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martes, 26 de julio de 2011

LA MADRE (I-18). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki
El beso de Judas, 1304-1306, fresco,
Capilla de los Scrovegni, Padua
- ¡Todo cuesta dinero! -comenzó él con su recia voz-. Ni se nace, ni se muere gratis; eso es. Y también los folletos y las hojas cuestan dinero. ¿Sabes tú de dónde viene el dinero para pagarlos?
- No lo sé -repuso la madre en voz queda, presintiendo algún peligro.
- Así es. Yo tampoco lo sé. En segundo lugar, ¿quién escribe esos folletos?
- Gente leída ...
- ¡Señores! -replicó Ribin; su rostro barbudo se puso colorado y en tensión-. Así pues, los señores componen esos folletos; ellos los reparten. En esos folletos se escribe contra los señores. Ahora dime: ¿qué utilidad sacan con perder el dinero para levantar contra ellos al pueblo? ¿Eh?
La madre, parpadeando, exclamó asustada:
- ¿Qué es lo que piensas...?
- ¡Ah! -dijo Ribin, y se revolvió pesadamente en la silla, como un oso-. Bueno, pues yo también sentí frío cuando llegué a esta conclusión.
(Fecha original: 1907)


Al anochecer el jojol se marchó; ella encendió la lámpara, sentóse a la mesa y se puso a hacer calceta. Pero en seguida se levantó y dio unos pasos indecisa; fue a la cocina, echó el cerrojo a la puerta de entrada y, frunciendo mucho las cejas, volvió a la habitación. Después de correr los visillos de la ventana, tomó un libro del estante, se sentó de nuevo a la mesa y miró en torno; luego se inclinó sobre las páginas y empezó a mover los labios. Cuando llegaba un rumor de la calle, cerraba el libro con un estremecimiento y escuchaba atentamente ... Y de nuevo, ya abriendo, ya cerrando los ojos, susurraba:
- La uve y la i: vi; la de y la a ...
Llamaron a la puerta, la madre se levantó de un saltó, colocó el libro en el estante y preguntó alarmada:
- ¿Quién es?
- Yo ...
Entró Ribin, se acarició la barba con empaque y observó:
- Antes dejabas entrar a la gente sin preguntar quién era. ¿Estás sola? Así es. Creí que estaba en casa el jojol. Hoy le he visto ... La cárcel no corrompe a los hombres.
Se sentó y dijo:
- Ea, vamos a charlar un rato ...
Tenía un aspecto grave, misterioso, que infundía a la madre una vaga inquietud.
- ¡Todo cuesta dinero! -comenzó él con su recia voz-. Ni se nace, ni se muere gratis; eso es. Y también los folletos y las hojas cuestan dinero. ¿Sabes tú de dónde viene el dinero para pagarlos?
- No lo sé -repuso la madre en voz queda, presintiendo algún peligro.
- Así es. Yo tampoco lo sé. En segundo lugar, ¿quién escribe esos folletos?
- Gente leída ...
- ¡Señores! -replicó Ribin; su rostro barbudo se puso colorado y en tensión-. Así pues, los señores componen esos folletos; ellos los reparten. En esos folletos se escribe contra los señores. Ahora dime: ¿qué utilidad sacan con perder el dinero para levantar contra ellos al pueblo? ¿Eh?
La madre, parpadeando, exclamó asustada:
- ¿Qué es lo que piensas...?
- ¡Ah! -dijo Ribin, y se revolvió pesadamente en la silla, como un oso-. Bueno, pues yo también sentí frío cuando llegué a esta conclusión.
- ¿Es que has sabido algo?
- ¡Engaño! -contestó Ribin-. Presiento que es un engaño. No sé nada, pero aquí hay un engaño. Eso es. Los señores están tramando algo. Y yo necesito la verdad, yo la he comprendido. Y no quiero alianzas con los señores. Cuando me necesitan, me empujan para que con mis huesos les sirva de puente para seguir adelante ...
Con sus acerbas palabras oprimió el corazón de la madre.
- ¡Dios mío! -exclamó angustiada-. ¿Será posible que Pável no lo comprenda? Y todos los que ...
Surgieron ante ella los rostros serios y honrados de Egor, de Nikolái Ivánovich, de Sáshenka, y se le estremeció el corazón.
- ¡No, no! -exclamó, denegando con la cabeza-. No puedo creerlo. Ellos son gente de conciencia.
- ¿A quiénes te refieres? -preguntó Ribin pensativo.
- A todos..., a todos los que conozco, sin excepción.
- ¡No mires ahí, madre, mira más lejos! -dijo Ribin, bajando la cabeza-. Los que se han acercado mucho a nosotros, puede que tampoco sepan nada. ¡Ellos creen que debe ser así! Pero puede que haya otros, detrás de ellos, que no busquen más que su propia ventaja. El hombre no trabaja en contra de sí mismo sin algún motivo.
