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lunes, 20 de junio de 2011

LA MADRE (I-6). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki
Cuando el agua del samovar rompió a hervir, la madre lo llevó a la habitación. Los huéspedes se habían sentado a la mesa en apretado círculo, y Natasha, con un libro en la mano, habíase instalado en la esquina que caía debajo de la lámpara.
(Fecha original: 1907)

Cuando el agua del samovar rompió a hervir, la madre lo llevó a la habitación. Los huéspedes se habían sentado a la mesa en apretado círculo, y Natasha, con un libro en la mano, habíase instalado en la esquina que caía debajo de la lámpara.
- Para entender por qué la gente vive tan mal ... -decía Natasha.
- Y por qué los hombres mismos son malos -añadió el jojol.
- Es preciso ver cómo empezaron a vivir ...
- ¡Vedlo, hijitos, vedlo! -cuchicheó la madre, echando té en el agua hervida. Todos callaron.
- ¿Qué dice, madre? -preguntó Pável, frunciendo el ceño.
- ¿Yo? -y al percibir que los ojos de todos estaban fijos en ella, explicó turbada-: Hablaba conmigo misma ... y me dije: ¡vedlo!
Echóse a reír Natasha, Pável también sonrió y el jojol dijo:
- Gracias por el té, madrecita.
- ¡Aún no lo habéis tomado y ya estáis dando las gracias! -replicó ella. Y añadió mirando al hijo-: ¿No os estorbo?
Fue Natasha quien contestó:
- ¿Cómo puede estorbar a sus invitados, siendo la dueña de la casa?
Y rogó con quejumbrosa voz infantil:
- ¡Alma buena! ¡Deme pronto té! Estoy tiritando de frío. ¡Tengo los pies helados!
- ¡Ahora mismo, ahora mismo! -exclamó presurosa la madre.
Después de haber bebido una taza de té, Natasha lanzó un ruidoso suspiro, echóse la trenza a la espalda y empezó a leer un libro con estampas, de tapas amarillas. La madre iba sirviendo el té, esforzándose en no hacer ruido con la vajilla, y escuchaba atentamente la lectura armoniosa de la muchacha. La sonora voz de Natasha uníase a la tenue cancioncilla soñadora del samovar, y en la habitación se iba desplegando ondulante, como una bella cinta, la historia de unos hombres salvajes que vivían en cuevas y mataban con piedras a las fieras. Era como un cuento, y la madre, varias veces, echó una ojeada al hijo, deseosa de preguntarle qué habría de prohibido en aquella historia. Pero pronto se cansó de seguir el hilo del relato y, sin que lo advirtieran el hijo ni sus huéspedes, se puso a examinarlos.
Pável estaba sentado junto a Natasha. Era el más guapo de todos. La joven, muy inclinada sobre el libro, se recogía con frecuencia los cabellos que se le deslizaban sobre las sienes. Echando hacia atrás la cabeza y bajando la voz, sin fijarse en el libro, añadía unas observaciones por su cuenta, mientras su mirada resbalaba cariñosa por los rostros de sus oyentes. El jojol, apoyado su ancho pecho en el ángulo de la mesa, bizcaba los ojos, tratando de mirarse las alborotadas guías del bigote.
Vesovschikov estaba sentado en una silla, tieso como una estaca, con las manos apoyadas en las rodillas; el rostro picado de viruelas, sin cejas, de finos labios, permanecía inmóvil como una careta. Con sus estrechos ojos, contemplaba sin parpadear, obstinadamente, sus facciones, reflejadas por el cobre reluciente del samovar, y parecía que no respiraba. El pequeño Fedia oía la lectura moviendo en silencio los labios, como si repitiera para sí las palabras del libro, mientras su camarada, encorvado, hincados los codos en las rodillas, sonreía pensativo, apoyando el mentón en las manos. Uno de los chicos que había llegado con Pável tenía el pelo rojo, ensortijado, y alegres ojos verdes; debía estar deseoso de decir algo y se removía inquieto; el otro, de pelo rubio cortado al rape, se acariciaba la cabeza con la palma de la mano y miraba al entarimado; no se le veía la cara. El cuarto estaba aquella noche especialmente acogedor. La madre lo percibía de una manera particular, incomprensible para ella, y al arrullo de la voz de Natasha, iba recordando aquellas ruidosas fiestas caseras de su juventud, las groseras palabrotas de los mozos, que apestaban siempre a vodka, sus cínicas bromas ... Recordaba, y un sentimiento de lástima hacia ella misma le oprimía levemente el corazón.
