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miércoles, 30 de marzo de 2011

Es peligroso educar para el trabajo y no para la vida

Autoras/es: Beatriz Sarlo
La intención oficial de orientar la educación hacia el “mundo del trabajo”, en desmedro de los contenidos humanísticos y la formación intelectual, refuerza las desigualdades sociales de origen.
N. de la R.: para evitar confusiones, por favor tenga en cuenta la fecha en que este artículo fue publicado. Aún así, creemos que gran parte de la problemática tratada en el mismo continúa vigente.
(Fecha original del artículo: Mayo 1998)

Una enseñanza modernizada técnicamente, que prepare para el trabajo y que, además, resulte interesante a los alumnos. No simplifico al resumir de este modo la ideología que transmite el discurso de las autoridades educativas cuando hablan directamente a la sociedad. La frase parece inocua. Revela un lugar común al que se recurre para encarar muchos años de deriva educativa en la Argentina. Sin duda, en el Ministerio de Educación hay técnicos que piensan fuera de este sentido común, pero la repetición de una banalidad indica que es necesario tomarla en serio.

Quisiera recordar algo que escribió Antonio Gramsci hace setenta años. Analizando la escuela italiana, llamaba la atención sobre los peligros de una enseñanza demasiado comprometida con la transmisión de habilidades específicas, dependientes de los requisitos planteados por el mundo del trabajo, y no de conocimientos generales y humanísticos (el calificativo es de Gramsci). Señalaba el peligro de que la escuela reforzara las desigualdades sociales y culturales. Una escuela que, centralmente, se proponga preparar a los estudiantes para el mundo del trabajo tiende a especializarse en función de las categorías laborales del mercado. Produce futuros oficinistas, empleados del sector terciario u obreros, con la desventaja suplementaria de que nadie sabe muy bien cómo será el trabajo en la Argentina dentro de quince años.

De este modo, los chicos de los sectores populares o medios bajos encontrarían en la escuela una anticipación de los canales por donde correrán sus vidas. La escuela, en lugar de ofrecer la ocasión del cambio de alternativas, refuerza el destino social de origen. A esta escuela Gramsci le oponía otra educación, que él llamaba humanística, donde la igualdad de oportunidades culturales compensa las desigualdades sociales.

Saberes que envejecen pronto

Además, ¿qué quiere decir prepara para el mundo del trabajo? Cuando empezó el furor de la informática, crecieron como hongos los institutos privados donde, en nombre del futuro, se les enseñaba a los chicos lenguaje de programación. Eso no sucedió hace medio siglo, sino hace diez años. Hoy todo el mundo sabe que el software vuelve superflua cualquier competencia con lenguaje de programación. Así, las hipótesis que parecen navegar en la cresta de una ola modernizante pueden revelarse penosamente arcaicas poco tiempo después. Este arcaísmo no afecto del mismo modo a la educación que Gramsci llamaba humanística: la formación intelectual de ciudadanos no es más arcaica hoy que hace diez años y, como derecho, es más fuerte que el del acceso a la informática.

Gramsci también analizaba la consigna de que la escuela debe enseñar a aprender, en nombre de que así evitaría la transmisión pasiva de conocimientos. Los alumnos aprenderían a pensar recibiendo contenidos mínimos de pensamiento. La realización completa de este principio es indeseable. La escuela no debe proporcionar sólo una máquina formal, sino también la sustancia que esa máquina procesa. Afirmar que esa sustancia viene con los chicos, que la extraen de la televisión, de la experiencia o de sus propios descubrimientos, implica sostener una especie de autoabastecimiento infantil que es, frente al mundo contemporáneo, del todo improbable. Y, por supuesto, refuerza las desigualdades socioculturales de origen.

Sin duda, ya hace tiempo que la pedagogía ha demostrado que los niños no son tablas rasas sobre las que se escribe una educación. Sin duda, los chicos saben muchas cosas. Pero ese saber de la vida, que es una inscripción fuerte, tiene un límite estrecho. Toda la cultura que conocemos (desde las costumbres en la mesa o en el baño hasta los aviones y los conciertos) es una construcción realizada en contra de la espontaneidad. Frente a nuestros impulsos, la cultura es siempre un corte, un desvío o una supresión. La escuela es uno de los aparatos donde ese corte debe establecerse del modo menos autoritario. El criterio de lo que “interesa a los chicos” es sólo un punto de partida, no un instrumento de chantaje que convierta a la transmisión cultural en un simulacro pálido y demagógico de la cultura adolescente.

Por otra parte, frente a la crisis de las instituciones, la escuela no permanece indemne. Considerada desde los años sesenta como un aparato de reproducción de las relaciones sociales, las tendencias mas progresistas de la educación han llegado a una encrucijada donde, una vez criticado el autoritarismo de la escuela autoritaria, no se logró construir en su reemplazo un lugar autorizado pero no autoritario, donde las diferencias entre maestros y alumnos no originaran un disciplinamiento feroz, pero al mismo tiempo se mantuvieran como motor de la actividad docente. En la escuela operan las resistencias y los conflictos de una cultura. Pasar por alto este dato evoca una consigna hippie patéticamente inadecuada para la vida, donde el reconocimiento de los límites es el impulso de la transformación y la ruptura (Nota publicada en Clarín el miércoles 27 de mayo de 1998)

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