Nazis resurgidos!” 12. Sin embargo las mentiras no sobrevivieron a las miradas impasibles de esos hombres y mujeres que se acercaban a los tanques para convencer a los soldados rusos de que se unan a los rebeldes, a los combatientes por la libertad, objetivo que en muchos casos lograron. “Durante los sucesos de Hungría hubo que retirar unidades militares soviéticas enteras por la simpatía que demostraban hacia los rebeldes. Hay informes de que los obreros ferroviarios soviéticos se negaron a conducir los trenes que llevaban provisiones a las fuerzas represivas.” 13 La crónica de Peter Fryer también muestra la simpatía de las tropas por la lucha del pueblo húngaro: “En el camino a la Plaza del Parlamento encontró un tanque soviético. El tanque se detuvo. Un soldado asomó la cabeza y los que estaban al frente de la multitud comenzaron a explicarle que estaban desarmados y se trataba de una manifestación pacífica. El soldado los invitó a subir al tanque; algunos de ellos lo hicieron, y el tanque se incorporó a la manifestación (…) encon­traron otro tanque soviético enviado para que hiciera fuego contra ellos, y este tanque, igualmente, se volvió y se unió a la manifestación. En la Plaza había otros tres tanques y dos autos blindados. La multitud se dirigió hacia ellos y comenzó a hablar con los soldados. El Comandante soviético dijo: ‘Tengo mujer e hijos esperándome en la Unión Soviética. No tengo el menos interés en quedarme en Hungría’, cuando repentinamente se hicieron tres descargas de fusilería desde los tejados.” 14
Un testimonio de la persecución stalinista
Edith se unió a las filas comunistas cuando viajaba como enfermera hacia la Unión Soviética desde su Hungría natal, donde trabajaba en los hospitales durante la Primera Guerra Mundial. Hija de una familia acomo­dada, decidió estudiar medicina, no por elección sino por descarte ya que las mujeres tenían acceso a una restringida variedad de profesiones. Así desde su partida del país natal vivió en Alemania, Francia y finalmente se estableció en Gran Bretaña. Ya se había acercado a las ideas socialistas al ver las penurias que sufrían aquellos que vivían en la miseria, bajo la mirada hipócrita de los gobiernos, sentimiento que se hizo más fuerte durante la guerra. Una vez en Petrogrado decidió unirse al comunismo, luego de trabajar con Victor Serge15 y así comenzó su militancia. Durante varios años siguió su militancia en el PC británico, siempre crítica y dueña de una personalidad avasalladora. Edith no dudó nunca en expresar su antipatía hacia los aparatchiki16, como muchos honestos militantes comunistas.
Edith recién volvió a Hungría en 1949, ya un poco desencantada por la política de los partidos comunistas que, desde la salida de la Segunda Guerra Mundial afirmaban sus acuerdos con el imperialismo, que habían resultado en un reparto de su influencia en el mundo, dividido entre las potencias vencedoras. Sin embargo decide viajar a Hungría a visitar a su hermano y sus viejos amigos, aprovechando su trabajo como corresponsal del Daily Worker, el periódico del PC británico.
La corta estadía en Hungría bastó para que Edith comenzara a pensar que eso que veía a diario no era el socialismo o la democracia popular que propagandizaban en Occidente. Por esta sencilla razón, se transformó en blanco de la persecución de la policía secreta húngara, que por esos días seguía a rajatabla los dictados de Moscú, reprimiendo cualquier expresión crítica u oposición dentro de su “área de influencia”. No era necesario mucho para transformarse en “espía inglés”, “agente del imperialismo” o la larga serie de difamaciones con las que se catalogaba a los opositores al régimen desde las oficinas de la policía secreta.
Cuando es detenida en el aeropuerto, a punto de emprender su regreso a Inglaterra, Edith todavía quiere creer que es sólo un error de esos jóvenes oficiales al frente de la “defensa del Estado”, un estado socialista que ella creía incapaz de someter a su pueblo a semejante represión. No es hasta unos días más tarde que Edith comienza a tomar en serio la acusación de “espía inglesa” que esgrimían contra ella, una mujer comunista de sesenta años, que se iba a su casa con su juego de ajedrez de bolsillo para hacer el vuelo más llevadero y un montón de preguntas en la cabeza.