Revivió en su pensamiento el instante en que su difunto marido la pidió en matrimonio. Fue en una fiesta casera; él la atrapó en el zaguán oscuro, la apretó, con todo su cuerpo, contra la pared, y le propuso con sorda voz irritada:
- ¿Quieres casarte conmigo?
Sintió ella dolor y agravio; le hacía daño, apretujándole los pechos con sus dedazos, resollaba echándole a la cara el aliento caliente y húmedo. Intentó desasirse de sus brazos, apartándose con brusquedad ...
- ¿Adónde vas? -empezó a gritar él-. ¡Contéstame! ¿Qué respondes?
Ella, ultrajada, guardó silencio, jadeando de vergüenza.
Y como alguien abriese la puerta, él soltó a la muchacha, sin apresurarse, diciendo:
- El domingo mandaré a la casamentera ...
Y la envió.
La madre cerró los ojos y suspiró con pena.
- ¡Yo no necesito saber cómo han vivido los hombres, sino cómo hay que vivir! -resonó en la habitación la voz descontenta de Vesovschikov.
- ¡Eso es! -añadió el mozo pelirrojo, poniéndose en pie.
- ¡No estoy conforme! -gritó Fedia.
Surgió una discusión; chisporroteaban las palabras como las llamas de una hoguera. La madre no comprendía el porqué de tanto grito.
Encendíanse de excitación las caras, pero nadie se enfadaba ni decía las palabrotas a que estaba habituada.
¡Les da vergüenza delante de la chica!, dedujo.
Le agradaba el rostro serio de Natasha, que iba mirando a todos atentamente, como si para ella fueran unos niños los muchachos aquellos.
- ¡Esperad, camaradas! -dijo de pronto. Todos callaron, vueltos los ojos hacia la joven.
- Los que dicen que debemos saberlo todo, están en lo cierto. Tenemos que encendernos en la llama de la razón para que la gente oscura nos vea; tenemos que contestar a todo con honradez, verazmente. Hay que conocer toda la verdad y toda la mentira ...
Meneaba la cabeza el jojol al compás de las palabras de Natasha.
Vesovschikov, el pelirrojo y el otro muchacho de la fábrica que había llegado con Pável, formaban los tres un grupo aparte que no le gustaba a la madre, sin que ella supiera por qué.
Cuando Natasha hubo terminado, Pável se levantó, preguntando tranquilo:
- ¿Es que sólo queremos estar hartos? ¡No! -se contestó, mirando con firmeza al trío-. ¡Tenemos que enseñar a los que se nos montan sobre los hombros y nos cierran los ojos, que lo vemos todo, que no somos idiotas ni fieras y que no sólo queremos comer, sino vivir como corresponde a seres humanos! ¡Tenemos que enseñar a los enemigos que la vida de presidiarios que nos han impuesto, no nos impide medirnos con ellos en inteligencia, e incluso aventajados...!
La madre le escuchaba y en su pecho palpitaba el orgullo: ¡qué bien hablaba!
- Hay muchos bribones, pero poca gente honrada -dijo el jojol. Debemos construir un puente que salve la charca de nuestra vida infecta y nos conduzca al reino futuro de la bondad sincera. ¡Eso es lo que hemos de hacer, camaradas!
- Ha llegado la hora de pegar, ¡y no hay tiempo para curarse las manos! -replicó sordamente Vesovschikov.
Era ya más de medianoche cuando empezaron a marcharse. El muchacho pelirrojo y Vesovschikov se fueron antes que los demás.
Aquello tampoco agradó a la madre.
¡Vaya, qué prisa llevan!, pensó con enojo, al inclinarse, cuando se despedían.
- ¿Me acompaña usted, Najodka? -preguntó Natasha.
- ¡No faltaba más! -repuso el jojol.
Mientras Natasha se ponía el abrigo en la cocina, la madre le dijo:
- Lleva usted unas medias muy finas para este tiempo. Si me lo permite, yo le haré unas de lana.
- Gracias, Pelagueia Nílovna. ¡Las medias de lana pican! contestó Natasha riendo.
- Yo le haré unas que no piquen -dijo la madre.
Natasha la contempló, entornando un poco los ojos, y aquella mirada fija azoró a la madre.
- Dispense mi tontería ... Ha sido de todo corazón -añadió en voz baja.
- ¡Qué buena es usted! -replicó Natasha, también sin alzar la voz, apretándole la mano con premura.
