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miércoles, 8 de junio de 2011

LA MADRE (I-2). Máximo Gorki

Autoras/es: Máximo Gorki
De igual modo vivía el cerrajero Mijaíl Vlásov, hombre sombrío, velludo, de ojuelos recelosos que miraban desconfiados, con malvada ironía, bajo unas pobladas cejas. Era el mejor cerrajero de la fábrica, el hércules del arrabal; se mostraba grosero con sus jefes, y por eso ganaba poco; no pasaba domingo sin que no diese una paliza a alguien; nadie le quería, y temíanle todos. También intentaban pegarle a él, pero sin conseguirlo. En cuanto Vlásov veía venir gente dispuesta a acometerle, agarraba una piedra, una tabla o un trozo de hierro y, afianzándose en la tierra con las piernas muy abiertas, esperaba callado al enemigo. Su cara -cubierta de ojos a cuello por negra barba- y sus manazas velludas causaban general espanto. Infundían miedo sobre todo sus ojos, pequeños y agudos, que penetraban en los hombres como taladros de acero. Cuando se tropezaba con su mirada, sentíase la presencia de una fuerza salvaje, impávida, pronta a golpear sin piedad. 
(Fecha original del artículo: 1907)


De igual modo vivía el cerrajero Mijaíl Vlásov, hombre sombrío, velludo, de ojuelos recelosos que miraban desconfiados, con malvada ironía, bajo unas pobladas cejas. Era el mejor cerrajero de la fábrica, el hércules del arrabal; se mostraba grosero con sus jefes, y por eso ganaba poco; no pasaba domingo sin que no diese una paliza a alguien; nadie le quería, y temíanle todos. También intentaban pegarle a él, pero sin conseguirlo. En cuanto Vlásov veía venir gente dispuesta a acometerle, agarraba una piedra, una tabla o un trozo de hierro y, afianzándose en la tierra con las piernas muy abiertas, esperaba callado al enemigo. Su cara -cubierta de ojos a cuello por negra barba- y sus manazas velludas causaban general espanto. Infundían miedo sobre todo sus ojos, pequeños y agudos, que penetraban en los hombres como taladros de acero. Cuando se tropezaba con su mirada, sentíase la presencia de una fuerza salvaje, impávida, pronta a golpear sin piedad.
- ¡Ea, largo de aquí, canallas! -decía sordamente. Entre la tupida pelambrera del rostro, brillaban los dientes grandes y amarillos. Y los adversarios retrocedían increpándole medrosos, aullando una retahíla de denuestos.
- ¡Canallas! -les gritaba lacónico, y en sus ojos fulguraba un sarcasmo punzante como una lezna.
Luego, irguiendo la cabeza con ademán retador, seguía a los enemigos, desafiándoles:
- ¡A ver!, ¿quién quiere morir?
Nadie quería.
Hablaba poco, y canalla era su palabra favorita. Con esta palabra denominaba a los jefes de la fábrica y a la policía; con ella se dirigía a su mujer.
- ¡Canalla! ¿No ves que los pantalones están rotos?
Cuando su hijo Pável hubo cumplido catorce años, le entraron ganas a Vlásov de tirarle una vez más de los pelos. Pero Pável, agarrando un pesado martillo, dijo conciso:
- ¡No me toques...!
- ¿Cómo? -preguntó el padre avanzando hacia el chico, de figura esbelta y fina, como avanza la nube sobre el abedul.
- ¡Basta! -dijo Pável-. No te lo consiento más ... y alzó el martillo.
Miróle el padre, se llevó a la espalda las velludas manos y repuso burlón:
- Bien ... y luego de un profundo suspiro, agregó:
- ¡Ah, canalla ... !
Poco después de aquello advirtió a su mujer:
- No me pidas más dinero. Pável te dará de comer.
- ¿Vas a bebértelo todo? -se atrevió ella a preguntar.
- ¡A ti no te importa, canalla ... ! Me echaré una querida.
No se buscó una querida, pero desde aquel instante hasta su muerte, que aconteció unos dos años más tarde, no volvió a mirar a su hijo ni a dirigirle la palabra.
Tenía un perro tan grande y peludo como él mismo. Por las mañanas el animal le acompañaba hasta la fábrica, y todas las tardes le esperaba a la puerta. Los días de fiesta Vlásov iba de taberna en taberna.
Caminaba en silencio, y, como si buscara a alguien, arañaba con la mirada a la gente. Durante todo el día, el perro iba en pos de él, gacha la cola grande y fastuosa. Vlásov volvía a casa borracho, cenaba y daba de comer en su mismo plato al perro. No pegaba ni regañaba nunca al animal, pero tampoco lo acariciaba. Después de cenar, si la mujer no andaba lista para retirar la vajilla de la mesa, tiraba los cacharros al suelo, se ponía delante una botella de vodka y, recostado contra la pared, abriendo mucho la boca y cerrando los ojos, berreaba con sorda voz, que infundía tristeza, una canción. Los melancólicos y discordes sonidos se le enredaban en los bigotes, haciendo caer las migajas de pan; el cerrajero se atusaba con sus dedazos la barba y los bigotes y seguía cantando. La letra de la canción era larga y un tanto incomprensible; su tono recordaba el aullido del lobo en invierno.
Cantaba mientras había vodka en la botella. Luego, tendíase en el banco o apoyaba la cabeza en la mesa, y así dormía hasta que la sirena le despertaba. El perro echábase a su lado.
Murió de hernia. Durante unos cinco días estuvo retorciéndose en el lecho, muy cerrados los ojos, todo él ennegrecido, rechinando los dientes. A veces, le decía a su mujer:
- Dame arsénico, envenéname ...
El médico ordenó que le pusieran a Mijaíl unas cataplasmas, pero advirtió que la operación era imprescindible y que había que trasladarle al hospital aquel mismo día.
- Vete al diablo, ¡ya me moriré yo solo! ¡Canalla! -barbotó Mijaíl con ronca voz.
Cuando el doctor se hubo marchado, su mujer, llorando, quiso convencerle de que se sometiera a la operación. Mijaíl, amenazándola con el puño crispado, declaró:
- Si me curo, ¡va a ser peor para ti!
Se murió una mañana, cuando la sirena llamaba al trabajo a los obreros. Yacía en el ataúd, abierta la boca sin acritud, pero el ceño continuaba fruncido con enfado. Le llevaron al cementerio su mujer, su hijo, su perro, Danilo Vesovschikov, un ladrón viejo y borracho despedido de la fábrica, y algunos mendigos del arrabal. La mujer lloró un poco en silencio. Pável no vertió ni una lágrima. Los que se cruzaban con el fúnebre cortejo se detenían persignándose y diciendo:
- Seguramente, Pelagueia se alegrará, estará contenta de que haya muerto ...
Algunos corregían:
- No se ha muerto, ha reventado ...
Ya enterrado el ataúd, marcháronse todos. El perro quedó allí, echado en la tierra recién removida, olfateando durante mucho tiempo la tumba, sin lanzar ni un aullido. A los pocos días, alguien lo mató ...

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