Edith soporta largos interrogatorios e infructuosos intentos de autoacu­sación hasta que deciden detenerla definitivamente en una cárcel destinada exclusivamente para presos políticos. Desde su traslado a una nueva cárcel no volverá a ver a nadie que no sea su carcelero, las autoridades y médicos de la prisión, vivencia que quedó plasmada en su libro Seven Years of Solitarity. “Era prisionera, no de enemigos sino de amigos, o más bien, de aquellos que deberían haber sido amigos. Si hubiera estado prisionera de los fascistas, de enemigos abiertos, la posición hubiera sido simple. Hubiera sido una guerra donde ambas partes ocupaban la misma posición hacia la otra. Pero en este caso era prisionera de mi propio campo, una prisionera de aquellos que, en lugar de arrestarme y arrojarme a una sucia celda, deberían haberme tratado al menos con alguna consideración en vistas de mi largo servicio en la misma organización a la que ellos decían servir.” 17
Quizás fue esta una de las mayores torturas que sintió Edith mientras estuvo en la prisión: no lograba comprender cómo esos oficiales jóvenes, que decían servir a un gobierno comunista la sometían al frío implacable de sucias celdas, ponían sustancias en su comida para provocarle indigestión y la mantenían esposada durante largos ratos. Sin embargo, estas condicio­nes de presidio, la soledad extrema, los meses sin cruzar palabra con otra persona que no fuera su carcelero no lograron quebrantar su moral, aunque sí le valieron varios viajes a la enfermería. A menudo, las tácticas eran más cínicas todavía: había traslados intempestivos a celdas cómodas con cale­facción y frazadas y, al cabo de una semana, los presos eran devueltos al aislamiento de las celdas comunes, con el objetivo de vencer su resistencia y obtener una declaración que se ajustara a lo que los esbirros stalinistas querían escuchar.
Para septiembre de 1950 es trasladada a una prisión en la calle Adrássy donde revive una y otra vez los intentos de los funcionarios de hacerle aceptar la acusación de espía. Para entonces, Edtith ya había establecido algunos “trucos” para acortar los tiempos de los interrogatorios y sabía perfecta­mente que debía comenzar la pelea por sus “condiciones de vida” dentro de la nueva cárcel. Es durante su estadía en Adrássy que recibe un peculiar pedido del PC. Según el funcionario, el partido le solicitaba nuevamente que se auto-inculpara como espía, a lo que Edith respondió: “Quizás porque soy tan buena comunista el Partido tiene derecho a esperar y requerir tales sacrificios de mí. Pero en ese caso, ¿por qué me tienen en su famosa prisión, en una celda apestosa y fría como una criminal, una traidora, una enemiga? Si, por otro lado, no soy tan buena comunista y merezco permanecer en una celda apestosa como una traidora y enemiga, entonces ¿qué tiene que ver conmigo el Partido? El Partido debería repudiarme y negarse a tener algo que ver conmigo. Deberían darme la espalda, en lugar de enviarte aquí a engatusarme.” 18 Más tarde, ésta se mostrará como una política común hacia los presos políticos, a quienes se los mantiene encarcelados en condiciones lamentables, pero, al mismo tiempo, se les exige lealtad al PC, abusando de las expectativas de los honestos militantes como Edith, que abrigaban la esperanza de que, si cumplían con el pedido, serían liberados.
Luego de un raro “juicio” donde no puede defenderse, no hay jurado ni posibilidad de cuestionar una condena que no conocerá hasta ser liberada años más tarde, es trasladada nuevamente, a una cárcel de presos comunes en un pueblo llamado Vác. Las condiciones empeoraron, junto con la salud de Edith. Sin embargo decide encarar una huelga de hambre para denunciar estas condiciones de celdas heladas, hongos en las paredes y una permanente oscuridad que le impide desarrollar cualquier mínima actividad.
La soledad y el asilamiento absoluto fueron los compañeros de Edi­th durante esos años, esa constante realidad, inmóvil y repetitiva, sólo se verá trastocada cuando, luego de su huelga de hambre, es trasladada a una nueva celda que definió como el Hotel Ritz, por lo ventajosa que parecía comparada con las anteriores. Estando en el “Ritz” se entera de la muerte de Stalin. Recién en 1952, luego de la renuncia de Rakosi y el cambio de personal en el gobierno húngaro, Edith puede tener acceso a la biblioteca carcelaria, una hoja de papel por día y un lápiz para “ocupar su tiempo”, según le informa el director. Gracias a los libros y sus conocimientos de la lengua rusa se interioriza de la realidad de aquel pueblo, que a diferencia de lo que ella pensaba, sufría condiciones tan parecidas a las que había visto en Hungría que comenzó a sospechar firmemente, lo que ocurría en su país natal no era un error de sus gobernantes. Entonces comenzó a preguntarse: “¿‘Humanidad Comunista’?¿Dónde estaba? En ninguna parte, sólo en la propaganda distribuida entre los crédulos de buenas intenciones.” 19 Len­tamente, el realismo ganó el terreno sobre sus ilusiones. “Sentí que había llegado a un punto límite. Por muchos años había ejercitado mi ingenuidad encontrando excusas a lo inexcusable, explicando lo inexplicable y perdo­nando lo imperdonable (…) mi revuelta contra la inhumanidad me había llevado al Partido Comunista, y la inhumanidad profundamente enraizada que surgía como un grito de cada página de ese libro puso un fin (…) des­truyó el último rastro de ilusión.” 20
A medida que se acercaba octubre de 1956 las reglas de conducta en la cárcel se relajan y las condiciones mejoran, hay un mayor acceso a libros, mediante los cuales Edith conoce la historia oficial que es escrita para justificar las purgas, las persecuciones, los resultados de las políticas económicas, un mundo que no conocía se abre ante sus ojos.