- ¡Buenas noches, madrecita! -dijo el jojol mirándola a la cara; y agachándose, salió al zaguán, en pos de Natasha.
La madre echó una ojeada al hijo, que en pie, en el umbral del cuarto, sonreía.
- ¿Por qué te ríes? -le preguntó confusa.
- Porque sí, ¡estoy contento!
- Claro, yo soy vieja y tonta; pero ... ¡lo que está bien, ya lo entiendo! -observó, algo ofendida.
- ¡Eso es bueno! -replicó él-. Debería usted acostarse ... ya es hora ...
- Ahora voy.
Andaba atareada en torno a la mesa, recogiendo los cacharros; satisfecha, hasta sudorosa de la grata emoción; estaba contenta de que todo hubiera salido bien y terminado en paz.
- ¡Buena idea has tenido, hijo! ¡El jojol es muy agradable! Y la señorita ... ¡Oh, qué inteligente! ¿Qué es?
- Maestra de escuela -repuso conciso Pável, paseando por la habitación.
- ¡Claro, claro ... por eso es pobre! ¡Ay, qué mal vestida va, qué mal! No tardará mucho en coger un enfriamiento. ¿Dónde están sus padres...?
- En Moscú -dijo Pável, deteniéndose frente a la madre, y serio, en voz baja, empezó a contarle:
- Verás; su padre es rico, negociante en hierro y dueño de varias casas. La echó del hogar por haber emprendido este camino. Se educó en la abundancia, todos la mimaban, dándole cuanto quería, y ahora anda siete verstas a pie, de noche, sola ...
Aquello sorprendió a la madre. Parada en medio de la habitación, miraba silenciosa al hijo, enarcadas de asombro las cejas. Luego, preguntó quedamente:
- ¿Va a la ciudad?
- .
- ¡Ay! ¿Y no le da miedo?
- Como ves, no le da miedo -dijo sonriendo Pável.
- ¿Y por qué se ha ido? Podía haber pasado aquí la noche ... Se habría acostado conmigo.
- ¡No es conveniente! La habrían visto mañana por la mañana, y eso podría perjudicarnos.
La madre miró pensativa a la ventana y dijo en voz queda:
- Yo no comprendo, Pável, ¿qué peligro puede haber en esto, ni qué de prohibido...? Pues no hay nada de malo, ¿verdad?
No estaba segura de lo que decía, y hubiera querido oír una respuesta afirmativa del hijo. La miró él tranquilo a los ojos y dijo con firmeza:
- No hay nada de malo. Y sin embargo, la cárcel nos aguarda a todos. Tenlo presente ...
Le empezaron a temblar las manos. Con voz desfallecida, profirió:
- A lo mejor ... Dios hace que no ocurra ...
- ¡No! -dijo cariñoso el hijo-. No puedo engañarte. ¡Ocurrirá! Sonrió.
- Acuéstate. Estás cansada. ¡Buenas noches!
Cuando se quedó sola, acercóse a la ventana y miró a la calle. Fuera, el tiempo estaba revuelto, hacía frío. Soplaba con fuerza el viento, llevándose la nieve de los tejados de las casitas dormidas, azotaba las paredes susurrando y abatíase sobre la tierra, para arrastrar a lo largo de la calle blancas nubes de copos secos.
- ¡Jesucristo, ten piedad de nosotros! -susurró ella muy quedo.
Las lágrimas empezaron a brotar del corazón; la espera de aquella desgracia de que hablaba el hijo con tanta tranquilidad y certeza, aleteaba dentro de su ser, ciega y lastimer.a, como una mariposilla nocturna. Abríase ante sus ojos una lisa llanura cubierta de nieve. Con agudo y frío silbido, corría raudo el viento, blanco, encrespado. Por en medio de la llanura, iba caminando, solitaria y vacilante, la oscura figurilla de la muchacha. El viento se le enrollaba en las piernas, hinchándole las faldas, lanzándole a la cara punzantes copos de nieve.
Era difícil andar y sus piececitos se hundían en la nieve. Hacía frío y sentía miedo. La muchacha se inclinaba hacia adelante como una brizna de hierba en medio de la llanura en sombras, batida por el alborotado viento de otoño. A su derecha, en el pantano, alzábase la sombría muralla del bosque, donde rumoreaban tristemente, finos y desnudos, pobos y abedules. A lo lejos, delante de ella, titilaban mortecinas las luces de la ciudad ...
- ¡Señor, ten piedad de nosotros! -susurró la madre, temblando de miedo ...

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