Y con la pesada convicción del campesino, añadió:
- De los señores, ¡nunca vendrá nada bueno!
- ¿Qué has resuelto tú? -preguntó la madre, embargada de nuevo por la duda.
- ¿Yo? -Ribin la miró, guardó silencio un instante y repitió:
- Que hay que mantenerse a distancia de los señores. ¡Eso es!
Y volvió a guardar silencio, sombrío.
- Hubiera querido arrimarme a los muchachos para trabajar con ellos. Sirvo para ese asunto, sé lo que hay que decir a la gente. Eso es. Pero ahora me voy. Como no puedo creer, tengo que irme.
Bajó la cabeza y quedó pensativo.
- Me iré yo solo por las aldeas y los pueblos. Levantaré a la gente. Es preciso que el pueblo mismo ponga manos a la obra. Si comprende, se abrirá camino. Trataré de hacerle comprender que no debe confiar más que en sí mismo, de que no hay más razón que la suya. ¡Eso es!
La madre compadecióse de Ribin y sintió horror por su suerte. Siempre le había sido desagradable, pero ahora le parecía que, de pronto, le era ya más cercano, y dijo en voz queda:
- Te pescarán ...
Ribin la miró y repuso tranquilo:
- Si me pescan, ya me soltarán. Y yo, vuelta a ...
- Los propios mujiks te entregarán atado y tendrás que estar en la cárcel ...
- Estaré y saldré. Y vuelta a empezar. Los mujiks me atarán una vez, dos, pero acabarán por comprender que no hay que entregarme, sino escucharme. Les diré: No me creáis, pero escuchadme. Y si me escuchan, ¡me creerán!
Hablaba despacio, como si palpara cada una de sus palabras antes de pronunciarla.
- Aquí, últimamente, he rumiado mucho. He comprendido algo ...
- ¡Te perderás, Mijaíl Ivánovich! -dijo tristemente la madre, moviendo la cabeza.
Fijó en ella sus ojos oscuros y profundos, en actitud de interrogante espera. Su vigoroso cuerpo inclinóse hacia adelante y se apoyó con las manos en el asiento de la silla; su faz curtida parecía pálida, enmarcada por la barba negra.
- ¿Sabes lo que dijo Cristo acerca del grano de trigo? Si no mueres, no resucitarás en una nueva espiga. Yo estoy aún lejos de la muerte. ¡Soy astuto!
Revolvióse en la silla y se levantó sin apresurarse.
- Me voy a la taberna, estaré un rato entre la gente. El jojol no viene. ¿Ha empezado ya a moverse?
- ¡Sí! -repuso la madre sonriendo.
- Eso es lo que hace falta. Dile lo que te he dicho ...
Pasaron lentamente a la cocina, hombro con hombro, sin mirarse, intercambiando breves palabras:
- Bueno, ¡adiós!
- ¡Adiós! ¿Cuándo pides la cuenta?
- Ya la he pedido.
- ¿Y cuándo te marchas?
- Mañana. Por la mañana temprano. ¡Adiós!
Ribin se inclinó y, torpón, salió de mala gana al zaguán. Durante unos momentos la madre permaneció quieta en el umbral, prestando oído a los cansinos pasos que se alejaban y a las dudas que se habían despertado en su pecho. Luego, volvió despacio a la habitación, levantó el visillo y miró por la ventana. Tras los cristales se alzaba una niebla inmóvil, negra.
Vivo en la noche, pensó.
Sentía compasión de aquel mujik serio, tan robusto, tan fuerte.
Llegó Andréi animado y alegre. Cuando la madre le contó lo de Ribin, exclamó:
- Bueno, pues que se vaya por las aldeas, que haga resonar la campana de la verdad, que despierte al pueblo. Estar con nosotros le es difícil. Le han crecido en la cabeza ideas suyas, de mujik, y las nuestras no le caben en ella ...
- Ha estado hablando de los señores, ¡en todo ello habrá algo de cierto! -dijo la madre con prudencia-. ¡Con tal de que no nos engañen ...
- ¿Eso la inquieta? -exclamó el jojol riendo-. ¡Ay, madrecita, el dinero! ¡Si lo tuviéramos! Todavía no hacemos más que vivir a costa ajena. Mire, Nikolái Ivánovich gana al mes setenta y cinco rublos, y nos entrega cincuenta. Y así hacen los demás. Los estudiantes hambrientos reúnen kopek a kopek y nos envían, alguna vez que otra, pequeñas cantidades. En cuanto a los señores, claro está que hay de todo. Unos engañan, otros se quedan a la zaga y los mejores vienen con nosotros ...
Se frotó las manos y continuó, con fuerza:
- Hasta nuestra victoria ni aun el águila puede llegar en vuelo, pero a pesar de todo, ¡vamos a preparar un modesto Primero de Mayo! ¡Va a ser divertido!