Al mismo tiempo en Hungría, tan cerca pero también tan lejos, nace la revuelta contra la opresión stalinista. La Revolución Húngara de 1956 liberó a Edith de la cárcel. Sin saberlo fehacientemente, durante varias noches de octubre los presos políticos sospechaban que algo extraño sucedía cuando escuchaban ruidosas movilizaciones estudiantes y protestas callejeras. Ante cada pregunta, la respuesta de los funcionarios era que había maniobras para derrocar al gobierno comunista húngaro, mentiras que una Edith ya más vieja y menos ingenua no lograba creer. Apenas liberada, regresó pron­tamente a Inglaterra, eternamente agradecida a los jóvenes desconocidos que la llevaron desde la cárcel hasta el consulado británico, desde donde partirá a una Londres que la recibe transformada y americanizada, según sus propias palabras.
Peter Fryer ya escribió en 1957 las mejores palabras para expresar qué sucedió durante el octubre húngaro, que a diferencia del ruso no contó con una dirección revolucionaria que llevara a la victoria la lucha decidida de los trabajadores, “Marx llamó a la revolución ‘una protesta humana contra una vida inhumana’. La revolución húngara fue precisamente eso, Ha mostrado el camino a seguir. A nuestra manera, más humildemente, nosotros, los comunistas británicos, podemos también ser Combatientes por la Libertad.” 21
Edith no tuvo oportunidad de compartir las calles con los jóvenes, mujeres y obreros que enfrentaron a las tropas rusas y las políticas stalinistas. Quizás la desesperación de huir de esos siete años de oscuridad, hambre y soledad, apresuraron su partida. Quizás también pudo más, a sus sesenta y largos años, el escepticismo provocado por las penurias a las que era sometido el pueblo que había puesto en pie el primer estado obrero de la historia, al ver a esos jóvenes oficiales de la policía secreta atormentando al pueblo húngaro. Sin embargo Edith Bone dejó a las jóvenes generaciones un testimonio de la opresión que gobernó el Este de Europa en nombre del “socialismo real”, cuyas cárceles hechas de cemento y soledad intentaron destruir cualquier rastro de oposición y liquidar todo cuestionamiento a las “verdades” de la burocracia de Moscú. Y lo hizo sin haber admitido jamás ser una “espía”, una enemiga de la clase trabajadora ni del socialismo. Lo hizo sin comprender demasiado qué sucedía a su alrededor, pero compren­diendo sí cabalmente, que una revolucionaria es, ante todo, una persona que sostiene sus convicciones sin titubeos.


1 Carta citada por Peter Fryer en La Tragedia de Hungría.
2 La tragedia de Hungría, de Peter Fryer.
3 Policía secreta del gobierno húngaro.
4 Resolución del Consejo Obrero del 11 Distrito de Budapest (12 de noviembre de 1956) en “El marco histórico de la revolución húngara”, de Nahuel Moreno, en Escritos sobre revolución política.
5 Manifiesto de los escritores húngaros.
6 Id.
7 Peter Fryer, op. cit.
8 Id.
9 Ibíd.
10 Citado por Nahuel Moreno en El marco histórico de la revolución húngara.
11 G. Saunder, op. cit.
12 “The Joy of Revolution,” en Public Secrets: Collected Skirmishes, de Ken Knabb.
13 G. Saunder, op. cit.
14 Peter Fryer, op. cit.
15 Víctor Serge, (1890-1947) Militante bolchevique, fue sub-Secretario de la Internacional Comunista. Luego se unió a la Oposición de Izquierda. Fue encarcelado en 1933 y exiliado en 1936.
16 Así se denominaba a los funcionarios del partido, generalmente aquellos que cumplían funciones en el aparato del Estado soviético.
17 Seven years of Solitarity, de Edith Bone.
18 Id
19 Ibíd.20 Ibíd.
21 Peter Fryer, op. cit.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy aleccionadora la crónica sobre la persecució a que fue sometida Edith Bone. Sin tener otras fuentes de confrontación, creo en principio en este relato. La invasión de Budapest en 1956 hizo gritar al mundo occidental: Basta de barbarie. Sí,hbía una guerra no delcarada, estábamos en una guerra, una guerra fría pero el socialismo, a diferencia del nazismo y del imperialismo occidental debería en 1956 haber reflexionado sobre su misión en la Historia: NO humillar, destruir asesinar a hombres, mujeres trabajadoree. ¿Qué era, en ese caso el socialismo? Un nazismo disfrazado de rojo