Su animación aventó la inquietud que había sembrado Ribin. El jojol se paseaba por la habitación, frotándose la cabeza con las manos; y mirando al suelo, prosiguió:
- ¿Sabe usted?, a veces alienta en mi corazón un algo ... ¡es asombroso! Me parece que dondequiera que voy no encuentro más que camaradas; un mismo fuego los abrasa, son todos alegres, animosos, buenos. Sin palabras, se entienden los unos con los otros ... Viven todos en armonía y el corazón de cada uno canta su canción. Todas las canciones son como arroyos que corren y se funden en un solo río, y el río fluye, ancho y libre, hasta el mar de las luminosas alegrías de la nueva vida.
La madre procuraba no moverse para no distraerle, para no interrumpir su discurso. Le escuchaba siempre con más atención que a los demás: hablaba él con mayor sencillez y sus palabras llegaban con más fuerza al corazón. Pável no hablaba nunca de lo que veía en el futuro. En cambio, éste, le parecía a ella que tenía siempre en el porvenir una parte de su corazón; eran sus discursos como un cuento fantástico acerca de la futura fiesta que para todos habría en la tierra. El cuento aquel le esclarecía a la madre el sentido de la vida y el trabajo del hijo y de todos sus camaradas.
- Y cuando vuelvo en mí -continuó el jojol, moviendo la cabeza-, miro en derredor, ¡y lo veo todo frío y sucio! Todos están cansados, iracundos ...
Con profunda pena, prosiguió.
- Es humillante, pero no hay que creer al hombre, hay que temerle ¡e incluso odiarle! El hombre se parte en dos. Uno querría solamente amar, pero, ¿cómo es posible esto? ¿Cómo perdonar al hombre si se te echa encima igual que una fiera salvaje, no reconoce en ti un alma viva y te patea el rostro de criatura humana? ¡Imposible perdonar! Y no se puede; no por uno, yo soportaría todas las injurias, pero no quiero ser indulgente con los opresores, no quiero que en mis espaldas aprendan a golpear a los demás ...
Habíase encendido en sus ojos un frío fulgor, tenía inclinada la cabeza con obstinación y hablaba con mayor dureza.
- No debo perdonar nada que sea dañino aunque a mí no me perjudique. ¡Yo no estoy solo en la tierra! Hoy dejo que me ultrajen, y me limito a reírme, porque no me duele; pero mañana, el ofensor, que ha probado en mí su fuerza, intentará despellejar a otro. Y por eso hay que considerar a la gente de diferente manera, hay que apretarse el corazón con severidad, saber distinguir a los hombres: este es de los míos, aquel es un extraño. Eso es justo, pero ¡no consuela!
Sin saber por qué, la madre recordó a Sáshenka y al oficial, y dijo suspirando:
- ¿Qué pan se puede cocer de una harina sin cerner?
- ¡Esa es la pena! -profirió el jojol.
- ¡Sí! -exclamó la madre. En su memoria se alzaba ahora la figura del marido, hosca, sombría, pesada como un gran peñascal cubierto de musgo. Se representaba al jojol casado con Natasha, y a su hijo, unido con Sáshenka.
- Y ello, ¿por qué? -preguntó Andréi, acalorándose-. Es tan claro, que hasta da risa. Sólo porque la gente no está toda al mismo nivel. ¡Venga, vamos a igualarlos a todos! ¡Repartamos equitativamente todo lo que ha elaborado la razón, todo lo que han producido las manos! ¡Y no nos mantendremos unos a otros en la esclavitud del temor y de la envidia, prisioneros de la codicia y de la estupidez...!
Ambos tenían con frecuencia conversaciones semejantes.
Andréi había entrado de nuevo a trabajar en la fábrica; entregaba todo su salario a la madre, y ella lo tomaba con la misma sencillez que si viniera de las manos de Pável.
A veces, con la sonrisa en los ojos, Andréi proponía a la madre:
- Vamos a leer, ¿eh?
Ella, aunque bromeando, negábase tenazmente; aquella sonrisa le causaba azoramiento y, un poquito ofendida, pensaba:
Si te ríes, ¿para qué voy a hacerlo? y cada vez con mayor frecuencia, le preguntaba el significado de una o de otra palabra libresca, extraña para ella. Lo hacía con voz indiferente mirando a otro lado. Él adivinaba que ella estudiaba sola, a escondidas, y comprendiendo su cortedad, dejó de proponerle que leyera con él. Al poco tiempo, la madre le comunicó:
- Me flaquea la vista, Andriusha. Necesitaría unas gafas.
- ¡Vaya una cosa! -replicó él-. El domingo iremos juntos a la ciudad, la llevaré al médico y tendrá usted gafas ...

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